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Algunas biografías noveladas de estrellas de México

Uno de recursos utilizados para la construcción publicitaria de la imagen de las estrellas es la creación de relatos en los que se recrean episodios reales o ficticios de sus vidas. En el caso de los intérpretes nacidos en México, ese recurso parece haber iniciado con la duranguense Dolores del Río, quien se estableció en Hollywood a mediados de la década de los veinte y adquirió gran popularidad por su interpretación en películas silentes y después sonoras. A fines de 1929, la colección barcelonesa Biblioteca Films reprodujo una “Biografía de Dolores del Río” escrita por Harry Baltymore, y en 1934 la revista chilena Ecran otra, escrita por Edward Robinson, ilustrada con dibujos y titulada “El camino de la gloria. Relato íntimo auténtico de la vida de Dolores del Río”.

En México hubo que esperar a que se constituyera en la década de los cuarenta un cuerpo estelar para que ocurriera algo parecido. El surgimiento de la poderosa industria de la “Época de Oro” hizo aparecer empresas editoriales que contribuyeron a difundirla y retroalimentarla. Entre éstas estuvo Publicaciones Ortega Colunga, fundada a mediados de los cincuenta por el saltillense Vicente Ortega Colunga (1917-1985). Éste había trabajado como fotógrafo en las revistas Hoy y Mañana, especializándose en la fuente cinematográfica. No es extraño por eso que una de sus primeras iniciativas fuera la edición de la serie La vida deslumbrante de María Félix, aparecida semanalmente entre 1956 y 1957. Sus más de cien números, de 32 páginas más las de los forros, tenían tamaño de 18 x 25 centímetros, portadas a color e interiores en sepia. Se utilizó en ellos la técnica de sobreponer a dibujos fotografías de los rostros de la estrella y los demás personajes. La historia se contaba a la manera de los comics, con recuadros donde se expresaba la supuesta voz narrativa de María Félix, y globos para los diálogos o los pensamientos. La argumentista fue Elia Delgado, el caratulista Pascual Gómez, el fotógrafo Carlos Romero y la realización estuvo a cargo de Delia Larios, con la colaboración de Mariano Romero, Salvador Vela y Rafael Romero. En la entrega 68, del 21 de junio de 1957, se insertó una “Carta a mis lectores” en la que decía:

Mis queridos amigos y amigas:

Hace más de un año que vengo narrándoles, en la revista de Publicaciones Ortega Colunga, algunos pasajes de mi vida, y creo que ha llegado el momento de tener un acercamiento más real, más íntimo con ustedes por medio de estas líneas.

Sí, ya sé que entre mis lectores se ha comentado que hay falsedad y exageración en algunos capítulos y, aquí entre nos, les voy a decir la verdad: es cierto… ¡pero hasta determinado punto! He mezclado mucho de realidad con un poco de imaginación, con el único objeto de entretenerlos a ustedes, ¿y verdad que lo he logrado? (…)

Seguramente querrán saber algo especial de mi vida, algún suceso importante que yo aún no les he platicado. Pregúntenmelo, ¿quieren?… Yo les ofrezco narrarles todo lo que ustedes me pidan. Bueno, hasta donde sea posible, porque a veces las mujeres tenemos secretos que sólo guardamos para nosotras solas, ¿verdad, amiga lectora?…

La muerte de Pedro Infante el 15 de abril de 1957 incentivó la publicación de otra serie, que comenzó a aparecer a fines del mismo mes bajo el título de La vida y los amores de Pedro Infante. Fue hecha con las mismas características y técnica que la biografía de la diva, pero esta vez el argumento fue de Alberto Domingo, las carátulas de Antonio Gutiérrez y Pascual Gómez, y la realización de Antonio Gutiérrez, con la colaboración del fondista Manuel Monterrubio, el vestuarista Jorge P. Valdez, el archivista Gabriel Madrid, el letrerista Rolando Estévez y el fotógrafo Carlos Romero. Una introducción del editor explicó en su primer fascículo:

Es nuestra intención, al publicar este relato fiel de la vida del gran ídolo popular que fue Pedro Infante, mantener vivo su recuerdo, presente su memoria.

Él entregó su arte, su generosidad sin límites, su simpatía enorme, con la alegría limpia que caracterizó toda su existencia. Y justo es que ahora, en que la tierra mexicana lo ha reclamado para siempre, le rindamos, en nuestros corazones, un homenaje permanente.

Por eso aquí están sus esfuerzos y sus triunfos, sus dichas y desventuras. Como un ejemplo de humana simpatía, de dinamismo bueno, de arte sencillo y noble.

Las narraremos con fidelidad absoluta; pero sin demasiadas lágrimas… Porque Pedro, para las duras y las maduras, tuvo siempre una sonrisa. Y a su sonrisa de muchacho eterno hemos de atenernos.

El éxito de esta serie, con más de 75 números publicados entre 1957 y 1958, llevó a Publicaciones Ortega Colunga a lanzar más adelante Los amores íntimos de Pedro Infante y Confesiones de un chofer, Pedro Infante. Otros productos de la editorial fueron las series sólo indirectamente relacionadas con el cine Monstruos, Manicomio e Islas Marías.

La extraordinaria acogida de las películas mexicanas interpretadas por Jorge Negrete en España impulsó la edición en 1947 de una biografía del «Charro cantor», escrita en 72 páginas por un periodista que firmaba como Pancho Pistolas y titulada Genio y figura de Jorge Negrete. Vida, arte, triunfos y canciones. Publicada en Barcelona por Editorial Alas con numerosas fotografías publicitarias, la que se anunciaba como «verídica narración literaria» culminó una «Colección Jorge Negrete» en la que también aparecieron nada menos que 17 fascículos con novelizaciones de argumentos de cintas interpretadas por él.

Referencias

http://www.vivomatografias.com/index.php/vmfs/article/view/151

https://www.razon.com.mx/el-cultural/vicente-ortega-colunga-en-la-revista-hoy/

http://www.reallifecartoon.com/productos/pedro-infante-en-el-comic-mexicano/

https://wordpress.com/post/angelmiquel.com/1529

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Disparos, plata y celuloide. Historia, cine y fotografía en México, 1846-1982

Este libro de Ricardo Pérez Montfort junta en su parte central siete ensayos publicados previamente en revistas. Es bueno tener acceso a estos excelentes textos que se habían vuelto inaccesibles y cuya reunión se justifica por los múltiples vasos comunicantes que los hacen un organismo coherente y vivo. Dos ensayos nuevos, que abren y cierran el volumen, terminan por darle unidad al ofrecer respectivamente una conceptualización general y una justificación personal del acercamiento elegido.

En el texto introductorio el autor hace una reflexión sobre las relaciones entre historia, fotografía y cine con el propósito, como escribe, de escribir sin apegarse “a una sola metodología ni a un principio teórico (…) la construcción de puentes que sirvan para pasar amablemente de un lado al otro sin perder de vista sus orillas”. Subrayo de esta aproximación todo: la heterodoxia para hacer frente a materiales diversos que reclaman ser tratados de esa forma; el enfoque multidimensional que atiende a las dos orillas, al río y al puente en construcción, y también naturalmente la amabilidad con que el autor trata al lector, con un estilo muy trabajado que hace a los textos propositivos, interesantes y amenos.

En los siete ensayos sobre asuntos particulares Ricardo hace un amplísimo recorrido por aspectos de la fotografía y el cine en este país desde mediados del siglo diecinueve hasta los años ochenta del veinte, vale decir, desde que comenzaron a hacerse imágenes mecánicas hasta que ocurrieron las conflagraciones simbólicamente concurrentes del incendio de la Cineteca Nacional y la irrupción de la tecnología que sustituyó al modo de producción analógico de imágenes. En esos ensayos no sólo se muestran los rasgos que permiten comprender de manera pertinente los sucesos que ocurren a ambas orillas del río, sino también los rasgos del ingeniero a cargo de la edificación del puente a través de los temas que le han interesado en las múltiples facetas cubiertas en su ya largo camino como autor: el nacionalismo, los estereotipos, las drogas, el campo y la capital, el cardenismo, la música, el Estado y los jóvenes, la revolución mexicana, la radio, los extranjeros en el país, el arte oficial, la televisión, el hispanismo conservador, la versada popular… Es como si este libro ofreciera un concentrado de los intereses característicos de la trayectoria intelectual de Ricardo, que por si fuera poco culmina en el último ensayo, donde éste ofrece el testimonio de su experiencia en la producción de documentales de antropología e historia. Como debe ser en una aproximación de esta naturaleza, el historiador asoma por muchos de sus rincones, y eventualmente también como materia de estudio.

Una de las formas de abordar el conjunto es dividiéndolo en las vertientes convergentes de la representación del país en sus tipos, costumbres y problemáticas hechas por extranjeros y mexicanos. En el primer caso, la nómina de los que se mencionan es impresionante: Teoberto Maler, Désiré Charnay, Carl Lumholtz, Guillermo Kahlo, Hugo Brehme, Gabriel Veyre, Ernesto Vollrath, John Kenneth Turner, Sergei Eisenstein, Hart Crane, Paul Strand, Jack Draper, Ernesto Giménez Caballero, Jesús Díaz Morales, José Bohr, Juan Orol… El segundo conjunto no se queda muy atrás al integrar a Romualdo García, Manuel Ramos, Agustín Víctor Casasola, los hermanos Alva, Salvador Toscano, Jesús H. Abitia, Gabriel García Moreno, Gustavo Sáenz de Sicilia, Fernando de Fuentes, Gabriel Soria, Ismael Rodríguez, Emilio Fernández, Julio Bracho, Alejandro Galindo, Roberto Gavaldón, Emilio Gómez Muriel y Alberto Mariscal, entre otros.

Algunas de las obras de estos creadores provenientes de los lugares más disímbolos conformaron secciones de un influyente bloque de productos culturales, fundamentalmente hecho de imágenes y sonidos, durante el siglo y medio que se aborda. Aunque en nuestros días esos productos han sido hasta cierto punto desplazados por otros, aún no han llegado a tener que considerarse a la manera de restos arqueológicos, pues cumplen funciones secundarias, y debido a su reciclaje en la televisión y otros medios, resultan familiares y pertenecen por nostalgias y otras ataduras al bagaje sentimental de muchos de nosotros. En cualquier caso, esos productos fueron algo así como las tarjetas de visita que se mostraron durante un largo periodo para dar a conocer y promocionar cultural, turística o industrialmente al país.

Ricardo ha expuesto en otros de sus textos la construcción de uno de los más conocidos, el integrado por las figuras estereotípicas del charro y la china poblana, identificadas por un perfil racial y moral, y revestidas por un conjunto de atributos socioculturales como los trajes, los bailes, los caballos, los lienzos charros, las bebidas, las canciones, etcétera. La construcción colectiva de esas figuras, iniciada en los años veinte del pasado siglo y en la que participaron pintores, grabadores, escritores, dibujantes, caricaturistas, músicos, fotógrafos y cineastas, dio lugar a una monumental operación metonímica en la que se identificó al mundo charro como “lo mexicano”, lo que no sólo funcionó para dar una imagen más o menos unitaria del país y de su gente, sino que también dio nueva vida a lo que había sido una práctica aislada de ciertos estados de la república, y en consecuencia proliferaron las iniciativas para promover desde distintos órdenes del gobierno y la iniciativa privada la práctica de la charrería. En otras palabras, el imaginario tuvo el efecto de retroalimentar y ampliar la base empírica de la que había surgido.

Junto a ese arquetipo que fundió en imágenes y sonidos aspiraciones sociales (Ricardo muestra convincentemente las fuerzas conservadoras que lo animaron), hubo en ese periodo otros influyentes productos culturales orientados en conjunto a apuntalar la constitución del nacionalismo posrevolucionario. En este libro aparece uno con el que el autor se manifiesta en profundo desacuerdo: el cacique zapoteca que aparece la película Ánimas Trujano (1961) del director Ismael Rodríguez.

Ese personaje era en realidad heredero y continuador de una amplia serie de representaciones de indígenas americanos lanzada en grabados o lienzos desde mucho tiempo antes en Europa, Estados Unidos y México, en la que se hicieron visibles la astuta Malinche, el valiente Cuauhtémoc, el dubitativo y melancólico Moctezuma y el inocente Juan Diego, entre otros. En el campo del cine estadunidense, esa serie dio lugar a los feroces indios con penachos armados con arcos y flechas que amenazaban las caravanas de los héroes blancos en los westerns, pero también a cintas de supuesta (y falsísima) recreación histórica como El sacrificio azteca (Sydney Olcott, 1910) y La caída de Moctezuma (Henry McRae Webster, 1912).

La representación hecha en esas cintas fue considerada en México como denigrante e impulsó la creación de películas “de revancha” como De raza azteca (Miguel Contreras Torres, 1921) y El indio yaqui (Guillermo Calles, 1926), en las que se invertían los estereotipos y los personajes indígenas alcanzaban, aunque no fueran los protagonistas, altura heroica. Como estos indignados hombres de cine, el antropólogo y arqueólogo Manuel Gamio escribió una obra “de revancha”, Tlahuicole, orientada a combatir las burdas falsificaciones que había visto proliferar en el teatro y el cine. Esa historia de un guerrero tlaxcalteca incorporado al ejército mexica que combatía a los zapotecas fue escenificada y estuvo a punto de ser filmada en los majestuosos escenarios de Teotihuacan donde Gamio realizaba sus trabajos científicos. De acuerdo con los muy bonitos diseños que se conservan, la producción buscaba la fidelidad en cuanto a arquitectura, indumentaria y decorados y, de haberse hecho, su realización podría haber sido inspirada por los estándares de verosimilitud alcanzados por la célebre producción etnográfica de Robert Flaherty Nanook el esquimal (1922).

Sin embargo, el cine de ficción hecho en México no siguió los pasos propuestos por Gamio y lanzó complacientes representaciones de índígenas del pasado o el presente en Tabaré (Luis Lezama, 1917), Cuauhtémoc (Manuel de la Bandera, 1918), Nezahualcóyotl, el rey poeta (Manuel Sánchez Valtierra, 1934), Tribu (Miguel Contreras Torres, 1934), Tabaré (Luis Lezama, 1946) y la mucho más conocida Tizoc (Ismael Rodríguez, 1957). Sobre todas podría decirse lo mismo que Pérez Montfort escribió acerca de Ánimas Trujano: “colección muy completa de lugares comunes”, “superficialidad en el conocimiento de las culturas indígenas”, “fuertes cargas folclorizantes y con una pequeña pizca de conmiseración”… A todo esto, de acuerdo con Ricardo, se sumó en Ánimas Trujano el “terrible miscasting” del japonés Toshiro Mifune como cacique zapoteca, y “la irresponsabilidad, la arrogancia y el desprecio hacia el mundo indígena” mostrados por quienes hicieron la cinta, lo cual en su opinión condujo a “un enorme fraude (…) y un crimen cultural”.

Como vemos, el historiador elige participar en la discusión de los productos sobre los que escribe, contextualizándolos y desmontando sus elementos de forma y contenido, vale decir artísticos e ideológicos. Procedimientos parecidos se dan en este libro en las representaciones de la provincia dirigidas “a evadir los enormes problemas que se ceñían sobre el campo” en el cine de los años treinta; en la religión y las fiestas y tradiciones hispánicas mostradas “con un gran cúmulo de mensajes reaccionarios” en películas de los cuarenta, y en la puesta en escena del tema de las drogas de un modo “moralista y en cierta medida morboso” en la cinematografía local de los sesenta y setenta.

Buen ejemplo, este libro, del historiador de la cultura como apasionado crítico de los procesos que historia.

Texto de presentación en la Cineteca Nacional de México el 9 de mayo de 2023. También participaron en el acto Elisa Lozano, Claudia Negrete y Alejandro Pelayo, además del autor del libro.

El actor Toshiro Mifune en la portada del libro de prensa japonés de Ánimas Trujano. Cortesía de Carmen Vázquez Ribera.
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La producción editorial del CIEC de la Universidad de Guadalajara

Debe haber sido a fines de los años setenta cuando Emilio García Riera viajó a Guadalajara invitado a impartir una conferencia a la que acompañaría la exhibición de una película. García Riera era ya un muy conocido integrante del medio de la cultura cinematográfica capitalina. Publicaba crítica en periódicos y revistas, escribía libros, aparecía en programas de televisión. Además, a diferencia de sus más tímidos compañeros de ruta Vicente Rojo y Gabriel Ramírez, tenía una personalidad arrolladora. No fue así extraño que ese hombre que hablaba enfáticamente con acento español, profundo conocimiento de sus temas y gran sentido del humor resultara fascinante para el proyeccionista de la película que se exhibió el día de la conferencia, Raúl Padilla López, entonces estudiante de la carrera de Historia de la Universidad de Guadalajara. Tampoco sorprende que, una vez convertido en alto funcionario de esa casa de estudios, Padilla invitara a García Riera a trasladarse a vivir con su familia a la capital de Jalisco para crear en 1986 el Centro de Investigaciones y Enseñanza Cinematográficas, más adelante renombrado, por la fundación en la misma universidad de un área autónoma destinada a la enseñanza del cine, como Centro de Investigaciones y Estudios Cinematográficos.

El CIEC fue la primera dependencia universitaria orientada exclusivamente hacia la investigación fílmica en el país. En sus poco más de dos décadas de vida se convirtió en uno de los más importantes archivos de películas (en formato de videocasete), stills, libros y recortes de prensa relativos al cine mexicano. En su seno se formaron investigadores y docentes que continúan activos y quienes también participaron como organizadores, jurados, conductores de debates y cicerones en la Muestra de Cine de Guadalajara, después convertida en flamante Festival Internacional.

Las actividades del CIEC fraguaron, sobre todo, en un proyecto editorial de gran alcance coordinado por Cristina Martín. Sus productos estrella fueron dos obras de García Riera: México visto por el cine extranjero, coeditado en 6 volúmenes con Editorial ERA entre 1987 y 1990, y la segunda versión de la Historia documental del cine mexicano, que entre 1992 y 1997 apareció en 18 tomos como coedición entre la Universidad de Guadalajara y otras instituciones.

México visto por el cine extranjero fue fruto de una impresionante investigación, en su mayor parte hemero y bibliográfica, donde el autor hizo el registro y la historia comentada de las películas estadunidenses y europeas que representaron aspectos de lo mexicano en los casi cien años transcurridos entre 1894 y 1988. Ahí García Riera consideró más de cuatro mil títulos, en la cuarta parte de los cuales jugaba un papel principal lo relativo a México. Esa vastedad lo excusaba de ofrecer conclusiones en la nota introductoria; sin embargo, expresó en ese lugar el siguiente deseo: “ojalá contribuya mi trabajo a dar idea de cuánto ha privado en nuestro siglo una mezcla de prepotencia, codicia, prejuicios, paranoia, ignorancia, intereses egoístas, condescendencia más o menos caritativa y superficialidad turística en la visión de un país por otros más poderosos.”

La primera versión de la Historia documental del cine mexicano fue publicada por ERA en 9 gruesos tomos entre 1969 y 1978. El propósito fundamental de García Riera fue hacer un catálogo comentado de las películas sonoras producidas en el país entre 1929 y 1976, para lo que se propuso consultar directamente el mayor número de cintas posible. Esta elección determinó la estructura básica de la obra, compuesta por bloques de información integrados por tres secciones: la ficha técnica, con título, datos de producción y créditos de los participantes; una sinopsis del argumento, y comentarios que, dependiendo de la importancia concedida por el autor a la cinta, fluctuaban entre unas cuantas líneas y varias páginas. Además, había secciones con stills y otras fotografías publicitarias, introducciones a cada capítulo en las que se contextualizaba la producción fílmica por año, noticias biográficas de personalidades e información de las actividades de los cineastas y actores mexicanos en el extranjero.

La segunda versión de esa auténtica enciclopedia, mucho más amplia y completa que la primera, estuvo intrínsecamente ligada la fundación del CIEC. Por una parte, el trabajo estable en la universidad permitió a García Riera dedicarse casi por completo a la investigación, liberándolo de la demandante actividad periodística (que siguió ejerciendo en pequeña escala, por gusto, en diarios y canales de televisión tapatíos). Pero además contó ahí con un eficiente equipo que contribuyó buscando datos, digitalizando imágenes, corrigiendo erratas, haciendo trabajos mecanográficos e índices y, de manera muy destacada, consiguiendo copias de películas.

Uno de los problemas de la primera versión había sido la inaccesibilidad de las cintas. En los años sesenta y setenta era muy difícil ver siquiera a una porción significativa de las producidas, por lo que el autor tuvo que apoyarse, para reconstruir los repartos y hacer las sinopsis de los argumentos, en los materiales distribuidos para publicitarlas; en cuanto a la sección de comentarios, para las películas que no había podido ver, se valía de críticas aparecidas en distintos medios poco después de los estrenos. Ese uso frecuente de fuentes secundarias contrariaba el propósito de la obra y era una fuente considerable de errores. Sin embargo, fue inevitable hasta que diversos factores –la generalización, a partir de los años ochenta, del video y otros sistemas de reproducción casera; la existencia de canales de televisión por cable dedicados a la transmisión de cine mexicano, y el rescate archivístico de muchas producciones que se creían perdidas– volvieron las películas más accesibles. Los trabajos colectivos de búsqueda y copiado en el CIEC ayudaron a que la segunda versión de la Historia documental estuviera basada en una alta proporción en la consulta directa de las fuentes primarias, lo que la convirtió en una obra con información más completa y con un texto autoral más uniforme que la primera: García Riera pudo documentar directamente 3107 películas de las 3544 producidas en el periodo, es decir, 88 por ciento del total.

El CIEC editó otras cinco colecciones de libros. En “Cineastas de México” aparecieron doce, en “Grandes cineastas” diez y en “Testimonios del cine mexicano”, “El cine en Jalisco” y “Ensayos” once en conjunto. Al llegar a la Universidad de Guadalajara, García Riera incorporó al equipo a dos investigadores ya formados, Eduardo de la Vega y Leonardo García Tsao. Fueron contrataciones muy atinadas, pues entre los tres escribieron para alguna de estas colecciones ¡veinte! títulos, mientras que los demás fueron obra o de jóvenes hechos en el CIEC como Guillermo Vaidovits, Patricia Torres San Martín y Ulises Íñiguez, o de autores provenientes de otros lugares como Julia Tuñón, Alberto Isaac, Tomás Pérez Turrent y Guillermo del Toro.

La colección más perdurable impulsada por García Riera nació y continúa asociada al Festival Internacional de Cine, en el que año con año se rinde homenaje a alguna personalidad sobre la que se edita un libro. En ella han aparecido desde 1996 y hasta el pasado año títulos sobre actores y actrices como María Félix, Silvia Pinal, Marga López, Katy Jurado, Ignacio López Tarso, Ana Ofelia Murguía, Pedro Armendáriz hijo, María Rojo y Daniel Giménez Cacho, pero también ha acogido obras sobre productores (Alfredo Ripstein, Bertha Navarro), guionistas (Vicente Leñero), directores (Jorge Fons, Gabriel Retes, Jaime Humberto Hermosillo) y figuras de otros tiempos (Elena Sánchez Valenzuela, Tin Tan, Sara García). Para no variar, entre sus autores están los investigadores que constituyeron el CIEC.

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Nocturno a Rosario de Matilde Landeta

“Ahora el cine es violencia y sexo, montones de sangre que no resisto. Yo presento amor y romanticismo en oposición a la violencia”, dijo Matilde Landeta, entrevistada por Víctor Bustos en la revista Dicine (marzo de 1993), luego del estreno de su película Nocturno a Rosario. Ahí dijo también, refiriéndose a sus inicios como realizadora en los años cuarenta: “Fui la valiente, la brava que se lanzó en un tiempo en que no querían que yo fuera directora. Los temas que hice tampoco estaban aprobados; eran historias sobre mujeres distintas, no sobre madrecitas abnegadas.” Landeta se refería a sus tres películas previas, Lola Casanova (1948), La Negra Angustias (1949) y Trotacalles (1951), en las que aparecían como heroínas, respectivamente, una mestiza adoptada por un grupo indígena, una negra que alcanzaba grado de coronela durante la Revolución y un par de hermanas con los destinos sólo en apariencia opuestos de prostituirse y casarse por interés con un millonario. Estas tres obras se sumaron al muy escaso catálogo de cintas de ficción dirigidas por mujeres en México, integrado hasta entonces únicamente por La Tigresa (1917) de Mimí Derba, El secreto de la abuela (1928) de Candita Beltrán Rendón, y La mujer de nadie (1937) y Diablillos de arrabal (1938) de Adela Sequeyro. Cuando cuatro décadas después Landeta presentó la que sería su cuarta y última cinta, la situación en el cine era más favorable para las mujeres, en parte gracias a su empeño y al de otras realizadoras posteriores como Marcela Fernández Violante, pero también debido a la constante formación de directoras en las escuelas de cine fundadas en los años sesenta y setenta. Sin embargo, Landeta conservó su gusto por las historias de “mujeres distintas” y en Nocturno a Rosario adaptó libremente una situación real del último tercio del siglo XIX para hacer el retrato de una extraordinaria mexicana ligado a la biografía de un poeta.

Aunque ya no es joven, la muy guapa Rosario de la Peña es enamorada hacia 1870 por varios hombres. Entre ellos se encuentran tres escritores: Ignacio Ramírez El Nigromante, Manuel M. Flores y Manuel Acuña. Ella, mujer culta que gusta recitar versos y organizar tertulias en su casa, no se decide por ninguno. Un doloroso episodio de su pasado, en el núcleo del cual está la violenta muerte de su primer prometido, le impide involucrarse de nuevo en una relación. Para dar una imagen de normalidad hacia los otros finalmente se compromete con Flores, quien tiene una enfermedad y con el que, al menos por un tiempo, no podrá casarse. El Nigromante admite este revés filosóficamente, reconociendo que es muy viejo para ella, pero Acuña es incapaz de renunciar a su amor.

En una fonda donde Acuña y su amigo Juan de Dios Peza suelen comer, cuelga de una pared la reproducción de una imagen que el palurdo hostelero considera una representación religiosa, pero que los jóvenes intelectuales reconocen como una ilustración de los célebres amantes Paolo y Francesca. Acuña dice a su amigo que la imagen de la mujer desnuda –hecha a partir del grabado de Doré para la Divina Comedia– representa a “su” Rosario, lo que no significa, como interpreta literal y prosaicamente Peza, que ya la haya visto sin ropa, sino que el arrebatado amor que siente es similar al que llevó a Paolo a infringir las normas morales de su época para convertirse en amante de una pariente suya (en su periplo por el infierno, Dante y Virgilio los encuentran en el círculo destinado a los lujuriosos). Como Paolo, Acuña está empeñado en ignorar lo que la sociedad, representada por Peza y otros amigos, intenta hacerle ver, que ni por su juventud ni por su condición de estudiante pobre es un buen partido para ella. Ciego a cualquier advertencia, también se resiste a aceptar lo que la misma Rosario le informa, y cuando ésta le confiesa: “Tengo muchos defectos, desvíos”, él responde: “Los adoro todos”.

Acuña obtiene un gran éxito –por el que sus compañeros escritores le otorgan una corona de laurel en el Liceo Hidalgo– con el estreno de su drama El pasado, que ha escrito en el tiempo que le dejan libre sus estudios de Medicina, sus juergas con condiscípulos en las cantinas del centro y sus amoríos con la lavandera Soledad. Como signo de amor, regala a Rosario la un poco ridícula corona de laurel y tiempo después también un “Nocturno” que le ha dedicado. Cuando entrega el manuscrito le dice entre otras cosas que encontrará en él “la verdad de mi pasión”, y al término de su perorata la omnipresente madre de Rosario reconoce: “Es un gran poeta, pues versifica al conversar”. Luego, como para comprobarlo, una vez que él se ha ido, Rosario lee en voz alta los primeros versos:

Rosario se siente halagada y agradece con cortesía estas muestras de admiración, pero está lejos de ser la Francesca que Acuña exige. Y cuando él sobrepasa los límites y quiere forzarla a que lo bese, se ve obligada a pedirle que deje de visitarla. El rechazo sume a Acuña en una aguda tristeza, que refuerza el dolor que padece por la reciente muerte de su padre. Este acontecimiento lo ha impulsado poco antes a escribir el largo poema “Ante un cadáver”, que sus amigos reconocen como una obra maestra y cuyos primeros tercetos se escuchan en over en una escena en la que se ve al joven escritor caminar, atribulado, por un cementerio:

Que el sensible Acuña se entristezca y llore por la muerte de su padre o por el despecho sufrido con su amada resulta coherente con el resto de los rasgos del romántico personaje; es más extraño, sin embargo, que su sirviente Nemesio llore desconsoladamente por la muerte del presidente Benito Juárez. De cualquier modo, en esta representación de la fragilidad de los hombres asoma una perspectiva femenina, la de la directora, que también se muestra, por ejemplo, en la elección de los elegantes y muy bellos atuendos que utilizan las mujeres, como los amplios vestidos con holanes y festones que porta Rosario en las tertulias o como el rebozo utilizado por Soledad en un festejo popular. Para la recreación de la época resultan adecuados los espacios urbanos de la capital que han sobrevivido como casas señoriales, vecindades, la Escuela Nacional Preparatoria y el antiguo Palacio de la Inquisición donde estaba la Escuela de Medicina de la universidad, mientras que el reparto, en el que sobresalen Ofelia Medina como Rosario, Simón Guevara como Acuña y Patricia Reyes Spíndola como Soledad, ofrece un fiel registro de tipos del México decimonónico.

Las últimas escenas de la película se ubican en diciembre de 1873, luego de que Acuña, incapaz de soportar el rechazo de la mujer a la que ama y, tal vez, también el ridículo que ha hecho al perseguir una fantasía con tanta obcecación, se ha suicidado bebiendo cianuro en su precario cuarto de estudiante. La representación del personaje de Rosario también se interrumpe aquí, y aunque su figura ha aparecido con tanta frecuencia como la de Acuña, los rasgos que la caracterizan se resumen en un fascinante objeto de deseo –con los atributos de belleza, inteligencia, coquetería y, por ser soltera, una permanente disponibilidad– alrededor del cual no dejan de revolotear los hombres. Sin embargo, la verdadera Rosario de la Peña vivió todavía unos cuarenta años más, y es una lástima que Matilde Landeta no matizara esa imagen en un epílogo donde se refiriera al último largo periodo de su vida.

Matilde Landeta. Col. Casasola, Mediateca INAH, doc. 278525.

En el ensayo Rosario la de Acuña (Talleres Gráficos de la Nación, 1948), de Carmen Toscano, nos enteramos de que Manuel M. Flores rehusó casarse con Rosario –a pesar de que ésta estaba dispuesta a hacerlo– porque él tenía una enfermedad “vergonzosa”, y que ella lo acompañó solidariamente en su decadencia física hasta que murió, pobre, ciego y atacado por la hidropesía. Ese libro informa que Rosario despertó después la pasión de otros dos poetas, el cubano José Martí y el mexicano Luis G. Urbina, quienes como sus enamorados previos le dedicaron encendidas composiciones, y también que su vida se alargó discreta y dignamente hasta que murió de pulmonía en agosto de 1924, a los 77 años . Parece una ironía que esta mujer que encarnó el ideal femenino de una época no se casara ni, de manera más amplia, sostuviera relaciones amorosas plenas de manera prolongada. Como afirma Toscano, al alimentar la imaginación de los poetas, al convertirse en “albergue espiritual para aquellas soledades”, hizo “un sacrificio de sí misma”.

Carmen Toscano publicó, entre otros libros, los poemarios Trazos incompletos (1934) e Inalcanzable y mía (1936). En 1941 fundó la revista literaria Rueca, orientada a la publicación de textos de mujeres y que salió durante once años. También participó en el campo del cine, como realizadora de la importante cinta Memorias de un mexicano (1950), en la que un guion ficticio narrado en over acompaña a escenas documentales del México de los primeros treinta años del siglo XX filmadas y compiladas por su padre, el cineasta Salvador Toscano. De acuerdo con información obtenida por Julianne Burton, autora del libro Matilde Landeta, hija de la Revolución (Conaculta, 2003), Carmen Toscano contó con la asesoría de la autora de Nocturno a Rosario para editar esa cinta. La colaboración resulta lógica no sólo por las afinidades electivas de esas notables mujeres, sino también porque fueron estrictamente contemporáneas: las dos nacieron en 1910.

Carmen Toscano. Col. Archivo Toscano / Filmoteca UNAM.

La figura de Manuel Acuña trascendió, en parte, en el cine. En 1917, los restos del poeta se exhumaron del panteón de Dolores capitalino y después de rendírseles honores fueron trasladados a Saltillo, su tierra natal. En esa ocasión, el cineasta Eustasio Montoya filmó un documental en el que registró el arribo por tren de la urna y las ceremonias con que fue recibida en la capital de Coahuila. En cuanto a su obra, pocos años después, dirigida por Wilfred Lucas, estelarizada por Lygia de Golconda y Gaston Glass, y con el título Her Sacrifice, se filmó en Estados Unidos una versión de El pasado (1925).

Imagen aparecida en El Pueblo, 26 de octubre de 1917, p. 1. Col. Hemeroteca Nacional Digital de México.
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Testimonios sobre viejos cines de San Miguel de Allende

Inaugurado en abril de 1873, el Teatro Ángela Peralta es el centro de espectáculos más antiguo de San Miguel. Después de varias décadas en que se representaron en él óperas, piezas teatrales, conciertos y números de baile, se lo usó también para ofrecer funciones de cine. Es probable que, como ocurrió con otros teatros importantes de la época como el Peón Contreras de Mérida, este uso llegara a desplazar por completo a los originales. En cualquier caso, según Pepe Garay, quien vivía con su familia en las casas de la fábrica La Aurora a las afueras del pueblo, era durante su infancia el único lugar donde podían verse películas:

San Miguel era lejos (…) Los domingos íbamos a misa de once a San Francisco y por la tarde al cine, al único, el Ángela Peralta, si nos habíamos portado bien. En la noche, cuando volvíamos del cine después de ver películas de espantos, por la calle de Hidalgo, iluminada sólo con dos focos zarandeándose en un cable a mitad del arroyo a distancia considerable uno del otro y después de seguir nuestro camino bajo los árboles de la Calzada de la Aurora, los fantasmas y monstruos nos salían al paso de entre las sombras que se agitaban al compás de nuestros pasos cada vez más rápidos (…) Llegábamos a casa sudando de miedo, con el corazón acelerado, en espera del siguiente domingo de terror y la excitante aventura del regreso.

Teatro Ángela Peralta, San Miguel de Allende, Guanajuato, febrero de 2023. Foto: AM.

Según consta en la Enciclopedia cinematográfica mexicana 1897-1955, publicada en 1957 bajo la coordinación de Ricardo Rangel y Rafael E. Portas, el Cine Ángela Peralta tenía cupo para 1350 espectadores y la empresa a cargo era entonces la Sociedad de Amigos de San Miguel de Allende.

El testimonio de Pepe Garay se recoge en el muy bonito libro Estelas de un tiempo. Cien años en San Miguel de Allende, editado en 2018 por la Corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana en el lugar. La obra, que recopila recuerdos de una treintena de personas acompañados de imágenes antiguas proporcionadas por familias sanmiguelenses, ofrece otras informaciones relativas al cine, como las fotografías de una tertulia en la casa del tenor y actor José Mojica –a quien se debe, por cierto, el primer patrocinio de un orfanato que aún existe–, de Cantinflas toreando en una corrida chusca en un coso local y del tenor estadunidense Mario Lanza paseando en 1954 durante la filmación de Serenata, protagonizada por él. Sin embargo, no da cuenta de la existencia de otros cines.

En la mencionada Enciclopedia de Rangel y Portas se informa que a mediados de los cincuenta el empresario Javier Benavente tenía en San Miguel el Cine Allende. Es probable que fuera este salón al que se refirió el pintor y escultor Brian Nissen en su libro Caleidoscopio. Facetas & Flashbacks, publicado por Lumen en 2017. El autor recordó ahí que pocos meses después de su llegada a México a fines de 1963, decidió radicarse temporalmente en ese pueblo que ya era un polo de atracción para artistas y donde hizo amistad con los pintores Joy Laville y Rogen von Gunten:

Para dar idea de lo diminuto que era, hay que pensar que sólo había un pequeño cine en el centro, donde de vez en cuando, mientras veíamos una película, la pantalla se oscurecía debido a los frecuentes apagones. El público esperaba cinco o diez minutos, y si la luz no volvía, regresaba a casa. En cuanto se restablecía la luz, todos se dirigían de nuevo al cine para ver lo que faltaba de la película.

Nissen recordó que además de cintas mexicanas de los géneros melodramático y de la revolución, vio en ese lugar viejas producciones hollywoodenses como The Crimson Pirate, con Burt Lancaster; también que a la entrada vendían elotes calientes con crema y queso, y que un letrero aconsejaba no tirar los restos al público.

Más adelante surgió el Cine Los Aldama, en la calle San Francisco y a sólo unos pasos de la Plaza Principal. En este caso se dio algo parecido a la común práctica de demoler los edificios de los salones de espectáculos antiguos para hacer estacionamientos o plazas comerciales, pues para edificar el cine el empresario echó abajo, desde la fachada, la antigua casa familiar del héroe de la Independencia Juan Aldama. Como sea, en el amplio recinto se dieron funciones durante varias décadas, proyectándose en su pantalla desde películas de luchadores y rancheras, hasta Dune de David Lynch. En el segundo y el tercer lustro del siglo XXI fue una de las sedes del Festival Internacional de Cine de Guanajuato. Su edificio de dos plantas permanece en pie, pero se encuentra desde hace mucho cerrado. Como también lo está, por remodelación, el Teatro Ángela Peralta, que el próximo abril cumplirá ciento cincuenta años.

Cine Los Aldama, San Miguel de Allende, Guanajuato, febrero de 2023. Foto: AM.

Enlaces

https://www.de-paseo.com/san-miguel-de-allende/item/teatro-angela-peralta/

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=Cine%20Los%20Aldama%20San%20Miguel%20de%20Allende

https://es.wikipedia.org/wiki/Festival_Internacional_de_Cine_de_Guanajuato

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Cines y cinéfilos

La Colección Cuadernos de Cine y Juan Manuel Torres

El 8 de julio de 1960 se creó la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México con la donación, por el productor Manuel Barbachano Ponce, de copias en 16 mm de sus películas Raíces (1953) y Torero (1956), dirigidas respectivamente por Benito Alazraki y Carlos Velo. El promotor de esa fundación había sido Manuel González Casanova, quien desde mediados de los cincuenta impulsaba el cineclubismo y contó, a partir de su designación como director de la Filmoteca, con un instrumento institucional para desarrollar la búsqueda, conservación, restauración y difusión de películas, y poco después también la enseñanza del oficio con la creación del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. Además, González Casanova lanzó la Colección Cuadernos de Cine, destinada a satisfacer las necesidades de información de un creciente grupo de lectores interesado en cintas, cineastas, corrientes o movimientos desde una perspectiva cultural.

En 1962 aparecieron las cinco primeras entregas de esa colección. Exceptuando el folleto J.A. Bardem, en el que se recopilaban datos periodísticos, entrevistas y un fragmento del guion de una cinta del realizador español, las otras cuatro eran fruto de investigaciones originales acerca de asuntos que nadie había hasta entonces tratado con profundidad en México. Impresos en buen papel y en formato pequeño (13 por 19 cm), esos libros que incluían numerosas imágenes y documentadas filmografías comenzaron a nutrir –acompañados a partir de 1963 por los de la Colección Cine Club de Editorial ERA– una estimulante cultura relativa al séptimo arte que resultaba por completo novedosa en un medio en el que hasta entonces se consumían sobre todo los los productos fotográficos y periodísticos destinados a promover el sistema de estrellas.

Junto a las obras de Nancy Cárdenas, Eduardo Lizalde y José de la Colina sobre realizadores activos de las cinematografías polaca, italiana y mexicana, sorprendió la incorporación en los primeros Cuadernos de Cine de un breve texto de Juan Manuel Torres sobre las divas Francesca Bertini, Lyda Borelli, Pina Menichelli y María Jacobini, quienes habían constituido uno de los primeros conjuntos estelares al encarnar a las heroínas o a las vampiresas de una gran cantidad de películas italianas de la década de los diez. Este volumen inició, de hecho, una de las vertientes de la colección, en la que con el correr de los años y en un movimiento paralelo al que ocurría en la Filmoteca con el rescate de cintas en celuloide, se volverían a publicar crónicas olvidadas de Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia y otros escritores, o se recrearían la vida del Salón Rojo capitalino y el periodo en el que llegaron al país el vitascopio Edison y el cinematógrafo Lumière. Durante más de tres lustros, la Colección Cuadernos de Cine llegaría a lanzar 29 títulos bajo la dirección de González Casanova, y aún aparecerían en los años ochenta unos pocos más con otros editores y enfoques.

Juan Manuel Torres nació en Minatitlán, Veracruz, en 1938. En la adolescencia se trasladó a la Ciudad de México, donde estudió la preparatoria, ingresó a la universidad e hizo amistad con los escritores José Carlos Becerra y Sergio Pitol, así como con los cinéfilos que fundaron en 1961 el grupo (y la revista) Nuevo Cine. De entonces data el interés que lo llevó a publicar Las divas y, poco más adelante, a obtener una beca para estudiar en la Escuela de Cine de Lodz, Polonia. Permaneció en esa ciudad seis años, durante los cuales se formó como guionista y director. Simultáneamente, escribía ficciones y traducía a narradores polacos. Cuando regresó a México publicó el libro de relatos El viaje (1969) y la novela Didascalias (1970), pero se dedicó ante todo a la práctica de la televisión y el cine. Entre sus películas destacaron cuatro interpretadas por Meche Carreño, entonces su pareja: La otra virginidad (1974), La vida cambia (1975), El mar (1976) y La mujer perfecta (1978). En marzo de 1980, el escritor y cineasta murió tras un accidente automovilístico ocurrido en la Ciudad de México. Tenía 42 años.

Con el agradecible propósito de rescatar la figura de Juan Manuel Torres, José Luis Nogales Baena y Mónica Braun impulsan la publicación de sus obras completas en la Editorial Nieve de Chamoy. Hasta ahora han aparecido dos volúmenes, coeditados por el gobierno del Estado de Veracruz y la Universidad Veracruzana. El primero salió en 2020 con los cuentos y relatos de Torres, y el segundo en 2021 con sus traducciones de Bruno Shulz y Witold Gombrowicz, y su correspondencia dirigida, sobre todo, a Sergio Pitol. Los dos volúmenes, muy bien cuidados y bellamente diseñados, incluyen estudios, testimonios, fotografías, índices… Se anuncian otros dos, uno dedicado a la novela Didascalias y el otro al cine, que resultarán sin duda, como los ya publicados, de imprescindible y placentera consulta.

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Cines y cinéfilos

Elena Sánchez Valenzuela, periodista

El vespertino El Universal Gráfico salió a la luz el 1 de febrero de 1922. Como sus publicaciones hermanas El Universal (matutino fundado en octubre de 1916) y El Universal Ilustrado (semanario surgido en 1917), dedicó un considerable espacio a los escritos sobre cine. Desde su primer número encontramos la página “A través de la pantalla”, con colaboraciones del periodista que firmaba como Julián Sorel y notas tomadas de publicaciones estadunidenses.

Apenas un par de meses después de haber fundado esa página, Julián Sorel fue remplazado por una joven periodista a quien se presentó de esta forma:

Desde hoy, la señorita Elena Sánchez Valenzuela, inteligente escritora y una de nuestras más aplaudidas artistas de cine, se encargará de esta sección. Para dar mayor realce a las crónicas de las films que se estrenen en México, la señorita Sánchez Valenzuela no solamente se ocupará en la técnica, que conoce bien, y de la parte artística, que sabe apreciar, sino de todos los aspectos del cinema. (El Gráfico, 28 de marzo de 1922, p. 10).

No era la primera vez que Sánchez Valenzuela (nacida en 1900) incursionaba en el comentario cinematográfico, pues en julio de 1919 había escrito unas cuantas notas para El Heraldo de México en las que fundamentalmente delineó perfiles de célebres estrellas como Susana Grandais, Mary Pickford y Francesca Bertini. Pero su interés principal hasta entonces había sido la actuación. Luego de interpretar a la prostituta de Santa (Luis G. Peredo, 1918) y de tener un segundo papel en La llaga (Luis G. Peredo, 1920), la joven partió a Hollywood en agosto de 1920, pensionada por la Secretaría de Educación Pública. En Los Ángeles ingresó a la compañía Universal apadrinada por el actor español Antonio Moreno y fue, de acuerdo con el periodista Carlos Noriega Hope, la primera mexicana que logró trabajar en un estudio “no como simple comparsa, sino como actriz” (El Universal, 18 de marzo de 1921, p. 7). Sánchez Valenzuela regresó a México en septiembre de 1921, dispuesta a ejercer las habilidades adquiridas en Hollywood; de inmediato fue contratada para actuar en la película En la hacienda (Ernesto Vollrath, 1921) y otras producciones. Por su presencia y experiencia se la catalogó entre los mejores prospectos mexicanos de estrella, y se la promocionó con entrevistas, stills de sus escenas en películas y fotos de estudio.

Elena Sánchez Valenzuela y Elvira Ortiz en En la hacienda (Ernesto Vollrath, 1921). Revista de Revistas, 22 de enero de 1922, p. 23.
Elena Sánchez Valenzuela. Compañía Industrial Fotográfica, c. 1921. Mediateca INAH, Fondo Casasola, documento 27828.
Elena Sánchez Valenzuela. El Universal Ilustrado, 15 de septiembre de 1921, p. 14.

Aparentemente por problemas económicos, Sánchez Valenzuela dejó la actuación. Se volcó entonces al periodismo. En El Gráfico escribió notas entre marzo y noviembre de 1922, dejando de lado las aproximaciones a estrellas características de sus colaboraciones para El Heraldo para centrarse en el análisis de estrenos. Sus juicios distaban mucho de ser complacientes. Por ejemplo, escribió sobre la francesa Rosa de Granada (Rose de Granade, André Hugon, 1921):

No me explico cómo pueden traer los alquiladores una obra semejante (…) La película carece en absoluto de belleza; todo parece desarrollarse a través de un velo que no permite apreciar los sets; (…) el gesto de los artistas no puede apreciarse, naturalmente exceptuando los close-ups. (…) esta película, de pésima fotografía, con mala actuación, con muy poco sentimiento en su desarrollo, con una traducción de títulos imperdonable, nos la presentan en nuestros principales salones, no de relleno sino de estreno. (El Gráfico, 1 de abril de 1922, p. 14)

Y sobre la mexicana Luz de redención (Rafael Trujillo, 1922) opinó:

Esta film borra en mí hasta el recuerdo decoroso de nuestra incipiente industria (…) Una sensación de disgusto me invade, después de haber reído de buena gana, como lo hizo también todo, absolutamente todo el auditorio. Y yo que iba dispuesta a encontrar las cualidades, no a buscar los defectos (…) ¡Imposible! Esta película es un atentado enjaretado en los programas, en nombre de la patria. A una cosa como Luz de redención, se protesta por dignidad (…) Yo he pensado mucho en los intérpretes; ellos son las víctimas (…) Sin director, no pueden saber qué cara están haciendo frente al aparato y exageran hasta lo cómico las expresiones. (…) de todo este fracaso el director es culpable. ¿Ese señor no se dejaba guiar ni siquiera por el sentido común? Se anuncia otra película nacional y yo, tengo miedo. (El Gráfico, 29 de abril de 1922, p. 4)

Según revelan sus notas de este periodo, Sánchez Valenzuela apreciaba sobre todo el placer que le procuraba una cinta. Ese placer podía provenir de bellos paisajes, de sets elegantes o de argumentos poderosos como el de Allá en el este (Way Down East, 1920) de D.W. Griffith, cuyos conflictos «de pasión fuerte y sincera» la conmovieron. (El Gráfico, 25 de julio de 1922) Por otra parte, cuando las obras comentadas no alcanzaban a suscitar su interés, ejercía la crónica tradicional explotando sus conocimientos sobre el séptimo arte y los recuerdos de su paso por Hollywood.

La joven practicó de este modo durante 1922 un oficio que sustituyó en algún grado su frustrada pasión por el cine. Pero los tiempos exigían otras actividades y en 1923 la encontramos incorporándose como maestra rural a la cruzada alfabetizadora promovida por José Vasconcelos desde la recién fundada Secretaría de Educación Pública. Un año después regresó a las actividades cinematográficas al ser nombrada supervisora (y luego inspectora) de películas. Y en mayo de 1925 retomó su puesto en El Gráfico, con la columna «El cine y sus artistas», que mantuvo hasta junio de 1929. En su excelente libro Elena Sánchez Valenzuela (Universidad de Guadalajara / UNAM / Cineteca Nacional, 2018), Patricia Torres San Martín resume sus labores en esta etapa diciendo que la periodista “fue perfeccionando su visión, oficio y estilo” al abarcar temas como la evolución técnica del cine y la trayectoria de los más destacados realizadores, así como “la valorización cultural y educacional que el cine fomentó entre su público (…) y el papel que jugaron las actrices y actores como piezas claves para representar valores y convenciones sociales y culturales” (p. 163). De la misma forma que Rafael Bermúdez Zataraín, Marco Aurelio Galindo, Cube Bonifant, Carlos Noriega Hope y otros de sus colegas, la periodista atestiguó la al principio no muy bien recibida transformación del cine silente en sonoro. Una de sus notas fue sobre Submarino (Submarine, Frank Capra, 1928), que comentó así:

Una película sincronizada se estrenó en México con éxito mediocre, porque, dado el precio de las entradas y el anuncio que se había hecho, se esperaba algo más perfecto. (…) no observamos armonía entre la escena y el sonido y, cuando éstos se adaptan, hay una deficiencia enorme. Ahí está ese rumor del mar exaltado, que no produce sino un sonido completamente metálico. Los gritos de alegría de la tripulación cuando se han salvado de morir dos compañeros, no son sino gritos inarticulados, que se reproducen con la misma intensidad cuando en el fondo del mar, casi en agonía, un puñado de hombres es salvado por un buzo que les lleva oxígeno. Es increíble que pueda ser idéntico el timbre de las voces y el tono, que cuando se encontraban sobre cubierta. Además, se da una lata con una musiquilla monótona que, sin ton ni son, se sueltan tocando. Lo mejor de la sincronización es el acompañamiento del jazz de baile. (…) si se exhibe muda, tendrá mejor acogida. (El Gráfico, 4 de mayo de 1929, p. 13)

La carrera de Sánchez Valenzuela culminó con colaboraciones para el periódico El Día entre abril y septiembre de 1935 y para la revista Todo entre mayo y septiembre de 1936; hizo entonces, entre otras, reseñas de las producciones mexicanas sonoras El primo Basilio (Carlos de Nájera, 1934), Redes (Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, 1934) y Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936). La periodista fue así la primera mujer en sostener una columna de tema cinematográfico en la prensa mexicana y una de las escasas presencias permanentes en el gremio durante los más de tres lustros que duró su trayectoria, en los cuales atestiguó la consolidación del predominio del cine estadunidense en la cartelera, la transición del cine silente al sonoro y la irrupción de la industria cinematográfica mexicana, entre otros asuntos. En el libro citado, Torres San Martín reproduce completos unos cincuenta de sus textos y da las referencias de localización de otros tantos.

El conocimiento del medio cinematográfico de Sánchez Valenzuela le permitió la realización del documental Michoacán (1936) y, tras un nuevo viaje formativo a París, la integración de la primera Filmoteca Nacional en instalaciones de la Secretaría de Educación Pública en los años cuarenta. Esta llegó a tener alrededor de trescientos rollos provenientes de las secretarías de Agricultura, Comunicaciones, Defensa Nacional, Economía y Marina, además de obras de productores privados como la Santa de 1918 y algunas películas estadunidenses. (Mariano de Cáceres, «Treinta años después», Cinema Reporter, 13 de noviembre de 1948, p. 16.) Lamentablemente el documental no parece haber llegado a nuestros días y la colección de películas se perdió por la incomprensión y la incuria de miopes administradores.

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Cines y cinéfilos

El Metropolitan Cinematour en la Ciudad de México

En una carta enviada en agosto de 1919 por el catalán Valentín Fius Boladeras al secretario de Gobernación mexicano Manuel Aguirre Berlanga, el empresario ponía a disposición su Metropolitan Cinematour para contribuir a la campaña gubernamental en curso que pretendía “contrarrestar con exhibiciones cinematográficas la reprobable labor que con el mismo sistema hacen algunos individuos en el extranjero para ridiculizar a este rico país”. Aguirre acababa de anunciar una serie de acciones de la administración de Venustiano Carranza contra el cine hollywoodense, al que se acusaba de denigrar a México, y Fius se adhería “a tan laudable fin para dar a conocer dentro y fuera de la República, la vida, civilización, riquezas y costumbres morales de este leal pueblo”. Adjuntaba a la carta una serie de documentos que permitían identificar las características y la trayectoria de este espectáculo que antes de llegar a México se había presentado en diversas poblaciones de España, Portugal y Cuba.

La revista española Adelante documenta que el Metropolitan Cinematour ya funcionaba en Madrid a principios de enero de 1912 y de acuerdo con testimonios citados por Arturo Agramonte y Luciano Castillo, la empresa estaba en La Habana justo tres años después. Un breve viaje marítimo la llevó a la Península de Yucatán, probablemente a mediados o fines de 1918, de donde pasó a otras ciudades mexicanas hasta llegar a Puebla en junio de 1919 y a la capital pocos meses más tarde.

No sabemos si Aguirre Berlanga respondió a la carta, pero el Metropolitan Cinematour se instaló en la céntrica calle 5 de Mayo y precedidas por anuncios en distintas publicaciones ofreció sus funciones inaugurales el 28 de octubre a “autoridades civiles y militares, y a la prensa de esta ciudad”. El espectáculo se mantuvo ahí hasta fines de abril de 1920. Es probable que pasara luego a otras ciudades antes de que, entre febrero y abril de 1921, se presentara en Guadalajara.

Documentos adjuntos a la carta de Valentín Fius Boladeras a Manuel Aguirre Beltrán.

Uno de los espectadores del Metropolitan Cinematour en la capital fue David Alfaro Siqueiros, quien en sus memorias consignó haber sido llevado por su padre a muchas iglesias y también a un cine que “tenía la forma de vagón de ferrocarril y los que vendían los boletos estaban vestidos de ferrocarrileros; los boletos eran como los de tren. Entraba uno y empezaba un movimiento como de viaje por tren. Y en la pantalla aparecía una película de un viaje”. Otro asistente fue el periodista Carlos Noriega Hope, autor de una simpática crónica en la que, entre otras cosas, decía:

Salón cinematográfico construido en forma de coche de ferrocarril. Al fondo está la pantalla, en la cual se proyectan películas de viajes, obtenidas a bordo de los ferrocarriles auténticos. Cuando principia la exhibición el piso se mueve, dando al espectador la impresión de que viaja efectivamente (…)

Una vía de ferrocarril se ofrece a nuestra vista, y el paisaje en verdad, no se diferencia en lo absoluto del de cualquier ferrocarril aborigen. Los rieles se pierden a lo lejos, y mientras nuestro carro se pone en movimiento, brinca el objetivo de un lado a otro del terraplén, sin ningunas atenciones para nuestras sufridas humanidades; bordeamos un precipicio y como en la pantalla se inclina el lente para escudriñar el fondo, los pasajeros sufren y exclaman: “¡Cuidado que nos desbarrancamos sin remedio!” Pero aún no hemos recorrido ni quinientos metros, cuando hay un salto funambulesco en el paisaje, mientras en la pantalla se remedia el desacato con un cartelito que reza: “Se continuará”… Y después, a cada medio kilómetro, indefectiblemente se regalan nuestros ojos con el letrerito de marras. ¿Es, acaso, que vamos topando con muchos túneles? ¿Es que está loco el paisaje? No, señores míos, lo que sucede en buen romance es que la película se encuentra lamentablemente despedazada y maltrecha… a causa, quizás, de tanto viaje. (El Universal, 1 de noviembre de 1919)

El Metropolitan Cinematour ofrecía «excursiones» en dos géneros documentales: el de viajes por tren en distintas zonas del mundo, complementados eventualmente con descripciones de lugares, fiestas y costumbres, y el de paseos por tranvías eléctricos en ciudades importantes. Además de ofrecer esos trayectos “que divierten más que cualquier otro espectáculo y enseñan más que diez libros”, el lugar se caracterizaba por sus “cómodas atenciones al público y magnífica orquesta”. (El Demócrata, 17 de enero de 1920, p. 9)

Para hacer más atractivo el espectáculo, Fius acostumbraba presentar películas filmadas en el país donde se encontraba. Según Agramonte y Castillo, en Cuba mostró Excursión en tranvía realizada en 35 minutos en la ciudad de La Habana y Un viaje a Matanzas. En la Ciudad de México hizo lo propio con Viaje de México a Veracruz, Visita a la Villa de Guadalupe y Un paseo en tranvía por las calles de México; se anunció que esta última, felizmente conservada por la Filmoteca de la UNAM, mostraba “todo lo principal que esta metrópoli contiene en arte, industria, elegancia, ciencia, comercio, etc.” (El Demócrata, 8 de febrero de 1920, p. 9)

El Heraldo de México, 21 de septiembre de 1919, p. 9. Hemeroteca Nacional Digital.
El Demócrata, 28 de octubre de 1919, p. 5. Hemeroteca Nacional Digital.
El Informador (Guadalajara), 24 de febrero de 1921, p. 6. Hemeroteca Nacional Digital.

Referencias

Valentín Fius Boladeras, Carta al Ministro de Gobernación Licenciado Don Manuel Aguirre Berlanga, 29 de agosto de 1919, UTSA Libraries Special Collections. Digital Collections. Sons of the Republic of Texas Kathryn Stoner O´Connor Mexican Manuscripts, doc. 5986.

Arturo Agramonte y Luciano Castillo, Cronología del cine cubano I (1897-1936), Ediciones ICAIC, La Habana, 2022, pp. 145-146.

David Alfaro Siqueiros, Me llamaban el Coronelazo, Grijalbo, México, 1977, p. 29.

http://almadeherrero.blogspot.com/2020/11/metropolitan-cinematour.html

http://historias-matritenses.blogspot.com/2009/11/cine-tren.html

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Cines y cinéfilos

El fotógrafo Julio Sosa y el cine en Torreón

Cuando se preparaban los festejos del Día de la Raza de 1923 en La Laguna, se informó que un cineasta se proponía tomar “varias películas de la concurrencia y personas que tomen parte en el programa”; este incluía una función de box en la que pelearía el púgil foráneo Kid Allen contra el local Vicente El Cargador Aguilar. Si bien las contiendas de este tipo eran más o menos frecuentes, esta se anunciaba como particularmente atractiva:

Nunca como hoy se había despertado tanto entusiasmo en la afición lagunera por presenciar encuentros pugilísticos (…), debido sin duda a que los combatientes (…) se batirán con guantes de cuatro onzas, que nunca se habían usado en la región. Es casi imposible que puedan continuar peleando por largo tiempo después de propinarse los formidables golpes que se deben dar. (El Siglo de Torreón, 12 de octubre de 1923, p. 1)

Estaba previsto que la cinta incluyera, además de escenas de ese encuentro, las reacciones del público y otros detalles del acontecimiento que se calificaba como el “más enorme que registran los anales deportivos de la región”.

Un par de meses más adelante se reveló que el cineasta que había filmado la pelea, así como otros festejos del Día de la Raza, era Julio Sosa, un fotógrafo bien conocido en los ambientes culturales laguneros. Escribe Silvia Patricia Castro Zavala que este

…nativo de la ciudad de Durango, había emigrado a Monterrey en unión de su familia a la muerte de su padre. En esa ciudad tuvo la oportunidad de trabajar tres años en el estudio “El Bello Arte” y aprender fotografía de su propietario, Jesús Sandoval. Según algunas fuentes, Sosa llegó a La Laguna en 1918 y trabajó en Ciudad Lerdo con Teodoro Chairez y después en sociedad con Foto Carlos (…) Finalmente se estableció en Torreón por su cuenta en 1920. (De rollos y balas. Hartford H. Miller y la crónica visual de la Revolución en La Laguna, Archivo Municipal, Torreón, 2001, p. 68.)

Aunque la actividad principal de Sosa era la fotografía de estudio, su curiosidad creativa lo hacía aventurarse en otras disciplinas. En marzo de 1922 un reportero escribió que el fotógrafo había expuesto en los aparadores de un comercio un cuadro que llamó poderosamente la atención “de cuantas personas han tenido oportunidad de verlo” y que revelaba sus “particulares dotes artísticas”. (El Siglo de Torreón, 5 de marzo de 1922, p. 6) Año y medio después, se estrenaba su película en el mejor cine local, el Teatro Princesa.

Además de reproducir escenas de la pelea entre El Cargador Aguilar y Kid Allen, Torreón gráfico incluía un panorama de la ciudad tomado desde el cerro de la Cruz; episodios de un baile de resistencia efectuado en el Cine Royal, con concursantes “porfiando tenazmente por ganar el campeonato”; el interior del Princesa a la hora de una matinée dominical y la salida del público de esa función; un desfile por el boulevard Morelos con “automóviles tripulados por lo más granado de nuestra sociedad”; el conferencista Nemesio García Naranjo “en uno de los momentos más vehementes de su discurso”, así como damas y caballeros que tomaron parte en esa velada; números de ballet por damas de Ciudad Lerdo, y los festejos organizados por la Asociación de Charros de La Laguna, “desde la salida de las reinas del Casino hasta el jaripeo de los famosos charros mexicanos Andrés Becerril y Magdaleno Ramos”. (El Siglo de Torreón, 21 de diciembre de 1923, p. 4)

Anuncio en la cartelera de El Siglo de Torreón, 22 de diciembre de 1923, p. 4.

Puesto que aún no existían servicios técnicos especializados en La Laguna, es probable que la que fue anunciada como “primera película filmada en esta comarca”, fuera procesada en laboratorios de Estados Unidos. Pero en la siguiente cinta local, El Día del Algodón, filmada en 1924 por el ingeniero Enrique Rivera Calatayud, el autor contó con el apoyo de Sosa, quien “la reveló, fijó y copió, cosa que no se había logrado hacer hasta la fecha en la región”. (El Siglo de Torreón, 19 de septiembre de 1924, p. 4) El fotógrafo había además hecho importantes mejoras a su estudio, al importar de Estados Unidos lámparas de luz mercurial “las mismas que en los grandes talleres cinematográficos de Los Ángeles, California, son usadas para tomar esas bellas películas que sorprenden por sus magníficos efectos”. (El Siglo de Torreón, 25 de julio de 1924, p. 1)

Una vez probadas las dos artes mecánicas, Sosa decidió enfocarse en la fotografía y mantuvo durante tres décadas su estudio en Avenida Morelos 1114. Cuando murió, en octubre de 1950, fue reconocido como un consumado artista de la cámara que había hecho incontables imágenes de personas y lugares en La Laguna, fungido como cronista visual en reportajes periodísticos y obtenido premios en exposiciones nacionales y del extranjero; por otra parte, era estimado en todos los círculos sociales por sus “magnífico carácter y bondad” así como por estar siempre dispuesto “a otorgar un favor y a hacer un servicio”. (El Siglo de Torreón, 21 de octubre de 1950, p. 21)

Sosa no parece haber hecho otras cintas que se exhibieran en cines, pero muchas de sus fotografías son testimonios invaluables de la vida cinematográfica lagunera de los años veinte, treinta y cuarenta, al registrarse en ellas las visitas de intérpretes y otros integrantes del mundo de las películas, los usos diversos de los salones de cine y las actividades de las empresas locales. Se reproducen aquí unas cuantas de esas imágenes, pertenecientes al fondo de negativos resguardado en el Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza S.J. de la Universidad Iberoamericana sede Torreón.

Julio Sosa, Orquesta en el foro del Teatro Isauro Martínez, Torreón, c. 1935.
Julio Sosa, Manifestación frente al Teatro Princesa, Torreón, c. 1935.
Julio Sosa, Pleno agrario en el interior del Teatro Princesa, Torreón, 19 de septiembre de 1936.
Julio Sosa, Empleados del Cine Modelo, Torreón, 7 de diciembre de 1937.
Julio Sosa, Fachada de la Cinematográfica de Torreón S.A., 1945.
Julio Sosa, Empleados en el interior de la Cinematográfica de Torreón S.A., 1945.
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Cines y cinéfilos

El ciudadano Kane por Cube Bonifant

Aunque Cube Bonifant (1904-1993) escribió cuentos y poemas, e incursionó en la actuación para el cine en la película La gran promesa, dirigida por Carlos Noriega Hope en 1922, encontró su vocación en el periodismo. Durante casi treinta años, esta sinaloense afincada desde niña en la Ciudad de México publicó notas para secciones dirigidas a mujeres y columnas de crítica cinematográfica hasta convertirse en una de las más reconocidas periodistas de la primera mitad del siglo. En la introducción a una antología de sus escritos, Viviane Mahieux calcula conservadoramente que entre 1921 y 1949 Bonifant envió unas dos mil colaboraciones a diarios y revistas de la capital.

En lo que respecta a la crítica de cine, el nombre de Cube Bonifant o sus seudónimos Luz Alba y Aurea Stella aparecieron con frecuencia en el diario El Mundo entre 1922 y 1923, y los semanarios El Universal Ilustrado (o Ilustrado) entre 1927 y 1940, Rotográfico entre 1928 y 1929 y Todo entre 1940 y 1949. Bonifant no fue la primera mexicana que emprendió el comentario periodístico de películas pues, como muestra Patricia Torres San Martín, la precedió en ese empeño Elena Sánchez Valenzuela. Sin embargo, la sinaloense tuvo una trayectoria mucho más larga que ésta, cubriendo, entre otros procesos, el apogeo comercial de Hollywood, la sorprendente irrupción de las cintas soviéticas y del expresionismo alemán, la incorporación de Ramón Novarro y otros connacionales al cine de Estados Unidos, la transición del silente al sonoro, el lanzamiento de las películas en castellano y la creación de una exitosa industria en México. Pero si tenía constancia y era una acuciosa observadora de lo que importaba, Bonifant no era complaciente. Al contrario, la caracterizaban la honestidad crítica, la agudeza y el rigor en el juicio. Un reportero la definió como “una mujer que piensa (…), dice siempre la verdad, (…) a veces es irónica y cruel y se divierte jugando con las falsas glorias de los consagrados” (Aldebarán, El Universal Ilustrado, 5 de junio de 1924, pp. 18-19).

El Universal Ilustrado, 23 de junio de 1921.

Junto con otros periodistas, Bonifant dirigió el Ilustrado desde 1934 hasta que, a mediados de 1940, ese importante semanario dejó de publicarse. Entonces Cube tuvo que buscar nuevos horizontes. Un indicador del respeto que se tenía a su trayectoria fue que no pasara a una de las revistas surgidas para apoyar la industria de la “época de oro”, sino que fuera contratada por el semanario de política y cultura Todo, donde escribían José Vasconcelos, Alfonso Reyes y otros destacados autores. Ahí la periodista renunció al seudónimo Luz Alba (como sugiere Mahieux, tal vez para evitar ser confundida con una actriz de teatro y cine que también lo usaba) y escribió bajo su nombre la columna “Entre las sombras que hablan”, que comenzó a aparecer en septiembre de 1940 y se alargó casi sin interrupciones, cada semana, hasta diciembre de 1949. Puesto que en sus colaboraciones comentaba dos, tres o hasta cuatro películas, Bonifant debe haber hecho el registro crítico de unas mil quinientas en esa década. Una de ellas fue El ciudadano Kane, que vio en el Cine Magerit, donde esta primera obra dirigida por Orson Welles fue estrenada el 6 de junio de 1941.

Referencias

Cube Bonifant, Una pequeña marquesa de Sade. Crónicas selectas (1921-1948), introducción, selección y notas de Viviane Mahieux, UNAM / Conaculta / DGE Equilibrista, México, 2009.

Patricia Torres San Martín, Elena Sánchez Valenzuela, Universidad de Guadalajara / Cineteca Nacional / UNAM / Secretaría de Cultura, Guadalajara, 2018.

Texto publicado bajo otra forma en Pulsar. Revista de reflexión fílmica, núm. 1, julio de 2019

Todo, 12 de junio de 1941, p. 50

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Cines y cinéfilos

El vate Frías y los primeros géneros de la poesía cinematográfica en México

El cine hizo su aparición en la cultura letrada mexicana en las publicaciones finiseculares que dieron noticia del novísimo espectáculo. Luis G. Urbina, José Juan Tablada y Amado Nervo escribieron crónicas en las que aquilataron las enormes posibilidades que el invento podía llegar a tener como diversión pública, como instrumento para hacer el registro objetivo de la realidad e incluso como competidor del libro. Apropiándose metafóricamente de las cualidades narrativas del medio, el cronista Ángel de Campo llamó a su columna “Kinetoscopio”.

Sin embargo, esta recepción inmediata no incluyó poemas. Hubo que esperar a la irrupción del star system a mediados de la primera década del siglo para que aparecieran versos inspirados por la belleza de las actrices italianas y francesas, una clara extensión, por cierto, de los que desde hacía mucho se dedicaban a intérpretes locales de ópera, teatro o variedades. En un soneto de alrededor de 1915 se lee: “Yo, el obscuro bohemio y el poeta, / desde la más recóndita luneta / seré quien más te ama y más te admira; / y pienso así tras de mi encanto breve: / ¡Dichoso aquél que junto a ti respira / y el dulce néctar de tu boca bebe!” El autor se llamaba Arturo L. Castañares y sus versos celebraban a la diva italiana Francesca Bertini, protagonista de dramas como Assunta Spina (1915) y Tosca (1918). A partir de entonces otros bohemios comenzaron a diseminar en periódicos y revistas versos dedicados a las actrices, que conformaron con el correr del tiempo uno de los géneros importantes de la poesía cinematográfica. Éste contó después con ilustres practicantes eventuales como Alfonso Reyes y Carlos Pellicer, y Efraín Huerta lo convirtió en una de las principales vertientes de su obra; pero el género conservó uno de sus principales fundamentos en los colaboradores de los fan-magazines, los trovadores de cantina y otros espontáneos versificadores, llegando en algunos casos a producir obras tan célebres como la canción “María bonita” de Agustín Lara, inspirada, como se sabe, por la actriz María Félix.

El otro género importante de la primera poesía cinematográfica en México fue el de la crónica rimada que describe las actividades del público en el interior de los salones. Ya en enero de 1912 un periodista llamado Carlos Miranda publicó en la revista Novedades un poema dialogado en el que una muchacha se defiende, en la oscuridad de un cine, de que la toque un desconocido: “–Oiga usted: las manos quietas, / joven, que no soy guitarra. / –Perdone usted, señorita, / pero cualquiera se engaña / con esta luz misteriosa / que se enciende y que se apaga.” De mayor altura fue “Cinematógrafos de barrio”, aparecido a mediados de los años diez en el libro Holocaustos de José de Jesús Núñez y Domínguez; poema sobre el que dijo Ramón López Velarde (por cierto, admirador de la misma Bertini que había merecido los versos de Castañares), que era “el documento cinematográfico de nuestras letras” y una “justa página que yo firmaría” (Revista de Revistas, 14 de enero de 1917). Escritores como Francisco González León, Xavier Villaurrutia y Jaime Sabines añadirían tiempo después nuevas piezas a esta tradición, también practicada por escritores menos conocidos. Un poema de este género apareció en el vespertino El Universal Gráfico el 16 de noviembre de 1929 bajo el título “El inspector de besos”; lo firmaba El licenciado Vidriera, es decir, el queretano José Dolores Frías.

José Dolores Frías. Dibujo de Audiffred. El Universal Ilustrado, 20 de noviembre de 1924, p. 24.

“El inspector de besos” era un comentario lírico a una disposición municipal, que en parte decía:

Entre 1917 y 1934 aparecieron una veintena de colaboraciones de Frías dedicadas al cine, que incluyeron poemas, crónicas, críticas de películas y entrevistas con los célebres Max Linder, Rodolfo Valentino y Dolores del Río. En su libro Forjadores de la revolución mexicana, Juan de Dios Bojórquez (o Djed Borquez), hizo esta semblanza del periodista conocido bajo el sobrenombre de El vate:

Entre los representativos de la bohemia de México, hay tipos dignos de estudio y de la simpatía de las nuevas generaciones. (…) Para el año de 1930, quienes tenían mayor fama por su devoción a la vida nocturna, eran el atildado vate José D. Frías y el apocalíptico Rafael Vera de Córdova.

Nacido en Querétaro, José Dolores fue seminarista (…) Sabía bastante latín y con frecuencia soltaba citas de Virgilio o de Horacio. Como vivió pobre, cuando se veía con algunos centenares de pesos exclamaba: “Me abruma la mosca”. Si se le reprochaba por haber ingerido licores en demasía, para defenderse usaba esta expresión: “Mínimos fragmentos de cognac” (…)

El vate Frías, en medio de su pobreza, era pulcro. Gustaba de vestir bien. Casi siempre de negro y con sombrero de alas anchas, por lo que se asemejaba a Ramón López Velarde. Usaba gruesos quevedos, a veces con una negra cintilla (…)

El vate era mucho más poeta de lo que él mismo creía (…) Nunca hizo alarde de los aciertos de su inspiración. Apoyado por uno de sus mecenas, reunió en un tomo lo mejor de su producción (…) Leyéndolo puede comprobarse el gran valer de este queretano (…) que se nos murió todavía joven, misteriosamente, en una vulgar comisaría.

El volumen aludido se titula Versos escogidos (1933). Frías recogió en él una pieza escrita en memoria de Barbara LaMarr, estrella de Hollywood que luego de participar en una treintena de cintas murió, en enero de 1926, consumida por un desenfrenado ritmo de vida. (Por cierto, en El prisionero de Zenda, dirigida por Rex Ingram en 1922, LaMarr alternó con el joven astro mexicano Ramón Novarro.) A esa elegía escrita por alguien que, como Castañares, se asumía como un “oscuro bohemio” enamorado de las sombras de la pantalla, pertenecen las siguientes estrofas:

Fuentes

Kinetoscopio. Las crónicas de Ángel de Campo, Micrós, en El Universal. Estudio preliminar, compilación y notas de Blanca Estela Treviño García, UNAM, México, 2004.

Manuel González Casanova, Los escritores mexicanos y los inicios del cine, 1896-1907, El Colegio de Sinaloa, Culiacán, 1995.

Ángel Miquel (selección y notas), Los poetas van al cine, Ediciones Sin Nombre, México, 1997.

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Cines y cinéfilos

En el cine de México de Pío Caro y el Festival de la Memoria

El encuentro casual de un libro en la Biblioteca del Orfeó Catalá de la Ciudad de México me llevó a recordar hace unos días un proyecto no realizado. El libro es El neorrealismo cinematográfico italiano publicado por la Editorial Alameda capitalina en 1955 y el proyecto uno dedicado a homenajear a su autor, Pío Caro, en el Festival de la Memoria de 2008.

Mi amiga Alejandra Islas creó y encabezó en el estado de Morelos el Festival de la Memoria. Ese extraordinario certamen centrado en la exhibición de documentales iberoamericanos no logró convocar los patrocinios de los que basan su atractivo en el glamour de las estrellas y los directores, y no, como en este caso, en el testimonio, la reflexión y la crítica. Sin embargo, sobrevivió durante más de una década (diez ediciones entre 2006 y 2016) gracias al empeñoso trabajo de Alejandra y su equipo, integrado en parte por profesores y estudiantes de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Se exhibieron en él, en un cálculo aproximado, unos mil documentales producidos en todos los rincones de América Latina y España.

Para la segunda edición del Festival de la Memoria, celebrada en Tepoztlán en mayo de 2008, fueron seleccionadas 90 películas, 36 de las cuales compitieron por la estatuilla “Zapata” en las cuatro divisiones de la Sección Oficial: “Memoria y rebeldía”, “Identidades”, “Arte” y “Ciencia y ecología”. Entre las personalidades invitadas ese año estuvieron el documentalista argentino Humberto Ríos, la activista social coahuilense Rosario Ibarra de Piedra y los historiadores del cine Aurelio de los Reyes, Rafael Aviña y Eduardo de la Vega. También se pensó entonces hacer un homenaje a Pío Caro Baroja, escritor, cineasta y editor español que vivió unos años en México y quien en colaboración con el camarógrafo Walter Reuter filmó en 1955 su primera cinta, precisamente en la misma población donde se realizaría el evento.

Quedé encargado de buscar El carnaval de Tepoztlán para exhibirla en el Festival y también de armar un libro con textos de Pío Caro que se regalaría a los asistentes. La película no estaba en la Cineteca Nacional, la Filmoteca de la UNAM ni el Archivo Etnográfico del INAH, pero al menos aparecieron en el archivo personal de Walter Reuter unas fotografías del carnaval de Tepoztlán hechas por él durante su visita al lugar en 1955 y que podían pasar como imágenes de rodaje. Gracias a la amabilidad de Heli Reuter y Gilberto Chen algunas de esas imágenes se ampliaron y expusieron en el vestíbulo del Auditorio Ilhuicalli donde se llevaban a cabo las funciones de la Sección Oficial y dos de ellas también se reprodujeron para obsequio del público en tarjetas postales, junto con otras fotos antiguas proporcionadas por familias de Tepoztlán. Por otro lado, encontré en la Hemeroteca Nacional una treintena de colaboraciones publicadas por Pío Caro en el periódico Claridades entre 1953 y 1955. Entre ellas había algunas muy interesantes referidas al neorrealismo italiano o las cinematografías española y mexicana que, junto con materiales relativos al país publicados posteriormente por el autor en su libro El gachupín, me permitieron establecer la siguiente propuesta:

Presentado sin éxito a posibles patrocinadores, el proyecto no cuajó. Tampoco se pudo invitar a Pío Caro a festejar su octogésimo aniversario en Tepoztlán. Los documentos recopilados quedaron en una carpeta y con el tiempo se cubrieron de densas capas de olvido. Ahora reaparecieron azarosamente tras el encuentro con un ejemplar de El neorrealismo cinematográfico italiano en la Biblioteca del Orfeó. Además de las fotocopias de los textos a incluir en el libro y el guion del proyecto, en la carpeta estaba una imagen que mi amigo Eduardo de la Vega calificó como “magnífica e histórica” debido a que en ella aparecen algunos de los principales artífices del primer cine independiente mexicano: en primer plano, Pío Caro, Carlos Velo, Manuel Barbachano Ponce y Walter Reuter; atrás, Fernando Gamboa. Su fecha aproximada, 1954.

Enlaces

https://www.morelosturistico.com/espanol/pagina/z_396_2o._Festival_de_la_Memoria.php

http://correcamara.com/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=366

https://dbe.rah.es/biografias/55112/pio-caro-baroja

https://www.cndh.org.mx/noticia/nace-maria-del-rosario-ibarra-de-piedra-pionera-en-la-defensa-de-los-derechos-humanos-la

https://es.wikipedia.org/wiki/Alejandra_Islas

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Cines y cinéfilos

Un cuento de Conchita Urquiza

El 28 de febrero de 1926 el semanario Revista de Revistas lanzó el concurso «La Novela del Cine». En él se invitaba a los lectores a escribir textos de entre ocho y doce páginas derivados de las impresiones que les despertara la contemplación de una película estrenada en la semana en la Ciudad de México. Se ofrecía a los ganadores un premio de veinticinco pesos y la edición de su relato en la revista.

Las publicaciones periódicas mexicanas aprovechaban desde hacía tiempo la creciente popularidad del cine para atraer lectores con certámenes diversos. En 1920, El Universal Ilustrado lanzó el de «La reina del cine» con el objetivo de determinar cuál era la estrella con más arraigo local. El semanario ofreció cincuenta pesos al mejor voto razonado y una serie de postales con la efigie de la triunfadora a quienes hubieran votado por ella. La competencia duró dos meses, luego de los cuales se reveló la preferencia del público por la diva italiana Francesca Bertini, quien obtuvo 3650 votos, seguida de lejos por las norteamericanas Mabel Normand con 1359 y Pearl White con 210. A este certamen siguió unos meses después en El Heraldo un «Gran concurso de ojos», en el que el público asistente al cine México capitalino debía depositar en una urna los cupones aparecidos en el diario para votar por los que le parecieran más bonitos de los previamente filmados entre muchachas concursantes; a las ganadoras, Magda San Juan, Elvira Grajales y Enriqueta Caballero, correspondieron, respectivamente, los siguientes premios: una victrola de gabinete, una victrola de mesa y un fonógrafo. En 1923, el periódico El Demócrata lanzó una contienda, junto con el cine Olimpia y la compañía norteamericana Paramount, para determinar qué joven habría de ser becada durante un par de meses para estudiar en Los Ángeles rudimentos de actuación, con vistas a integrarse a su regreso a alguna de las productoras locales, necesitadas urgentemente de figuras estelares; la guerrerense Honoria Suárez triunfó con nada menos que 215 266 sufragios, pero aunque estos le valieron el paso por un estudio hollywoodense no se obtuvo el resultado previsto, pues a su vuelta al país la llamada «Estrella del sur» no logró trascender.

A esta corriente de iniciativas periodísticas perteneció «La novela del cine». Es posible que sus promotores también tuvieran en mente estimular la escritura de novelas derivadas de argumentos de películas, práctica que en España y otros países era común y daba lugar a un comercio permanente de novelizaciones ilustradas con fotografías de intérpretes. Y por otro lado con ese concurso Revista de Revistas incentivó la producción de obras narrativas locales de todos los géneros, algo que desde unos años antes realizaba su rival El Universal Ilustrado con la colección «La novela semanal». Por cierto, en ésta, además de salir obras destacadas como Los de abajo de Mariano Azuela y La señorita etc de Arqueles Vela, aparecieron dos de los principales libros mexicanos referidos al cine en esa década: la novela Che Ferrati inventor de Carlos Noriega Hope y la colección de cuentos La penumbra inquieta de Juan Bustillo Oro.

Revista de Revistas, 28 de febrero de de 1926, p. 5.

«La novela del cine» tuvo breve duración. Sus convocatorias, que aparecieron hasta fines de abril de 1926, llevaron a la edición de seis novelas cortas, firmadas respectivamente por María Luisa Sáinz, José F. Mendizábal, Teresa de Alba, Joaquín Gómez Vega, Guillermina Llach y Conchita Urquiza. Esta última presentó bajo el seudónimo Santiago Damián el relato «Moby Dick» que se reproduce abajo y que fue inspirado por la película La bestia del mar (The Sea Beast, Millard Webb, 1926) interpretada en los papeles principales por John Barrymore y Dolores Costello.

Cuando ganó el concurso, la michoacana Urquiza tenía sólo dieciséis años; sin embargo, era ya una competente escritora que publicaba regularmente poemas y reportajes. Puede decirse que el premio contribuyó a abrirle las puertas de la industria del cine, pues al año siguiente de obtenerlo fue contratada por el departamento de publicidad de la Metro-Goldwyn-Mayer y pronto comenzó a publicar crónicas cinematográficas en revistas estadunidenses de gran tiraje como Cinelandia. A principios de los años treinta –antes de tener la crisis existencial que la condujo temporalmente a un convento y a escribir, en adelante, poesía mística–, la escritora colaboró en las páginas cinematográficas de los diarios mexicanos El Universal y El Nacional. En 1939 adaptó para una película dirigida por Alejandro Galindo el libro Corazón, de Edmundo D´Amicis.

Enlaces

https://es.wikipedia.org/wiki/Concha_Urquiza

https://www.academia.edu/7285378/Concha_Urquiza_y_el_cine

Revista de Revistas, 25 de abril de 1926, pp. 33 y 40.

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Cines y cinéfilos

El cine en la región de La Laguna, México (1897-1914)

Entre los primeros exhibidores itinerantes que a fines del siglo XIX viajaron por el norte del país con cargamentos cinematográficos estuvieron James H. White y Frederick W. Blechynden. Provenientes de Estados Unidos como representantes de la casa Edison, esos empresarios no hicieron negocios en La Laguna, pero pasaron por otras regiones del estado y –como informa Juan Felipe Leal– filmaron en 1898 en la hacienda de La Soledad de Sabinas las dos primeras vistas coahuilenses, Ganado saliendo del encierro y Corrida de toros.

Otros exhibidores itinerantes que promovían el cinematógrafo, como se designó al sistema patentado por la empresa francesa Lumière, también hicieron breves películas en Coahuila. Existe constancia de la proyección en mayo de 1899 de la vista Toros en el Saltillo, hecha por Guillermo Becerril. El francés Carlos Mongrand, quien se hacía llamar “Rey de los cinematógrafos”, pasó por la capital del estado dos años después e hizo ahí 2 de abril de 1901 y Teatro Acuña y Plaza de los Hombres, descritas de esta forma en un programa reproducido por Leal: “Desfile de la Banda Municipal y de los alumnos de la Escuela Correccional delante del Palacio de Gobierno del estado”, la primera; y “se ven muchas personas saliendo del teatro y la estatua del Padre de la Patria, el inmortal cura Hidalgo”, la segunda. En enero de 1904, Salvador Toscano filmó Calle del Teatro en el Saltillo e Iglesia en el Saltillo, exhibidas por él más adelante en otros sitios. Y Enrique Rosas hizo en agosto de 1905 una gira en la que proyectó Toros en el Saltillo y Valle Grande, cantón de Coahuila.

Becerril, Mongrand, Toscano y Rosas acostumbraban regresar a las poblaciones donde habían hecho negocios. Entre sus destinos habituales estaban ciudades de la región centro-norte como Saltillo, Durango, Monterrey, Aguascalientes, San Luis Potosí y Zacatecas, lo que hace muy probable que al menos alguno de ellos visitara regularmente La Laguna. Sin embargo, no existe constancia de que en los diez primeros años del siglo XX hubiera en esa región exhibiciones suyas y tampoco de que algo les interesara al grado de suscitar su registro en celuloide. Sólo el paso del presidente Porfirio Díaz en su camino a Ciudad Juárez para entrevistarse con el presidente norteamericano William Taft dio lugar a la toma de la escena de una “manifestación popular” organizada para verlo a su paso por la estación de Gómez Palacio, incorporada a la película de los hermanos Alva Entrevista Díaz-Taft (1909).

Esta situación cambió a partir de que la figura del coahuilense Francisco I. Madero cobró trascendencia noticiosa al encabezar la revolución que derrocó al régimen de Porfirio Díaz. Las circunstancias de la acción decisiva de esa victoria, la toma de Ciudad Juárez, Chihuahua, ocurrida en mayo de 1911, fueron retratadas por fotógrafos de prensa y camarógrafos mexicanos y estadunidenses. Y cuando el caudillo se dirigió por tren de la frontera al centro político del poder, deteniéndose en varias poblaciones del estado de Coahuila, fue filmado por Toscano. Naturalmente esas imágenes tenían para el público local el atractivo de incluir, además de a los jefes revolucionarios y sus fuerzas, espacios geográficos, ambientes urbanos y hasta vecinos reconocibles.

Fotogramas e intertítulos de una película de Salvador Toscano, junio de 1911. Filmoteca UNAM, fondo Toscano

Entre julio y septiembre de 1911 Toscano realizó una gira por la zona. Sobrevive uno de sus programas en Gómez Palacio, así como informaciones diversas consignadas en la correspondencia que el empresario enviaba a su madre, Refugio Barragán, quien regenteaba un cine en Puebla. De acuerdo con esas cartas, Toscano mostró imágenes sobre Madero y sobre su probable competidor en las elecciones, el general Bernardo Reyes, en Torreón, Monclova, Sabinas, Piedras Negras y otros lugares de Coahuila.

Esas proyecciones, realizadas también en otros estados del país, acompañaron a las campañas de propaganda de los candidatos y, más adelante, a las elecciones. Una vez que en noviembre Madero fue designado presidente y Venustiano Carranza gobernador el estado, es probable que también pasaran por las pantallas laguneras otras cintas documentales recientes, como las de género celebratorio que mostraban a Madero luego de su toma de posesión, o las de género histórico que comenzaron a elaborar Toscano y otros cineastas para tratar de comprender la transición en la que el viejo dictador había sido obligado a dimitir por el movimiento encabezado por el caudillo coahuilense. Pero la región no volvió a mostrarse en cine hasta después de que en febrero de 1913 Madero fue asesinado en la capital y Carranza llamó a una nueva revolución contra el régimen de Victoriano Huerta. Ferozmente atacadas y defendidas por unos y otros, las estratégicas ciudades de Torreón, Gómez Palacio y Lerdo se convirtieron durante muchos meses en importantes fuentes noticiosas. Visitaron la zona reporteros de la prensa escrita y gráfica, así como camarógrafos que hacían documentales y cápsulas para noticieros.

Entre quienes se interesaron en filmar los acontecimientos destacó la productora estadunidense Mutual. Sus camarógrafos se trasladaron a la frontera, donde en enero de 1914 filmaron escenas de la batalla de Ojinaga, Chihuahua, en la que las tropas constitucionalistas comandadas por Francisco Villa vencieron a un destacamento del ejército federal. Unas semanas más adelante se informó que los mismos cineastas se dirigían a Torreón, en los trenes de las tropas revolucionarias, donde esperaban filmar una nueva batalla.

A esta información proporcionada por la Mutual se añadía que el presidente de la empresa, Harry E. Aitken, deslumbrado por el carisma del caudillo, había dispuesto filmar una cinta sobre él que incluyera un esbozo biográfico y un seguimiento de su campaña. Esto se hizo explícito en los días siguientes, cuando otro anuncio ofreció “emocionantes películas de la guerra mexicana, hechas bajo contrato exclusivo con el general Villa”, y en las que se retrataba a las tropas rebeldes en su ruta hacia el sur. Más adelante un nuevo material publicitario de la empresa ofreció en venta el registro cinematográfico de la batalla de Torreón, al que se informaba que seguiría una película en proceso titulada The Life of Villa (La vida de Villa), que sería protagonizada por Raoul Walsh y dirigida por Christie Cabanne.

Cuando esas cintas fueron terminadas se unieron en un solo paquete, vendido como The Battle of Torreon and The Life of Villa (La batalla de Torreón y La vida de Villa). Una compañía creada al calor de los acontecimientos, la Mexican War Film Company, reveló que había pagado a la Mutual “una enorme cantidad” por los derechos para distribuir esa obra “filmada bajo fuego” que, en una longitud de siete rollos “llenos de palpitante emoción”, incluía “cientos de escenas” tomadas en las batallas de Torreón y otros lugares, así como “la trágica juventud y las aventuras de este magnífico guerrero, el mayor genio militar desde Napoleón”. Entre otros documentos relativos a esta obra, Aurelio de los Reyes reproduce una nota escrita por A. Danson Michell tras su estreno en el Lyric Theater de Nueva York, en la que se revelan algunas características de su forma y contenido:

Propiamente hablando son dos películas (que) se exhiben como una, sólo un título las separa. La batalla de Torreón (…) se exhibe primero y no es muy larga. (Luego sigue) el drama de La vida del general Villa (…)

Se muestra muy poco de la batalla real de Torreón. Hay varias escenas que muestran las descargas de rifles, los duros golpes de las avanzadas de los soldados y la incineración de cadáveres después de la batalla. Se sabe que muchas escenas fueron teatralizadas, pero es difícil distinguir cuáles son reales y cuáles fueron posadas.

Considerando las dificultades bajo las que trabajaron los camarógrafos, la fotografía es inusualmente buena. El desierto alcalino y el humo de los rifles alteran la claridad de las imágenes, pero no lo suficiente para debilitar su impacto.

The Moving Picture World, 4 de julio de 1914, p. 20.

Hay registros de que una película en tres rollos titulada Toma de Torreón pasó en cines durante la ocupación de la Ciudad de México por los ejércitos de Francisco Villa y Emiliano Zapata en 1915. Se trataba sin duda de una edición reducida, seguramente compuesta sólo de escenas documentales, de la hecha por la Mutual un año antes. Esto sugiere que también se proyectó como propaganda de esas fuerzas en otras de sus zonas de influencia. En particular, es lógico suponer que fuera exhibida en algún espacio lagunero. Era oportuno desde la perspectiva comercial mostrar, en la zona donde ocurrieron, los enfrentamientos sostenidos entre doce mil efectivos del ejército federal y quince mil revolucionarios comandados por Villa; una encarnizada contienda que se alargó por doce días durante los cuales periodistas y cineastas tuvieron que enfrentar duras condiciones, sin comida, sin agua, rodeados de disparos, muerte y destrucción.

Dada la trascendencia noticiosa de la revolución, Fritz Arno Wagner, Frank Jones y otros cineastas extranjeros se trasladaron a México. Pero sus filmaciones se disolvieron en los noticieros norteamericanos o fueron sobre episodios irrelevantes o caudillos poco conocidos; en cualquier caso, pasaron casi desapercibidas en el país. En cambio, las películas sobre Madero y Villa fueron significativas en dos sentidos distintos. Durante unos meses, fueron utilizadas por los cineastas como eficaces ganchos comerciales y quizá por los propios caudillos como instrumentos de propaganda; y a largo plazo, se volvieron referencias fundacionales de la representación de un espacio que, sin ser relevante por sus accidentes geográficos, monumentos o industrias, tenía sin embargo significación histórica.

Cuando esas películas dejaron de ser rentables desde la perspectiva económica, desaparecieron, como la mayor parte de los documentales silentes, bajo la forma en que habían sido concebidas y exhibidas. Aún así, algunas de sus escenas siguieron circulando, incorporadas a biografías fílmicas de Madero y Villa, a reconstrucciones históricas o a productos en los que se mezclaban con fines de entretenimiento el documental y la ficción, como la curiosa cinta La venganza de Pancho Villa editada en los años treinta por los empresarios fronterizos Félix y Edmundo Padilla. Puede decirse por eso que las cintas filmadas en La Laguna en 1911 y 1914 contribuyeron en alguna medida a la edificación del monumento cultural llamado “Revolución mexicana”, también manifiesto en libros de educación básica, propuestas iconográficas y otras instancias culturales, que tendría gran peso en la formación cívica y la conciencia histórica en el país durante muchas décadas.

Fuentes y enlaces

Aurelio de los Reyes, Con Villa en México. Testimonios de camarógrafos norteamericanos en la Revolución, 1911-1916, UNAM, México, 1985, pp. 41-48, 118 y 170.

Juan Felipe Leal, Filmografía mexicana, 1896-1911, Juan Pablos, Voyeur y UNAM, México, 2019, pp. 31-34, 57, 72-74.

Ángel Miquel, En tiempos de revolución. El cine en la Ciudad de México, 1910-1916, UNAM, México, 2013, pp. 67-69 y 272-277.

Luis Recillas Enecoiz, “La Entrevista Díaz-Taft se proyecta en Toluca”, https://cinesilentemexicano.wordpress.com/tag/la-entrevista-diaz-taft/

Gregorio Rocha, Los rollos perdidos de Pancho Villa, documental, 49 minutos, 2003.

Jean-Claude Seguin, “Les origines du cinéma (1896-1906)”, base de datos alojada en www.grimh.org

Kimberly V. Tomadjoglou, “Film Compilation as Restoration?: borders, bricolage and La venganza de Pancho Villa”, http://www.vivomatografias.com/index.php/vmfs/article/view/89

CD ROM Un pionero del cine en México. Salvador Toscano y su colección de carteles, Fundación Toscano y UNAM, México, 2003.

James H. White y Frederick W. Blechynden, Cattle Leaving the Corral (1898)

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Cantinflas en el Cono Sur: recepción de sus primeras películas

A principios de los años treinta, los bielorusos Gregorio Ivanoff y Ana Zukova, emigrados una década antes a México a causa de la Revolución Soviética, tenían una compañía de revistas teatrales con sede en un teatro en Tacuba. Dos de sus hijas, que participaban en la compañía, se casaron con comediantes: Olga con el lituano Estanislao Schilinsky y Valentina con el capitalino Mario Moreno, entonces conocido como Cantinflitas. Los concuños recorrieron durante unos años teatros de la capital y la provincia como pareja cómica y en algún momento llamaron la atención del director Miguel Contreras Torres, quien los hizo aparecer en papeles secundarios de su película No te engañes corazón (1936); para entonces, como consta en los créditos de esa primera aparición cinematográfica, Moreno ya había simplificado su nombre artístico para asumir el Cantinflas con que se haría célebre.

En octubre de 1936 Schilinsky y Cantinflas fueron contratados en un nuevo recinto escénico capitalino, el Teatro Follies Bergère de Santa María la Redonda. Ahí secundaban a dos comediantes más experimentados, Amelia Wilhelmy y Manuel Medel, pero pronto se hizo claro que Cantinflas resultaba tan atractivo para el público como Medel, lo que provocó, como escribe Miguel Ángel Morales, “que los libretistas lucieran sus mejores chascarrillos para ver quién reinaba en el populoso coliseo”. Lo que inició como rivalidad escénica llevó al establecimiento de rutinas conjuntas que resultaron exitosas y dieron como resultado el desplazamiento de Schillinsky. Fue entonces cuando Arcady Boytler, otro ruso radicado en México que participaba en la industria del cine, decidió incorporar a Medel y Cantinflas como protagonistas de Así es mi tierra (1937), una comedia ranchera ubicada en la cauda de producciones surgida a raíz del reciente éxito internacional de Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936).

En lugar de seguir con la costumbre de las comedias rancheras y otros géneros de ubicar a los cómicos en tramas secundarias, Boytler dio a las escenas con Cantinflas y Medel mayor relevancia que a las de la historia melodramática, con lo que impuso, según Emilio García Riera, “una inversión de valores que cambiaría en alguna medida la orientación del cine mexicano”. Para promover su estreno en México, la productora Cinematográfica Internacional S.A. (CISA) difundió una hoja publicitaria en cuyo texto, reproducido por Eduardo de la Vega Alfaro, decía: “Así es mi tierra debe su éxito principalmente, a la notable interpretación de Cantinflas y Medel (…) que aparecen juntos por primera vez en la pantalla, para solaz del mundo de habla castellana.”

El lanzamiento de la cinta coincidió con el inicio de la filmación de otra, Águila o sol (1937), también dirigida por Boytler y estelarizada por la pareja de comediantes. Ahora no se trataba de una película ranchera, sino de una revista musical con trama ubicada en la Ciudad de México. En esa obra, la alternancia de escenas cómicas con números musicales dio lugar a la expansión de las rutinas de Cantinflas y Medel, quienes además de expresarse verbalmente, ahora lo hacían en bailes y otras demostraciones de comicidad física (algo iniciado en Así es mi tierra, donde Cantinflas toreaba de manera chusca a un becerro). Poco después de su estreno, la CISA difundió una nueva pieza publicitaria, también reproducida por De la Vega, en la que se afirmaba que al éxito alcanzado localmente de la cinta interpretada por “los cómicos más notables del cine mexicano”, habría de sumarse “el que habrá de obtener en todos los países de habla española”. Con esto la productora hacía una velada referencia al contrato firmado con Artistas Unidos para que llevara las dos cintas interpretadas por Cantinflas y Medel, entre otros lugares, a los tres países del Cono Sur: Uruguay, Argentina y Chile. (En los años treinta, la industria cinematográfica mexicana no había desarrollado un sistema de distribución internacional, por lo que las productoras tenían que apoyarse en la distribución selectiva que empresas estadunidenses hacían de las cintas que se asumía tendrían atractivo comercial en otros lugares.)

Los estrenos en las capitales de esos países se realizaron de esta forma: los de Así es mi tierra se dieron en el Cine Ariel de Montevideo el 2 de febrero de 1938; en el Teatro Santa Lucía de Santiago el 5 de abril de 1938, y en el Cine Petit Splendid de Buenos Aires el 29 de septiembre de 1938. Los de Águila o sol, en el Teatro Caupolicán de Santiago el 20 de octubre de 1938; en el Cine Petit Splendid de Buenos Aires el 29 de diciembre de 1938, y en el Cine Rex de Montevideo el 20 de diciembre de 1939. Como veremos, su recepción periodística dependió en buena medida de las películas mexicanas que se conocían previamente en cada ciudad y con las cuales podían contrastarse, o no, las nuevas producciones.

Quizá por no obtener los resultados económicos esperados, Artistas Unidos ya no distribuyó en el Cono Sur otra película de la CISA interpretada por la pareja de cómicos, El signo de la muerte (Chano Urueta, 1939).

Cantinflas y Medel. Cine Radio Actualidad (Montevideo), 11 de febrero de 1938, p. 14.

Montevideo

Al parecer la única cinta procedente de México que se exhibió en esta ciudad en el periodo del cine silente fue Tabaré (Luis Lezama, 1918); particularmente atractiva por ser adaptación del célebre poema del uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, Tabaré tuvo en 1920 el privilegio de ser proyectada en el elegante Teatro Solís, donde tuvo éxito de público y crítica. Pasarían más de tres lustros entre esa fecha y marzo de 1936, cuando de acuerdo con la exhaustiva investigación de Osvaldo Saratsola recogida en la página web “Cinestrenos: el cine en Montevideo desde 1929”, pasó en un salón la producción sonora Tribu (Miguel Contreras Torres, 1934), a la que siguieron dos cintas dirigidas por Fernando de Fuentes, Cruz Diablo (1934) y Allá en el Rancho Grande (1936).

Esos eran los únicos antecedentes de la presentación de Así es mi tierra en Montevideo, por lo que no resulta extraño que R. Arturo Despouey, fundador y director de la revista Cine Radio Actualidad, se viera obligado a juzgar a un género, un director y unos intérpretes prácticamente desconocidos, comparando la cinta con el célebre proyecto mexicano de Serguei Eisenstein que, luego de muchas y complicadas vueltas, había tenido en 1935 una primera manifestación en el lanzamiento de la película Tormenta (o Truenos) sobre México; este excelente periodista a quien Homero Alsina Thevenet consideró como el primer artífice en Uruguay de “una crítica basada en los más altos postulados estéticos”, escribió:

…es de lamentar que esta obra de difusión del folklore no esté en manos de artistas serios –¡cuánto nos dolerá siempre el desconocimiento de la película de Eisenstein Truenos sobre México!– porque estos documentos involuntarios espolvoreados con una pizca de sal dramática y otra de comicidad populachera se resienten terriblemente de falta de fluidez expositiva, de falta de armazón, no sólo de endeblez temática. El producto padece de epilepsia: tal cielo maravilloso grávido de nubes que descienden sobre la tierra (los mejicanos deberían exportar “cielos” a todos los países que se dedican a fabricar películas), tal tonadita grata (…), tal escena de siembra o tal suerte de desbravadores de ganado, tal expresión que da a nuestro idioma la gracia de un idioma nuevo que fuéramos capaces de comprender sin conocerlo (“esta chata me cuadra” por “esta chica me gusta”) y, en fin, tal fórmula de humorismo de pueblo bajo, espontánea y atractiva, como la que ponen en juego con su rivalidad, sus discusiones entrecortadas y sus discursos que no dicen nada en la mayor cantidad de palabras (…) dos cómicos de pura cepa mejicana, Cantinflas y Medel. Y entre estos relámpagos, escenas baldías, momentos paralíticos, infinidad de cosas innecesarias. (Cine Radio Actualidad, 11 de febrero de 1938, p. 14)

Cuando en diciembre de 1939 se estrenó Águila o sol, ya habían pasado por las pantallas montevideanas una decena de cintas mexicanas más, entre las que había nuevas obras rancheras, dramas y comedias urbanas. Sin embargo, I. Mosteiro, crítico de películas del diario El País, no parecía haber visto ninguna, pues al escribir sobre la cinta de Boytler no estableció asociaciones que resaltaran características o tendencias, sino que simplemente siguió lamentándose de que la obra ignorara el modelo inalcanzable de Eisenstein y se contentara con registrar sin ningún sentido fílmico una pieza teatral “para el exclusivo desempeño de dos cómicos –Cantinflas y Medel–, y no por cierto para su lucimiento”; seguía: “Situaciones dudosas que enervan por su longitud, parlamentos cuya eficacia cómica se experimentará quizá en pleno trópico, pero no en nuestras latitudes, números musicales coreográficos de escaso interés, esos son los elementos que componen Águila o sol, para su desgracia.” (El País, 21 de diciembre de 1939, p. 8)

Hugo Rocha hizo para Cine Radio Actualidad una nota sobre la misma cinta, en la que reforzaba la percepción de su colega con estas palabras:

Cantinflas y Medel son dos festejados cómicos teatrales mejicanos, ambos muy personales y expresivos, pero de ningún modo capaces –como no lo es ningún actor– de soportar todo el peso de una película. Se limitan a hacer sus chistes y a cantar sus canciones (…) Lenta, pesada, carente de buen gusto, la película es una señal más de la decadencia del cine mejicano, que ha extraviado su rumbo dedicándose a temas localistas, de fácil éxito entre el público familiarizado con esos ambientes y esos artistas, pero exentas de todo motivo de interés para otros públicos. (Cine Radio Actualidad, 5 de enero de 1940, p. 8)

Buenos Aires

Mucho mejor conocida que en Montevideo era la cinematografía mexicana entre el público bonaerense cuando las dos películas de Arcady Boytler se estrenaron en el último trimestre de 1938. En efecto, en los cuatro años transcurridos desde el primer estreno sonoro mexicano ahí (El compadre Mendoza, Fernando de Fuentes, 1933), habían pasado por las pantallas porteñas veinticinco películas llegadas del país del norte. Los críticos, por tanto, se habían acostumbrado a verlas como muestras más o menos virtuosas de una empeñosa construcción de la industria del cine sonoro parecida a la que por esos mismos tiempos se intentaba en Argentina. Por lo tanto, las notas sobre las cintas de Boytler fueron también más amables.

Manuel Peña Rodríguez, crítico del diario La Nación, estaba muy interesado en la cinematografía mexicana. Antes de publicar la relativa a Así es mi tierra, ya había hecho notas sobre quince cintas de esa procedencia, entre ellas una muy elogiosa sobre Allá en el Rancho Grande. Decía en ella:

Construida sobre la base de dos actores festivos populares en Méjico, Cantinflas y Medel, la película (…) trae al primer plano de su exposición a esos dos intérpretes, en constante rivalidad, y los coloca en un marco de colorido típico, en que abundan las pinceladas costumbristas y se registran escaramuzas sentimentales (…) Constituye en esencia un espectáculo cómico-musical discreto, cuyas canciones y bailes típicos se escuchan y se ven de cualquier modo con agrado, de débil interés argumental, de modesta significación interpretativa y de una estructura cinematográfica irregular… (La Nación, 30 de septiembre de 1938, p. 13)

Los anónimos cronistas de las publicaciones ligadas a la industria, quienes reseñaban todos los estrenos de la semana en textos muy breves dirigidos fundamentalmente a los exhibidores, naturalmente también se ocuparon de Así es mi tierra. Uno consideró que era entretenida y tenía “cuadros de colorido costumbrista, captados con la ya proverbial habilidad de los mejicanos” para la imagen fotográfica (Imparcial Film, 5 de octubre de 1938, p. 7); otro decía:

En el afán de explotar en toda su riqueza el pintoresco folklore y costumbres del pueblo mejicano, que ya se conocen entre nosotros de películas anteriores, los realizadores de la que nos ocupa descuidan la trama (…) Ofrece el film situaciones cómicas de cierta eficacia, aunque se resienten por el exceso de diálogos, frecuentemente salpicados con expresiones típicas e incomprensibles. La interpretación es buena (…) aunque el exceso de canciones, intercaladas con cualquier motivo, o sin motivo alguno, redunde en perjuicio del interés del film. (Heraldo del Cinematografista, 5 de octubre de 1938, p. 176)

Los dos redactores recomendaban orientar la distribución de la cinta hacia cines populares.

El estreno de Águila o sol en un pésimo día (el 29 de diciembre), tuvo como consecuencia que sólo fuera reseñada en Buenos Aires en una revista gremial, donde el periodista que escribió la nota la consideró floja y cansadora; a su juicio, sólo era apta “como relleno de popularísimas” salas de barrio. (Heraldo del Cinematografista, 4 de enero de 1939, p. 233)

La Nación (Buenos Aires), 30 de septiembre de 1938, p. 13.

Santiago

Cuando se proyectaron las dos películas de Boytler con Cantinflas y Medel, en abril y octubre de 1938, ya se habían visto en la capital chilena ¡cincuenta! producciones sonoras mexicanas de diversos géneros. El comercio con ese país, mucho más fluido que con los del Cono Sur en el Atlántico, posibilitó también el desarrollo de sistemas publicitarios más eficientes. De hecho, es posible que el cine mexicano fuera más popular en Chile a mediados de los años treinta que el de los otros productores de cintas en castellano: Argentina, España y Estados Unidos. La representación del campo y la interpretación de canciones folklóricas en las comedias rancheras y otras cintas suscitó un reconocimiento inmediato con ambientes y costumbres locales que despertó una recepción favorable de las cintas llegadas de México. Entre ellas, claro, las de Boytler. El amable cronista The Spectator opinó por ejemplo que Así es mi tierra era una película “destinada a gustar a todos los públicos, con trama atrayente, muchas canciones y típica en su pintura de costumbres” (Ecran, 12 de abril de 1938, p. 26). Y al escribir sobre Águila o sol un periodista anónimo dijo: “Cantinflas y Medel (…) desempeñan sus roles con bastante entusiasmo, especialmente el primero que se nos muestra igualmente bien en su papel de cómico como de dramático.” (Boletín Cinematográfico, 28 de octubre de 1938, p. 1077)

Como breve conclusión a la recepción de esas cintas en las tres capitales, podemos parafrasear frases de Oswaldo Saratsola relativas a Así es mi tierra y decir que a sus estrenos nadie sospechó que marcaban el inicio de la «insólita popularidad» de Cantinflas que lo convertiría «en un permanente éxito de taquilla» en los países del Cono Sur. Esto ocurriría a partir de la exhibición de sus siguientes cintas, en el primer lustro de los cuarenta, cuando el cómico se había desligado de su segunda pareja cómica importante, para brillar en solitario.

Fuentes

Miguel Ángel Morales, Cantinflas, amo de las carpas, volumen 1, Clío, México, pp. 20-38.

Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano, tomo 1 (1929-1937), Universidad de Guadalajara / Gobierno de Jalisco / Conaculta / Imcine, Guadalajara, 1992, pp. 277-279.

Eduardo de la Vega Alfaro, Arcady Boytler (1893-1965), Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1992, pp. 93-96.

Homero Alsina Thevenet, Obras incompletas, tomo 1, Cinemateca Uruguaya, Montevideo.

Ángel Miquel, Ponchos y sarapes. El cine mexicano en Buenos Aires, 1934-1943, Peter Lang, Nueva York, 2021.

Destacada

Cines y cinéfilos

El guión de Tajimara

Tajimara (guión) es uno de los títulos más recientes de Ediciones Odradek. Enfocada en la publicación de literatura y fundada hace unos cuantos años en el estado de Morelos, esta empresa cuenta ya en su catálogo con libros de Manuel José Othón, Alfonso Reyes, Juan García Ponce y otros imprescindibles autores. Hasta ahora ha publicado obras inéditas o que se habían vuelto inaccesibles y que presenta con admirables pulcritud y buen gusto. En el caso de este volumen, la edición corrió a cargo de Alfonso D´Aquino, quien recuperó el guión escrito por Juan José Gurrola y Juan García Ponce sobre un cuento de este último, que daría lugar a la filmación de la película Tajimara. Además de ese texto, aparecido por primera vez en 1967 en la revista Cuadernos del Viento dirigida por Huberto Batis, el libro incluye notas contemporáneas de García Ponce y Gurrola en las que aludieron por separado al proyecto, junto con fotogramas tomados de la cinta, fotografías de la filmación, recortes de crítica y otros interesantes documentos visuales. En la sobria portada, resuelta en blanco y negro (me imagino que para respetar una de las características de la película), se aprovecha un intrigante acercamiento a la actriz principal hecho por el extraordinario camarógrafo Antonio Reynoso.

El libro, de entrada, se presenta así como un collage que alude a la red de intervenciones surgidas alrededor de una obra en que participaron también los intérpretes Claudio Obregón, Pilar Pellicer, Pixie Hopkin, Mauricio Davidson y Beatriz Sheridan, atractivos rostros de un cine entonces en plena renovación, así como artistas e intelectuales que alcanzarían amplio reconocimiento en sus respectivas profesiones como los pintores Manuel Felguérez, Fernando García Ponce y Lilia Carrillo, los escritores Tomás Segovia, Carlos Monsiváis y Juan Vicente Melo. En esta colaboración intergremial radicó, de hecho, uno de los rasgos podría decirse que generacionales de quienes participaron en esa cinta que, de acuerdo con el crítico de cine Emilio García Riera, fue vista en su momento como “nada menos que una de las obras más importantes que haya hecho en toda su historia el cine nacional”. Tajimara fue presentada en el Primer Concurso de Cine Experimental celebrado en la Ciudad de México en 1965. Por obtener uno de los premios en el certamen, estrenarse luego comercialmente y haber tenido buena recepción a lo largo del tiempo, podemos considerarla ahora, cuando menos, como una de las películas emblemáticas del cine mexicano no industrial de los años sesenta.

Este libro tiene importancia, entonces, como fuente para estudiar la cinta; también como muestra de una de las formas en que puede hacerse un guión o para comprender los procesos involucrados en una adaptación literaria; y en no menor medida, como ejemplo de la asimilación cultural de la idea difundida por los críticos y cineastas del grupo después conocido como “nueva ola francesa”, de que el director de una película debe considerarse su autor en el mismo sentido en que los escritores son los autores de sus novelas.

La llamada “política del autor” fue puesta en juego en México a principios de los años sesenta en las propuestas de una veintena de intelectuales que se impusieron la tarea de transformar la que diagnosticaron como “deprimente situación” de la industria local, que después de un periodo de esplendor había disminuido flagrantemente sus cotas de producción y calidad. Ese cine estaba regulado, en su concepción más amplia, por la consideración de que las películas eran obras orientadas al entretenimiento en las que sólo por excepción había atribuciones autorales pues pertenecían, literalmente, a sus productores. Esa postura comenzó a cambiar con las intervenciones de los jóvenes interesados en transformar el medio, expresadas al principio en notas que aparecieron en la Revista de la Universidad, Nuevo Cine y otras publicaciones donde se difundió en credo autoral, a las que siguieron empresas colectivas como la creación de revistas de crítica independiente, colecciones de libros, filmotecas y escuelas, así como el impulso a la filmación de cintas fuera de la maquinaria de la industria del que fue un paso el Primer Concurso de Cine Experimental.

En Tajimara, que como se ha dicho fue presentada al certamen, el autor ya estaba completamente identificado con el director. Juan García Ponce escribió: “Juan José Gurrola se encargó de dirigir la película y es en este sentido su verdadero autor”. Emilio García Riera opinó por su parte que ese “magnífico director de teatro” se había revelado “poseedor de un enorme sentido cinematográfico” al dotar a sus personajes de “un aura misteriosa y poética” y al desplegar en distintos momentos de la cinta sus “espléndidas capacidades de showman”. Otros rasgos autorales fueron expresados así por el propio Gurrola: una continuidad “que no sigue un desarrollo lineal” porque no es motivada por las acciones, sino por las emociones de los personajes; “una manera (…) en la que la narración y la imagen se contraponen (…) para que la película se oiga y se vea en dos planos distintos que (…) se complementan”; una cámara que “no pretende limitarse a ver y hacer ver, sino que busca “que su medio revele algo por sí mismo, actúe junto con los personajes, entregándonoslo por dentro y por fuera”, y una representación en la que los intérpretes tienen “plena libertad para entrar y salir del campo visual”. Gurrola concluía que sólo a través de esos recursos había podido contar, insertándola “en el espacio y el tiempo reales del arte”, la historia del cuento de García Ponce, en la que los procesos de la memoria juegan un papel fundamental y propician por tanto frecuentes cambios en los tiempos de la narración.

Es claro que Tajimara tiene el mismo aire de familia que Hiroshima, mi amor (1959) de Alain Resnais y otras obras de los nuevos cines. Como en sus parientes, se utilizaron en ella los recursos de la voz en over, la creación de ambientes repletos de objetos artísticos, los vaivenes temporales, el diseño de imágenes con cualidades pictóricas o poéticas, la postulación de personajes con aire cosmopolita que exploran su mundo interior, el uso de música contemporánea y canciones en inglés, e incluso la referencia explícita a fuentes de inspiración cinematográficas (por ejemplo, en una de las acotaciones al guión se lee “Música de la película 8 ½”). Y todo gobernado por la consideración del producto final como una obra definida en sus características esenciales por el director.

Fotos fijas de Tajimara (Juan José Gurrola, 1964). Colección Filmoteca UNAM.

Resulta interesante que esa noción, reforzada por la fuerte postura autoral del escritor Juan García Ponce y del hombre de teatro Juan José Gurrola, también permeara a la escritura del guión. Por eso éste apareció en la revista de literatura Cuadernos del Viento y dos años después de estrenada la cinta, es decir, sin que fuera utilizado como uno de sus elementos promocionales. Esa publicación fue excepcional en el seno de una cultura fílmica caracterizada por la edición de guiones novelizados de películas exitosas que editoriales ligadas a la industria colocaban en puestos de periódicos para consumo popular, acompañadas en portada e interiores por fotos de sus estrellas. Sólo una efímera Comisión Nacional de Cinematografía había inaugurado otra modalidad, buscando promover la enseñanza del argumentismo, al imprimir en 1949 el guión de La otra de José Revueltas y Roberto Gavaldón. Pero ni en un caso ni en el otro podían esos productos asociarse a la literatura, a pesar de que en el gremio de los argumentistas había escritores como Mauricio Magdaleno, Xavier Villaurrutia, Max Aub y el propio José Revueltas.

Debe subrayarse, por eso, el carácter excepcional del de Tajimara. Como contraste, basta recordar que ninguna otra cinta presentada al Primer Concurso dio lugar a una publicación semejante, aunque todas fueran fruto de colaboraciones entre cineastas y escritores: La fórmula secreta (Rubén Gámez con Juan Rulfo), En este pueblo no hay ladrones (Alberto Isaac con Gabriel García Márquez), Lola de mi vida (Miguel Barbachano Ponce con Juan de la Cabada), Las dos Elenas (Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez con Carlos Fuentes), La sunamita (Héctor Mendoza con Inés Arredondo) y Viento distante (Salomón Laiter con José Emilio Pacheco y Sergio Galindo); y tampoco se imprimieron los trabajos preparatorios de otras películas no industriales de la época como En el balcón vacío (Jomí García Ascot, 1962, sobre textos de María Luisa Elío), Un alma pura (Juan Ibáñez, 1964, sobre un cuento de Carlos Fuentes) y Los Caifanes (Juan Ibáñez, 1967, con argumento de Carlos Fuentes). Inmersas en la órbita de las empresas del grupo renovador de la cultura del cine, sólo pueden considerarse equivalentes en espíritu a la publicación del guión de Tajimara las de Viridiana de Luis Buñuel (ERA, 1963) y El brazo fuerte de Juan de la Cabada (Universidad Veracruzana, 1963); por cierto, resulta significativa la declaración de principios en la solapa de esta última, donde se lee que el autor es “uno de los pocos artistas de la pluma con que cuenta nuestra industria cinematográfica” y su argumento “un texto dramático que se puede disfrutar en la lectura”.

De esta forma, el guión de Tajimara nació con características que lo convirtieron en un brillante eslabón en la cadena que llevó el cuento de García Ponce a la película de Gurrola. Debemos agradecer a Alfonso D´Aquino y a Ediciones Odradek que lo hayan rescatado en este magnífico libro.

Juan García Ponce y Juan José Gurrola, Tajimara (guión), edición Alfonso D´Aquino, Ediciones Odradek, Huitzilac, 2022.

Referencias a textos incorporados al libro

Emilio García Riera, “Los bienamados”, p. 76.

Juan García Ponce, “Tajimara en cine”, pp. 79-84.

Juan José Gurrola, “Tajimara”, pp. 85-86.

Destacada

Cines y cinéfilos

La Carpa Cine Pathé de Torréon, Coahuila

En el segundo lustro del siglo XX había en el sistema de ciudades constituido por Torreón en Coahuila y Gómez Palacio y Lerdo en Durango un puñado de pequeños teatros donde se ponían de vez en cuando películas. Pero no existía un solo recinto orientado de manera prioritaria hacia el cinematógrafo. Este negocio, que había ido creciendo en importancia, comenzaba por esos tiempos a transformar sus prácticas de exhibición, basadas desde su origen en los traslados de empresarios itinerantes, por el establecimiento de distribuidoras centralizadas y cines permanentes. El lugar más indicado de La Laguna para instalar uno de estos cines era sin duda Torreón, donde se manifestaban una pujanza económica y un incremento poblacional que habían conducido a que el gobierno del estado lo ascendiera a la categoría de ciudad el 15 de septiembre de 1907.

El zacatecano Isauro Martínez, llegado a la zona a fines del siglo XIX, estableció en 1909 con unos cuantos socios la Compañía Cinematográfica de Torreón S.A., que después de obtener el permiso de las autoridades instaló un local para cine y variedades frente a la Plaza Principal “2 de Abril”. Era un corralón con graderías de madera, techado con lona y con pantalla cuadrada de manta de buenas dimensiones. Homero Héctor del Bosque Villarreal ofreció otros datos, incluyendo los nombres de los socios:

En la esquina noroeste de la avenida Morelos y la calle Cepeda, (…) don Mauro de la Peña tenía un solar muy grande (…) [que] rentó a los señores Isauro Martínez Puente, Ciro Meléndez y Francisco J. Lozano (…); tenía la novedad esta Carpa Cine Pathé de que en el fondo del lunetario se alzaba una tarima con aspiraciones de escenario y una armazón que se creía tramoya, pero que así y todo servía para representaciones teatrales y espectáculos de las incipientes revistas políticas… (p. 60)

Aunque no se conocen fuentes que permitan reconstruir su programación, puede asumirse que el negocio ofrecía sobre todo, en sus primeros tiempos, películas seriadas de aventuras y otras obras europeas provistas por la distribuidora Pathé ubicada en la Ciudad de México. Sin embargo, también llegaban eventualmente a su pantalla cintas de Estados Unidos, como consta que ocurrió con La pelea entre Jeffries y Johnson (1910), exitoso documental en el que se reproducían episodios de un combate de box celebrado en Reno, Nevada.

Martínez vendía materiales para la construcción, por lo que durante sus primeros meses la carpa fue administrada por un gerente; pero la revolución contra el gobierno de Porfirio Díaz convocada por Francisco I. Madero hizo quebrar a su negocio principal y lo orilló a enfocarse por completo en el cine. Gracias a sus intervenciones, la carpa se hizo más confortable para el público de clase media, y también comenzaron a ofrecerse ahí programas en los que había cada vez más largometrajes, que Martínez anunciaba como “variadísimas películas prolongadas hasta la exageración”. (El Noticioso, 2 de mayo de 1912, p. 4)

Durante el largo periodo revolucionario, hubo en la región lagunera negocios de exhibición ubicados temporalmente en plazas de toros y otros sitios, pero el único cine permanente fue el del zacatecano. La empresa sobrevivió con relativa buena salud a las consecuencias de los combates sostenidos en la zona por el ejército federal de Madero y los rebeldes de Pascual Orozco entre marzo y julio de 1912; por el ejército federal de Victoriano Huerta y los constitucionalistas entre febrero de 1913 y octubre de 1914 , y por la facción revolucionaria encabezada por Francisco Villa contra la de Carranza entre fines de 1914 y mediados de 1915. En esa violenta etapa la Carpa Cine Pathé siguió acogiendo a artistas que presentaban números de variedades y proyectando películas. Es lógico suponer que se exhibieran entonces La batalla de Torreón (Mutual, 1914), La vida de Francisco Villa (Mutual, 1914), El aterrador 2 de abril en San Pedro de las Colonias (Pathé, 1914) y otras cintas de guerra filmadas por compañías extranjeras que buscaban capitalizar la conflictiva situación en el norte del país.

Regimiento de Caballería de Montaña del ejército federal, 14 de marzo de 1912. Ayuntamiento de Torreón, Fondo H.H. Miller, C1.S7.F33. En el cartel en el muro alcanza a leerse: “No olviden que en esta Plaza de Toros habrá cinematógrafo todos los lunes.”
Anuncio de uno de los documentales estadunidenses sobre la guerra en México, The Moving Picture World, 28 de marzo de 1914, p. 1747.

La exhibición en México tuvo un punto de inflexión en la segunda década del siglo, cuando disminuyó la oferta de películas francesas e italianas, y se incrementó la de norteamericanas. Por la cercanía geográfica con Estados Unidos, esa tendencia debe haber sido aún más acusada en el norte del país que en la capital y las regiones del centro y sur. En cualquier caso, fue un proceso que se dio de manera paulatina y en el que los espectadores pudieron aquilatar, a veces en la misma función, las virtudes y los defectos de distintas cinematografías. En la Carpa Cine Pathé también se dio esa convivencia. Un periodista escribió en 1918 que el negocio se hallaba “noche a noche concurridísimo por las familias de esta localidad”, ansiosas por ver “lo mejor que han producido las casas francesas, italianas y norteamericanas”. (El Pueblo, 27 de abril de 1918, p. 4)

Una de esas obras fue la francesa Judex (Louis Feuillade, 1916), cuyas exhibiciones gustaron, “razón por la cual el citado salón se ha visto en extremo concurrido en las noches pasadas”. (El Pueblo, 12 de junio de 1918, p. 4) Sabemos por un libro de Laura Orellana Trinidad que se proyectaron ahí, provenientes de Estados Unidos, el serial de aventuras El misterio del millón de dólares (Howell Hansell, 1914) y el drama de guerra Por la libertad del mundo (Romaine Fielding, 1917). La exhibición de Tabaré (Luis Lezama, 1917) “ante numeroso y selecto público” muestra que también llegaron ejemplares del naciente cine de argumento nacional. (El Pueblo, 27 de marzo de 1918, p. 4) Y seguramente pasaron por su pantalla Historia completa de la Revolución mexicana de Salvador Toscano, La llegada de los restos de Manuel Acuña a Saltillo filmada por Eustasio Montoya en agosto de 1917 y otros documentales locales de gran interés noticioso.

En 1918 un periodista comentó que la variedad en las cintas proyectadas en la Carpa Cine Pathé era el principal atractivo «en las veladas que la empresa Tavizón ofrece a las familias de La Laguna». (El Pueblo, 27 de abril de 1918, p. 4) Esto indica que Isauro Martínez había para entonces traspasado el negocio.  El nuevo empresario, sin embargo, no tuvo éxito y la carpa cerró. Regenteada por Ambrosio Ruiz, a inicios de 1921 volvieron a ofrecerse funciones en ella, con películas europeas y estadunidenses distribuidas desde la capital por la empresa Granat. Ruiz tampoco pudo sostenerse y el espacio quedó sin uso durante un tiempo, luego del cual pasó de nuevo a manos de Isauro Martínez.

Bajo la nueva administración se pusieron espectáculos que se esperaba tuvieran gran atractivo popular. Por un lado, hubo funciones de box estelarizadas por los púgiles Blas Rodríguez Pellín y Antonio García, y El Zacatecano y Gabriel Carrillo; por otro, la conocida compañía local del actor Ricardo de la Vega escenificó entre junio y agosto de 1923 Santa, Madero o la traición de Huerta, Malditas sean las mujeres, La banda del automóvil gris, Chin Chun Chan, El conde de Luxemburgo y otras obras. Naturalmente también se ofrecieron películas, entre ellas los seriales norteamericanos Elmo el Temerario (J.P. McGowan, 1920) y La cuadrilla roja (William Bertram, 1922). Y debe haberse dado en ese periodo la adaptación junto a la carpa de un vagón de tren con un proyector en un extremo y en el otro la pantalla, donde Del Bosque Villarreal vio una película que lo impresionó “porque se trataba de un ferrocarril que chocaba de frente con otro, y el empresario adelantándose al cine sonoro (…) manipulaba ruidos que creaban la sensación de que el tren-salón era el que iba caminando y a punto de chocar; ¡qué ingenio el de don Isauro!” (p. 60)

Pronto fue evidente que ninguna de estas iniciativas bastaba para atraer al público requerido para hacer redituable el negocio. El viejo lugar de entretenimiento resintió la competencia de nuevos y más confortables centros de espectáculos como el Teatro Cine Imperio, el Teatro Princesa y el Teatro Cine Royal, y a fines de 1923 cerró definitivamente. Una empresa anunció entonces que en el sitio que había ocupado sería construido un local donde se venderían automóviles y en el que además habría “un taller de reparación con maquinaria y equipo adecuado y moderno”, así como espacios para guardar coches “con renta módica y cuidado eficiente”. (El Siglo de Torreón, 27 de enero de 1924, p. 2)

Referencias

«La obra del Sr. Isauro Martínez en favor de las salas de espectáculos de Torreón», en Cómo es el Teatro Isauro Martínez, Montauriol, Torreón, 1930, pp. 41-42.

Homero Héctor del Bosque Villarreal, Aquel Torreón… Anecdotario de hechos y personas que destacaron de alguna forma desde 1915 a 1936, Tipografía Lazalde, Torreón, 1983.

Laura Orellana Trinidad, Teatro Isauro Martínez. Patrimonio de los mexicanos, Fineo Editorial y Teatro Isauro Martínez, Torreón, 2005.

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Un cuento de Mónica Selem

¿Quién es esta autora enigmática que interpela a los lectores fumando con boquilla en la imagen de la solapa de El desorden interno? Según se deduce de la lectura de los veinte relatos, una persona con considerable experiencia en asuntos de amor y desamor, alguien que irradia cosmopolitismo, que se toma la vida con una pizca de sal y saludable sentido del humor, y también, como dice la nota que acompaña a su fotografía, una escritora versátil que ha publicado bajo distintas identidades otros libros.

Los personajes de Mónica Selem suelen tener encuentros fugaces que, a veces, se repiten. Es lo que sucede en “Remake”, el cuento que se reproduce abajo, donde sus protagonistas tienen la oportunidad de reencontrarse, tiempo después de haberse conocido, en un espacio emocional que remite como un degradado eco al encuentro originario –justo como suele ocurrir con los relanzamientos de las cintas clásicas. El relato recuerda en intensidad a una de las tramas de Bajo el volcán, la novela de Malcolm Lowry, en la que la hawaiana Yvonne Constable y el francés Jacques Laruelle ponen en juego uno de los elementos de la tragedia cuando sus trayectorias se entrecruzan en México después de haber vivido en Hollywood sin conocerse. Y se inscribe en un subgénero de la literatura relativa al cine que borda sobre las experiencias, generalmente fracasadas, de los aspirantes a ingresar al atractivo mundo de las películas, que en el ámbito anglosajón tuvo sus primeras muestras en cuentos y novelas de Francis Scott Fitzgerald y, en México, en las narraciones breves «Che Ferrati, inventor» (1924) de Carlos Noriega Hope y «Estrella doble» (1939) de José Martínez Sotomayor, y las novelas Estrella de día (1933) de Jaime Torres Bodet y La reina de Acapulco (1935) de Julio Sesto.

El desorden interno de Mónica Selem (Ambular Ediciones, Madrid, 2022) se presentará el próximo 3 de septiembre a las 16 horas en la Feria Internacional del Libro Universitario. El acto se llevará a cabo en la Sala 1. Galería AP de la Unidad de Artes de la Universidad Veracruzana, calle Belisario Domínguez 25, Zona Centro, Xalapa. Acompañarán a la autora Nidia Vincent, Magali Velasco y Pablo Sol Mora.

Una excelente reseña del libro puede leerse en el blog https://hildyjohnson.es/?p=6167

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Usos del Salón Star

1

En octubre de 1911 apareció en un periódico de la Ciudad de México la siguiente noticia:

Salón “Star”.

Éste es el nombre de un nuevo salón de cinematógrafo y variedades que quedó abierto al público desde ayer.

Por los datos que tenemos sobre el nuevo local de espectáculos, podemos asegurar que es el primero de este género en la metrópoli. Las vistas que se darán al público serán tan morales como instructivas, y en cuanto a novedad, no hay ningún otro salón que le supere en México.

La empresa no economizará gasto alguno a fin de facilitar al público comodidad, y cuidará también que el salón guarde las mejores condiciones de higiene. (El Diario del Hogar, 27 de octubre de 1911, p. 4)

La nota no daba la información de que el centro de entretenimiento se encontraba en un lugar privilegiado, la segunda calle de San Diego número 5, frente al costado poniente de la Alameda capitalina. Así, aunque se sumaba a un medio en el que ya existían unos cuarenta cines, su emplazamiento le otorgaba una considerable ventaja sobre la mayor parte de ellos. Complementaba las exhibiciones de películas con números musicales y representaciones escénicas. Su organización y funcionamiento estaban a cargo de la empresa J. Maqueda S. en C.

En los meses que siguieron a su inauguración, el Salón Star fue utilizado por una Sociedad de Damas Católicas que, contagiada por el entusiasmo que derivó del inicio del gobierno democrático de Francisco I. Madero, organizó funciones en beneficio de las clases populares. Una matiné ofrecida el Día de Reyes de 1912 a capitalinos de escasos recursos fue reseñada de esta manera:

La función, que duró dos horas y media, proporcionó al público más placer que cualquier otra de sus actividades en los últimos tiempos. Los villanos fueron silbados y aplaudido el inevitable triunfo de la virtud. Pero las películas cómicas dieron los mayores gustos y los actores que interpretaron sus papeles hace meses en Europa y Estados Unidos hubieran estado muy complacidos al escuchar las risas y los aplausos de la concurrencia. (The Mexican Herald, 8 de enero de 1912, p. 4)

Por otro lado, el cine se convirtió en un conveniente lugar de encuentro para “integrantes distinguidos de la Colonia Estadunidense, así como de la aristocracia mexicana; sólo asiste ahí gente de clase alta” (The Mexican Herald, 3 de marzo de 1912, p. 2). Su orientación hacia ese sector se manifestaba en que, además de promover sus funciones a través de programas de distribución callejera, publicaba anuncios en periódicos, algo que sólo los mejores y más caros centros de espectáculos se daban el lujo hacer en esa época previa a la existencia de carteleras universales. El empuje económico de la empresa permitió al Salón Star sobrevivir a la dura situación originada por los acontecimientos que en febrero de 1913 llevaron a la trágica muerte del presidente Madero, y que implicó, entre otras cosas, el cierre de todos los centros de entretenimiento durante casi un mes. La primera temporada de vida del cine se alargó así hasta 1914, cuando se anunciaba como un “bonito centro de reunión de las mejores familias de nuestra sociedad” (El Independiente, 20 de marzo de 1914, p. 4).

Programa del Salón Star, 12 de septiembre de 1913. Archivo Histórico de la Ciudad de México, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2558a. La película anunciada por la foto es Vida de don Porfirio Díaz en París.

2

Luego de la muerte de Madero, la revolución incendió el país. Después de unos meses de lucha, las fuerzas rebeldes derrotaron al ejército federal. Entonces los vencedores se enfrentaron en las ideas y por las armas, divididos en dos bandos: el de los constitucionalistas (con Venustiano Carranza y Álvaro Obregón a la cabeza) y el de los convencionistas (con Francisco Villa y Emiliano Zapata como principales jefes). La capital fue tomada por los primeros en agosto de 1914; tres meses después, tuvieron que abandonarla por el acoso de los segundos. Una fotografía de la agencia Casasola muestra que en ese momento el local del Salón Star continuaba con su vieja marquesina, aunque ya no hubiera ahí funciones de “Cine y variedades”.

Evacuación de la Ciudad de México por las fuerzas constitucionalistas, noviembre de 1914. Mediateca INAH, Fondo Casasola, doc. 38899.

Durante la ocupación de la capital por los convencionistas, el local comenzó a ser utilizado por diversas organizaciones como centro de reuniones políticas. A fines de marzo de 1915, sesionaron en él huelguistas de la empresa Ericsson; en los primeros días de junio, dos sindicatos se reunieron ahí para fundirse en la Federación de Obreros y Empleados de la Compañía de Tranvías de México; unas semanas después, lo ocupó para celebrar juntas el Sindicato de Empleados de Comercio, y en julio se estableció en el lugar el Sindicato Mexicano de Electricistas.

Esos y otros gremios estaban agrupados en la Casa del Obrero Mundial, organización inspirada por ideas anarcosindicalistas que, en acaloradas sesiones celebradas en julio de 1916, decidió convocar a la huelga general. El Sindicato Mexicano de Electricistas debía tener un papel decisivo en ese momento culminante de la lucha obrera, al cortar el suministro de electricidad a la ciudad y, con ello, impedir el abastecimiento de agua potable, el servicio de tranvías y el uso de máquinas en muchas fábricas, entre otras cosas. El 31 de julio a las cuatro de la mañana el apagón marcó el inicio de una huelga en la que participaron, por voluntad o por fuerza, más de ochenta mil trabajadores. Una dirigente, Esther Torres, recordó más adelante el emotivo acontecimiento, hasta ahora único en la vida de la ciudad, con este testimonio citado por Anna Ribera Carbó:

Se apagó la luz (…) y nosotros los que estábamos ahí: “Te felicito, te felicito”, dándonos abrazos, apretones de mano y todo, y al otro día en la mañana las calles llenas de pasquines y en cada esquina un grupo de personas, señoras, señoritas, todos leyendo, y la cita fue en la parte poniente de la Alameda Central, que era ahí el Salón Star, el lugar de los electricistas. (p. 221)

Las fuerzas constitucionalistas habían retomado la capital, esta vez de forma definitiva, en agosto de 1915. Venustiano Carranza, designado presidente interino de la República, estaba furioso con los huelguistas y, según narra Anna Ribera Carbó, envió a la gendarmería montada a reprimir a los obreros. Durante tres días los hombres y mujeres que participaron en el movimiento fueron perseguidos y encarcelados, acusados de traición a la patria. Con el movimiento suprimido por la fuerza, se ordenó a los electricistas reponer la luz en la ciudad. Una vez que todas las otras actividades se reanudaron, los periodistas hicieron un recuento de los sucesos. En una nota se leía:

Las autoridades militares dictaron, desde el momento en que estalló la huelga, las medidas necesarias para evitar alteraciones del orden público; y entre otras, fueron tomadas las de clausurar el Salón Star, a un costado de la Alameda, y en el cual los obreros pretendían reunirse, y poner guardia en las puertas de la Casa del Obrero Mundial en la calle de Bucareli. (El Pueblo, 3 de agosto de 1916, p. 3)

3

Con la vocación como centro político clausurada, el Salón Star tuvo un nuevo uso como cine. A principios de abril de 1917 se anunció su reinauguración con “grandes reformas” y a mediados de mes se dio su “grandiosa reapertura”, con la novedad de una orquesta típica que amenizaba las exhibiciones con “música moderna”. Esta vez el cine competía con un sistema de exhibición de organización más sólida que el de los años previos, en el que comenzaban a tener peso los poderosos negocios de empresarios estadunidenses. El nuevo Salón Star no prosperó. Sus anuncios en los diarios fueron mermando en tamaño y frecuencia, hasta que desaparecieron a fines de mayo.

Anuncio en cartelera. El Pueblo, 14 de abril de 1917, p. 5. Hemeroteca Nacional Digital de México.

Fuentes y enlaces

Anna Ribera Carbó, La Casa del Obrero Mundial. Anarcosindicalismo y revolución en México, INAH, México, 2010.

Ángel Miquel, En tiempos de revolución. El cine en la Ciudad de México, 1910-1916, UNAM, México, 2013.

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Dolores del Río. La vocación de la belleza de Jorge Guerrero Suárez

Hace unos días me visitó mi sobrina Agni. Turisteamos un poco. En la catedral de Cuernavaca volvieron a asombrarnos su imponente construcción y su sobria decoración interior con los murales del martirio de San Felipe de Jesús y los vitrales rojo y amarillo de Matías Goeritz. Pasamos después al pequeño museo adjunto, donde hay tallas en madera y pinturas coloniales, y un relicario que según dicen contiene una astilla de la Cruz. Era sábado, día de mercado. Cruzamos la calle para ver puestos, Agni de artesanías y yo de libros. Como es mi costumbre, buscaba obras para añadir a mi colección de lo publicado sobre cine en México. Me sorprendió toparme con una que no conocía: Dolores del Río. La vocación de la belleza de Jorge Guerrero Suárez, aparecida en edición de autor en 1979. La compré y pregunté al vendedor si tenía otros libros similares. Me respondió: “Tuve mucho hasta hace unos meses, porque compré una biblioteca de ese tema. Ahora sólo me quedan dos cajas.” Pedí verlas y me envió con un ayudante a su depósito, en una calle cercana. A juzgar por los restos contenidos en las cajas, quien reunió esa colección había sido picado por el mismo bicho que yo, pues en su mayor parte se refería al cine mexicano; también había catálogos de exhibición, folletos, revistas y volúmenes editados en otros países, algunos en otras lenguas. Todo esto revelaba a un coleccionista apasionado por su tema y cuyo interés se había sostenido por largo tiempo.

Elegí un par de obras hechas en Buenos Aires y regresé al puesto para pagarlas. Al preguntar al vendedor si recordaba quién había reunido la biblioteca dijo que el mismo Jorge Guerrero Suárez que escribió el Dolores del Río. Añadió que vivió sus últimos años en Cuernavaca y que al morir los herederos lo buscaron para venderle sus libros, stills y papeles. Me inquietó la dispersión de esa biblioteca que por lo que dijo el comerciante era muy amplia, porque me hizo pensar que otra colección parecida –la mía– podría acabar en la misma situación y hasta en el mismo depósito.

La vocación de la belleza es una “galería iconográfica” que reproduce carteles, stills y otras piezas publicitarias con la efigie de la actriz en las películas estadunidenses y mexicanas en que participó desde Joanna (1925) hasta Los hijos de Sánchez (1977). Incluye una filmografía detallada y una introducción que es, en esencia, la recreación literaria de escenas climáticas de algunas cintas; en el epígrafe de Eduardo Marquina se anuncia la pasión del cinéfilo por la estrella: “Mi pensamiento te esperaba desde el fondo de la noche.”

Aunque la actriz nacida en Durango atrajo desde sus primeras participaciones en Hollywood la atención de periodistas que le dedicaron entrevistas, reportajes y biografías noveladas, no parecen haberse ensayado antes de este libro una aproximación a su trayectoria completa ni el estudio profundo de su desempeño en el cine o en el teatro. En ese sentido, el volumen de Guerrero Suárez fue el primero de una serie que siguió con obras como Siempre Dolores de Paco Ignacio Taibo I (Planeta, 1984), Dolores del Río. Historia de un rostro de David Ramón (UNAM, 1993), Dolores del Rio de Aurelio de los Reyes (Condumex, 1996), Dolores del Río de David Ramón (Clío, 1997), The Invention of Dolores del Rio de Joanne Hershfield (University of Minnesota Press, 2000), Dolores del Río de Cinta Franco Dunn (Dastin SL, 2003) y otras. Por su tamaño (21 por 28 cm) y su edición con portada a dos tintas y páginas interiores en blanco y negro, el volumen remite al modelo de la neoyorkina Citadel Press, responsable de difundir la cultura cinematográfica a un público amplio a través de obras de precio accesible centradas en géneros, periodos o estrellas.

En la tercera de forros se ofrecen datos del autor. Jorge Guerrero Suárez hizo estudios de cine, letras hispánicas, medicina y psicología; trabajó en los campos de la enseñanza, la investigación, el periodismo y el archivismo fílmico. De dos libros que se anuncian en preparación apareció El cine sonoro mexicano. Sus orígenes (1930-1937), vol. 8 de los Cuadernos de la Cineteca Nacional, segunda época, c. 1980; el otro, un proyecto narrativo titulado El final de La reina Cristina y otros finales, no.

Enlaces

http://www.vivomatografias.com/index.php/vmfs/article/view/151

http://www.vivomatografias.com/index.php/vmfs/article/view/177

https://es.wikipedia.org/wiki/Dolores_del_Río

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El Chango García Cabral y el cine

En la colección de gráfica, dibujo y caricatura reunida por Carlos Monsiváis y expuesta en la página web del Museo del Estanquillo, destacan por su cantidad y calidad las piezas de Ernesto García Cabral. De acuerdo con lo investigado por Juan Manuel Aurrecoechea y Armando Bartra en su enciclopédica Puros cuentos, la larga carrera del artista nacido en Huatusco en 1890 inició poco después de llegar a la Ciudad de México para ingresar a la Academia de San Carlos en 1907; el estudiante complementó entonces la magra pensión otorgada por el gobierno de Veracruz con colaboraciones para las revistas satíricas La Tarántula, El Alacrán y Frivolidades. En 1911, durante el primer revuelo revolucionario, García Cabral incursionó en la ilustración política en Multicolor y, después de un viaje formativo con estaciones en París, Madrid y Buenos Aires, se estableció en 1918 como dibujante de planta de Revista de Revistas y en 1922 de Jueves de Excélsior. En estos dos semanarios de amplia circulación hizo durante más de tres lustros carátulas, retratos y crónicas gráficas. Convertido en una figura pública, pasó en 1936 al diario Novedades, donde colaboró hasta su muerte en 1968.  Escriben Aurrecoechea y Bartra:

El “Chango” Cabral fue, ante todo, ilustrador, caricaturista, cronista gráfico y cartonista editorial, y su obra como historietista es esporádica. No obstante, durante cuatro décadas su influencia en la gráfica periodística mexicana es decisiva, particularmente en los primeros años de la posrevolución, cuando todos los dibujantes tratan de copiar al joven maestro. De modo que el estilo de Cabral se hace sentir también, indirectamente, en la historieta, aunque él mismo no la frecuenta demasiado (…)

Una parte importante de la copiosa obra de Cabral son dibujos publicitarios. Por muchos años realiza anuncios para la compañía farmacéutica Bayer y, en 1937, en Novedades, inicia una serie de historietas dedicada a publicitar la cerveza lager “Monterrey”, que lleva por título Consagrados de la fama. La serie consiste en pequeñas biografías de personajes connotados, como Agustín Lara, que culminan pregonando la preferencia del “consagrado” por la cerveza del patrocinador. (pp. 267-268)

La colección del Museo del Estanquillo muestra al dibujante como un agudo cronista social. Hay entre sus piezas representaciones genéricas de las clases altas y del pueblo bajo, y retratos de periodistas, escritores, músicos, cantantes, pintores, deportistas, políticos… Naturalmente, las personalidades del cine de la “Época de Oro” llamaron su atención, y encontramos caricaturas del director Julio Bracho, del fotógrafo Gabriel Figueroa y del cómico Mario Moreno; la simpatía hacia este último, manifiesta en la repetida recreación de su personaje, se enlaza con uno de los temas predilectos del caricaturista, el de la exploración del alma popular en los rostros, atuendos y costumbres de los habitantes de barrios marginales tipificados por Cantinflas.

García Cabral no era del todo ajeno al mundo del cine, pues en 1923 participó en Atavismo, película dirigida por Gustavo Sáenz de Sicilia donde hizo el papel de un dipsómano. El cine de ficción, iniciado en el país unos cuantos años antes, no había desarrollado aún las bases económicas que le permitieran tener continuidad. No se habían encontrado géneros populares ni, mucho menos, estrellas. Y aunque de pronto aparecían obras de excelentes factura y recepción, como El automóvil gris (Enrique Rosas, 1919), la norma era que las productoras desaparecieran tras fracasar en sus primeros experimentos. Esto ocurrió también con Atavismo, que fue criticada por los periodistas y no permaneció más que unos días en cartelera. Sin embargo, fue muy elogiada la actuación de su protagonista. Blas Hernán, crítico de Revista de Revistas, escribió:

Ernesto García Cabral, el ameritadísimo caricaturista veracruzano y de quien se conoce ya su obra en todo el mundo (…) interpreta el principal papel de Atavismo, el dipsómano que por su psicología complicada y difícil tiene grandes dificultades para realizarse. García Cabral, no obstante ser la primera vez que actúa para la pantalla, se ha revelado un actorazo de primera fuerza y con todas las cualidades de los mejores artistas de la pantalla (…) Su actuación naturalísima, que encierra una verdad muy grande, sea desde su presentación, los ataques que invaden paulatinamente al dipsómano, hasta la muerte del mismo, sigue la característica exacta de estos individuos fatales y desgraciados. Vaya pues nuestro aplauso sincero y fraternal para nuestro compañero García Cabral. (Revista de Revistas, 13 de enero de 1924, p. 11)

Otro periodista, Carlos Noriega Hope, publicó una crónica en forma de carta donde decía:

Hermano García Cabral:

(…) la misma noche de tu debut hube de buscarte por todos los cafés, por todos los foros y por todos los rincones de la Ciudad de los Palacios (…) para verter en tu elogio algunos ditirambos entusiastas.

Sin ninguna exageración sospecho que eres –¡quién lo creyera, Dios mío!– el primer actor mexicano de cine. El primero que ha surgido hasta la fecha (…)

Y debía ser así, porque tienes personalidad y eres artista. No importa que ignores lo que significan los “ángulos” de la cámara y que nunca hayas visitado la ciudad de Los Ángeles. En tu interior existe un hombre único, individual y especial que puede reflejarse lo mismo en una caricatura, que en un dibujo, que en una película (…)

Me conmoviste, García Cabral, con tus escenas de miseria y vicio, tus gestos humanos, tu caracterización, tus tímidos deseos, tus últimas vejaciones a cambio de un “tornillo” que apagara el volcán inextinguible… Todo eso que palpita en nuestros barrios típicos, miserables, olvidados, y que tú, como artista, has “sentido” (…)

Tú salvaste la película, dicho sea sin eufemismos. Y al terminar la obra nos dejas, en el corazón, un hálito de humanidad, una sensación de verosimilitud que, a la postre, es el resultado de todo verdadero fotodrama. Por eso corrí a buscarte por todos los cafés y todos los foros, Ernesto García Cabral… (El Universal, 20 de enero de 1924, 4ª sección, p. 5)

Ernesto García Cabral en Atavismo (Gustavo Sáenz de Sicilia, 1923). Revista de Revistas, 13 de enero de 1924, p. 11.

Además de ser amigo del artista, Noriega Hope era uno de los principales impulsores del cine en México. Incursionó en el argumentismo en Viaje redondo (José Manuel Ramos, 1919) y en la dirección en Los chicos de la prensa (1922); pero su aportación más destacada en la década de los veinte, como director de El Universal Ilustrado, fue inocular en el público lector de clase media la convicción de que el cine podía llegar a ser un arte, a través de la publicación de ensayos, columnas de crítica seria y entrevistas con actores, directores y otras personalidades. Ese trabajo realizado semana a semana durante más de una década años fructificó a principios de los treinta, cuando en parte gracias a esa prédica se crearon condiciones culturales propicias para el lanzamiento de una pequeña industria exitosa. Noriega Hope participó en esa fundación como argumentista y promotor de un puñado de cintas, hasta su temprana muerte en 1934. En cuanto a Ernesto García Cabral, no volvió a tener papeles principales en el cine.

Carlos Noriega Hope (izquierda) en el rodaje de La gran noticia. El Universal Ilustrado, 2 de junio de 1921, p. 22.

Fuentes y enlaces

Juan Manuel Aurrecoechea y Armando Bartra, Puros cuentos. La historia de la historieta en México, 1874-1934, Conaculta / Museo Nacional de las Culturas Populares / Grijalbo, México, 1988.

Caricaturas

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/julio-bracho/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/gabriel-figueroa/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/clases-menesterosas/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/sin-titulo/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/cantinflas-en-los-tres-mosqueteros/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/sin-titulo-2/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/cantinflas-y-otros-actores-en-una-posada/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/sin-titulo-3/

http://museodelestanquillo.com/ErnestoGarciaCabral/obra/sin-titulo-4/

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Cines y cinéfilos

Ciudad de México, 1930: fiebre vitafónica e inauguración del Cine Balmori

En abril de 1929 los capitalinos tuvieron oportunidad de ver y oír por primera vez una película sonora de largometraje, Submarino (Frank Capra, 1929), que incorporaba música y ruidos. Después llegaron muchas más, entre ellas El cantante de jazz (Alan Crosland, 1927) y La última canción (Lloyd Bacon, 1928), las célebres cintas protagonizadas por Al Jolson en las que ya se incluían diálogos, además de ruidos y canciones. A pesar de haber sido puestas en salas de exhibición que tuvieron que acondicionarse de forma imperfecta a sus requerimientos, las novísimas talkies atrajeron poderosamente al público. Y pronto fue evidente que el vitáfono había llegado para quedarse: en 1930, de 244 películas estrenadas en la capital, sólo 23 fueron mudas.

Esta irrupción trajo consigo una acalorada polémica entre quienes estaban a favor o en contra del cine sonoro. Con esa innovación, ¿el cine corría el riesgo de destruir lo logrado por el arte silente y por tanto de “descinematografiarse”? ¿La cultura de México corría el riesgo de ser arrastrada por ese medio proveniente de Estados Unidos y por lo tanto de “desmexicanizarse”? ¿O más bien las películas parlantes ofrecían la oportunidad de crear una industria y con ella abrir nuevos caminos en la vida comunitaria y el arte nacionales? Periodistas, escritores y empresarios de espectáculos ofrecieron sus opiniones en periódicos y revistas, mientras que el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México envió una encuesta a artistas e intelectuales en la que se les preguntaba cuáles serían en su concepto los efectos culturales del vitáfono y qué actitud creían que debía tomar al respecto la Máxima Casa de Estudios. Ese revuelo estimuló al célebre autor José F. Elizondo (bajo su seudónimo de Pepe Nava) a escribir el cuento que aquí se reproduce, aparecido en su columna dominical “Vida en broma” para el periódico Excélsior el 14 de septiembre de 1930, acompañado por “monos” del gran dibujante Ernesto García Cabral:

«Vida en broma», Magazine Dominical, Excélsior, 14 de septiembre de 1930, p. 7. Col. Hemeroteca Digital Nacional de México.

Ante la avalancha vitafónica, los empresarios Rafael y Vicente Balmori decidieron impulsar la construcción del primer recinto diseñado para exhibir películas sonoras en la capital. Cuando las obras estaban por terminar, un periodista publicó en una revista gremial una nota en la que opinó que el aspecto exterior de ese edificio situado en la avenida Álvaro Obregón número 121 encajaba bien “entre los palacetes y residencias de la colonia en que se encuentra” (la Roma); también informó que el artista Eusebio Casanovas impuso a sus interiores una elegante decoración estilo Luis XVI y, claro, que el ingeniero Ignacio Capetillo y Servín se esmeró al atender sus características acústicas:

El piso de la sala se halla encima de un sótano especial de cemento que hace las funciones de caja de resonancia. El piso es de madera de alta calidad, cubierto con pasillos de fieltro. El remate de la boca del foro, las paredes laterales, el plafón y la balconería, revestidos de “celotex” y cubiertos con láminas del mismo metal, especial para evitar las repercusiones del sonido (…) La caseta es amplia (…) revestidas sus paredes con “celotex” para evitar que el ruido de los aparatos altere el sonido de la sala… (Mundo Cinematográfico, septiembre de 1930, p. 15)

En la inauguración del Cine Balmori el 12 de septiembre de 1930 se exhibió la “super-producción cantada y musicada” El gran Gabbo de James Cruze con Erich von Stroheim en un papel de ventrílocuo, además de cortos a colores y noticieros sonoros; hubo igualmente interpretaciones en vivo a cargo del tenor español Joaquín Irigoyen y bailes por las integrantes del Ballet Carroll. Un asistente a esa función elogió la calidad de lo presentado y describió así el lugar:

El edificio es amplio (…) en lo más céntrico, ameno y hermoso de la colonia Roma. La entrada, en elegante escalera, termina en cuatro puertas que la separan del vestíbulo, en el centro del cual se admira preciosa fuente con figuras de blanco mármol, y rodeada de pequeños cristales que han de reflejar luces en conjunto seductor.

Ya estamos en la sala (…) Todo es sobrio, severo, sin amontonamientos y chocarrerías. Las butacas cómodas, “cuatropeadas” en su colocación para no impedir la vista de los espectadores, y sobre una pendiente en el suelo bastante pronunciada (…) de suerte que el problema de la visión se resuelva cómodamente; de todas partes se ve, y se ve bien.

El escenario es elegante y lo bastante amplio para usarse en variedades; el telón de boca muy artístico y a cada lado hay dos palcos que sólo para adorno sirven, decorándolos con macetas y ricas cortinas. Muy vistosa la iluminación, la del centro con lámparas de luz indirecta para que no moleste el resplandor. En la parte alta vemos un confortable “hall” para descanso y los cuartos de aseo son modelo de buen gusto y comodidad, sobre todo el de las damas, con preciosos mármoles rojos. (“El nuevo cine Balmori”, Excélsior, 15 de septiembre de 1930, p. 4)

Con capacidad para 1878 espectadores, el Cine Balmori fue demolido años después para servir como estacionamiento del suntuoso complejo habitacional del mismo nombre.

Anuncio de la inauguración del Cine Balmori. Excélsior, 12 de septiembre de 1930, p. 6. Col. Hemeroteca Digital Nacional de México.

Enlaces y fuentes

https://es.wikipedia.org/wiki/Edificio_Balmori_(Colonia_Roma)

El dramaturgista y periodista José F. Elizondo “Pepe Nava”

María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, Cartelera cinematográfica 1930-1939, UNAM, México, 1980.

Ángel Miquel, Por las pantallas de la Ciudad de México. Periodistas del cine mudo, Universidad de Guadalajara, México, 1995.

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Dos viejos cines de Xalapa, Veracruz

El Teatro Cauz fue erigido a mediados del siglo XIX en la esquina de las calles del Ganado y de los Gallos, en el límite norte del actual casco histórico de la capital veracruzana. Además de practicarse el arte escénico en él, a principios de la nueva centuria también comenzó a acoger exhibiciones cinematográficas. Por ejemplo, en 1905 la empresa itinerante de Salvador Toscano y Román J. Barreiro dio en el Cauz funciones donde se proyectaron La guerra ruso-japonesa y otras sensacionales cintas de actualidad. El recinto, renombrado más adelante Teatro Lerdo de Tejada, continuó ofreciendo un amplio registro de espectáculos, que eventualmente incluían películas. Según consta en un anuncio publicado en el periódico El Guerrillero el 27 de diciembre de 1925, ese día la empresa de Josafat F. Márquez puso ahí en función doble las cintas (suponemos que estadounidenses) Recién casado, ¡Quémalos en caliente! y El misterio de los diamantes.

Programa del 13 de abril de 1905. Fundación Carmen Toscano / Filmoteca UNAM.
Programa del 7 de diciembre de 1905. Fundación Carmen Toscano / Filmoteca UNAM.

Con el gradual desplazamiento del arte teatral impuesto por el cine sonoro, el Lerdo de Tejada abandonó una de sus vocaciones y se convirtió en un espacio exclusivo para la exhibición de películas. Así lo conoció en los años cincuenta el adolescente Humberto Silva Mendoza, quien en su delicioso libro Nostalgias de Xalapa, lo recordó así:

Los miércoles la fiesta era en el Cine-Teatro Lerdo (…) Por tres pesos se disfrutaba de tres películas mexicanas en blanco y negro. Podían ser El Charro Negro con Raúl de Anda; Santo contra las momias de Guanajuato o El Ceniciento, con el genial Germán Valdés, Tin Tan. Esas noches (…) se escuchaban gritos y carcajadas motivadas por las escenas de las películas. En la sala de luneta o en los palcos, la mayoría de los espectadores eran adultos; pero en galería, cuya superficie estaba volada en un tercer nivel, los adolescentes armábamos una algarabía singular, motivo de molestia para los espectadores en palcos y luneta, quienes voceaban un “¡shhhhstt, cállense, cotorros!” A veces, los de arriba aventaban palitos de paleta y envolturas de plástico hechas bola a los de abajo; a ratos, la película sólo formaba parte de la diversión, pero todo era parte del espectáculo. (p. 113)

De acuerdo con los recuerdos del doctor Silva Mendoza, el Teatro-Cine Lerdo, ubicado en las cercanías del populoso Mercado Jáuregui, era de rompe y rasga. De mayor categoría era en la misma época el otro espacio de exhibición de películas xalapeño, el Cine Radio, perteneciente a la empresa Cines Unidos S.A. y localizado en la céntrica calle Zamora números 8-10. Escribe:

Los domingos el première en el Radio era todo un acontecimiento. La entrada costaba cinco pesos (…) Los boletos se adquirían el mismo día en las taquillas abiertas al público unas horas antes. Esto ocasionaba que las filas fueran grandes, con frecuencia a lo largo de dos cuadras, y ello daba oportunidad de crear verdaderas tertulias entre los cinéfilos durante la espera. Se encontraban familiares, vecinos, compañeros de escuela o del trabajo. Eran momentos de platicar, chismear y actualizarse sobre el acontecer de aquella pequeña ciudad.

(…) Cuando la hilera empezaba a moverse, la emoción aparecía y crecía; los comentarios se acaloraban. Se entraba a la sala, aún con luces, y empezaba la movilización hacia la dulcería situada a un costado de los asientos (…)

La primera película empezaba, nadie se movía, todo permanecía en silencio. Después de corto tiempo, al voltear hacia cualquier lado, se podía ser testigo de arrumacos y cinematográficos besos de parejitas por doquier. El cine era el sitio donde se tenía más posibilidad de “echar novio” con la amada, pues la cinta inicial no era el motivo de la asistencia a la sala; la segunda era la buena. Así que se aprovechaba el primer tiempo en aquellos menesteres románticos (…)

Por fin se proyectaba la película première en tecnicolor y con Panavisión. Podíamos ver a Elizabeth Taylor y Rock Hudson, Jean Simmons, Robert Taylor, el rey de los westerns John Wayne, u otra luminaria (…) A eso de las ocho de la noche la función finalizaba y casi en bloque los espectadores iban a parar al Parque Juárez, hasta las diez de la noche, y entonces las calles quedaban desiertas… (pp. 110-113)

En la página 965 de la Enciclopedia cinematográfica mexicana editada por Ricardo Rangel y Rafael E. Portas se informa que el Teatro-Cine Lerdo de Tejada tenía cupo para 2016 espectadores y el Cine Radio para 2800. Hoy sus dos edificios son estacionamientos. El centenario Cauz-Lerdo fue demolido en los años sesenta; sólo sobreviven secciones de dos de sus muros originales, en franco deterioro. En cuanto al Cine Radio, desapareció como recinto de exhibición en los noventa; sobreviven restos de su fachada, del techo, de su estructura interior y de su decoración originales, entre ellos los mosaicos de la empresa poblana de I. Uriarte que adornaban la fachada y el vestíbulo, que aquí se reproducen.

Decoración de la fachada del viejo Cine Radio. Foto AM.
Decoración del vestíbulo. Foto AM.
Decoración del vestíbulo. Foto AM.
Decoración del vestíbulo. Foto AM.
Decoración del vestíbulo. Foto AM.

Fuentes y enlaces

Humberto Silva Mendoza, Nostalgias de Xalapa, Universidad de Xalapa, Xalapa, 2016.

Un pionero del cine en México. Salvador Toscano y su colección de carteles, Fundación Carmen Toscano y UNAM, México, 2002 (cd rom).

Ricardo Rangel y Rafael E. Portas (editores), Enciclopedia cinematográfica mexicana, 1897-1955, Publicaciones Cinematográficas, México, 1957.

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Cines y cinéfilos

Un sueño de Jack Kerouac

Cuando a mediados de los años cincuenta Jack Kerouac intentaba colocar en alguna editorial su novela En el camino, tenía ya terminada una versión de su Libro de sueños. El éxito fulminante de la primera, finalmente publicada en 1957 por Viking Press, abrió la posibilidad de la edición de éste por City Lights en 1961. Sólo que su editor, Lawrence Ferlinghetti, consideró necesario abreviar el largo manuscrito y le quitó ¡doscientos sueños! Cuarenta años después, Robert Creeley hizo para la misma editorial una edición completa, a la que agregó una breve introducción en la que relató las circunstancias que rodearon al registro de estos productos oníricos por Kerouac durante casi una década.

Portada de la primera edición de City Lights, 1961

Quizá lo más interesante de esos sueños sea que en ellos solían aparecer los personajes de las novelas. De hecho, en las dos ediciones se añade a los registros una lista en la que se identifica a los que saltaron de En el camino, Los subterráneos y Los vagabundos del Dharma para realizar acciones extra-literarias en el universo nocturno. Y que seguramente habrán de remitir, como podrían comprobar los fans de ese escritor tan dado a la autoficción, a las personas de carne y hueso en las que éste se basó para dar cuerpo a sus personajes.

También aparecen enmascaradas en esos sueños otras personas de la llamada vida real, como sus padres y amigos, el beisbolista Mickey Mantle y unos bateristas negros que tocan jazz. De forma notable, están presentes en ellos intérpretes del cine hollywoodense, que deben haberse colado a su mundo interno a través de las películas o de los mecanismos promocionales del sistema de estrellas. Así, Jack tiene un romance con Marlene Dietrich, toma el té con Zsa Zsa Gabor mientras se oculta de alguien, aloja a un enfermo Jerry Lewis en su departamento, participa en una orgía organizada por Tony Curtis y establece contactos fugaces con Olivia de Havilland, los hermanos Marx y Ava Gardner. A ese conjunto de sueños relacionados con el cine pertenece la siguiente pieza (pp. 185-186 de la edición de 2001), que me pareció, por sus cualidades poéticas, traducible en verso:

Kerouac, cuyas obras literarias fueron fuente de inspiración para los músicos populares y los cineastas independientes norteamericanos, escribió y narró el corto documental Pull My Daisy (Robert Frank y Alfred Leslie, 1959), dedicado a su generación. Sobre él se hicieron después Kerouac, the Movie (John Antonelli 1984), What Happened to Kerouac? (Richard Lerner y Lewis MacAddams, 1986), Jack Kerouac´s Road: A Franco-American Oddisey (Herménégilde Chiasson, 1987) y One Fast Move or I’m Gone: Kerouac’s Big Sur (Curt Worden, 2008). Entre las adaptaciones de sus novelas destaca la excelente On the Road (2012), producida entre otros por Francis Ford Coppola y John Williams, dirigida por Walter Salles y estelarizada por Garrett Hedlund, Sam Riley y Kristen Stewart.

Fuente y enlaces

Jack Kerouac, Book of Dreams, introduction by Robert Creeley, City Lights Books, San Francisco, 2001.

https://es.wikipedia.org/wiki/Jack_Kerouac

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Cines y cinéfilos

Los cines en San Antonio, Texas, en 1926

Rafael Bermúdez Zataraín fue una de las figuras más importantes de la cultura del silente mexicano. Su contacto con los negocios del séptimo arte se inició en la temprana adolescencia, cuando fue contratado para redactar los programas de un salón de exhibiciones en su Durango natal. Al trasladarse con su familia a la Ciudad de México en 1910, el cinéfilo encontró trabajo en la empresa de distribución y exhibición de los hermanos Granat. Sus actividades posteriores incluyeron la traducción de intertítulos, la elaboración de anuncios, la gestión de un cine y la distribución de películas. En 1918 Bermúdez dirigió María, basada en la novela del colombiano Jorge Isaacs; después fue co-director con Miguel Contreras Torres de El caporal (1921), colaboró en adaptación del argumento de El Zarco (José Manuel Ramos, 1921) y, en la etapa del sonoro, escribió el argumento de Chucho el Roto (Gabriel Soria, 1934). A su muerte en 1934, estaba a cargo de la publicidad en la oficina mexicana de la Metro-Goldwin-Mayer.

Bermúdez fue ante todo un tenaz periodista cinematográfico. Con su nombre o sus numerosos seudónimos firmó cientos de notas enviadas a El Heraldo de México, El Universal, Zig-Zag, Ilustrado, Rotográfico, Diversiones y La Afición. También tuvo a su cargo entre 1926 y 1929 la edición del “Magazine Fílmico”, suplemento del semanario Rotográfico que puede considerarse como la primera publicación mexicana extensa dedicada por entero al arte de la pantalla. Entre otras cosas, se deben a él la práctica permanente de un léxico especializado para referirse a las películas y la promoción en el país de sus paisanos Ramón Novarro y Dolores del Río, quienes alcanzaron el estrellato en Hollywood.

Escribió José María Sánchez García en su Historia del cine mexicano:

La profesión de periodista cinematográfico, en nuestro ambiente, no es tan antigua como podría suponerse (…) No fue sino hasta 1920, aproximadamente, que el cine empezó a interesar por igual a grandes y chicos, a jóvenes y viejos, a intelectuales e ignorantes. En los años anteriores, ninguna publicación respetable daba al cine más importancia que la de una diversión de poca trascendencia, indigna de la atención ni del tiempo de los periodistas de cierta categoría (…)

En México surgió un hombre de letras que, afrontando la incomprensión y en muchos casos la burla, decidió entregar sus entusiasmos, su fe y sus energías al cultivo del periodismo cinematográfico (….) Aquel hombre, que fue un precursor al que todos los especializados en esta rama del periodismo debiéramos levantar un monumento en señal de gratitud, se llamó Rafael Bermúdez Zataraín (…)

En uno de sus viajes por Estados Unidos, allá por el año de 1923 a 24, se detuvo en Hollywood donde le traté y le hice conocer a muchas de las personalidades más destacadas de la industria; conmigo recorrió los estudios principales y pronto se puso al corriente de los numerosos adelantos técnicos (…) A su regreso compró el Cine Iris, de Tacuba (…) pero pronto se convenció de que no había nacido para empresario, por lo que regresó a sus queridas actividades periodísticas (…)

Llegó a poseer, formada con su entusiasmo, la más completa documentación cinematográfica de su época que he conocido, parte de la cual ha pasado a mi poder, cedida gentilmente por conducto de su estimable familia (…) Suma enorme de trabajo y entusiasmo representó para él el proyecto de una obra, La historia del cine nacional, que dejó apenas iniciada. (pp. 97-98)

Rafael Bermúdez Zataraín. Fotografía publicada en José María Sánchez García, Historia del cine mexicano (1896-1929), p. 98

Entre enero y marzo de 1926, Bermúdez hizo un viaje a Estados Unidos, del que dejó constancia en textos aparecidos en el diario El Universal y el semanario Ilustrado. Su propósito principal era estudiar las características arquitectónicas y las estrategias comerciales de los mejores salones para difundirlas en México, pero en la serie constituida por sus artículos «Películas de Estados Unidos» se reveló también una apreciación de otros aspectos de la cultura norteamericana. En los textos donde narró su paso por San Antonio, San Luis Missouri, Buffalo, Nueva York, Niagara Falls y Boston analizó, por ejemplo, los criterios de los empresarios para la selección de cintas, la calidad de las proyecciones y sus acompañamientos musicales, la ubicación urbana y el confort de las salas, y los medios publicitarios con que se promocionaban las funciones. Se reproduce una de esas notas, aparecida en El Universal el 29 de enero de 1926, p. 9, donde Bermúdez consideró a San Antonio como «una prolongación» de las ciudades mexicanas en la que «se habla lo mismo el español que el inglés y hay tantos mexicanos como americanos».

Referencia y enlaces

José María Sánchez García, Historia del cine mexicano (1896-1929), edición facsimilar de sus crónicas a cargo de Federico Dávalos Orozco y Carlos Arturo Flores Villela, UNAM, México, 2013.

http://escritores.cinemexicano.unam.mx/biografias/B/BERMUDEZ_zatarain_rafael/biografia.html

http://www.vivomatografias.com/index.php/vmfs/article/view/119

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Cines y cinéfilos

El Archivo de Cine de Lluís Benejam

Cuando hace unos diez años realizaba la investigación que condujo al libro Crónica de un encuentro. El cine mexicano en España, 1933-1948 (publicado por la UNAM en 2016), mi amiga madrileña Marina Díaz me puso en contacto con un coleccionista catalán quien, según dijo, podía ayudarme a cubrir algunos de los huecos que entonces tenía el trabajo. A partir de ese momento la investigación se ensanchó y aceleró de manera considerable, pues Lluís Benejam, el coleccionista, comenzó a enviarme desde la localidad ampurdanesa de Capmany, donde vive, correos electrónicos con imágenes de programas de mano, carteles y otros materiales impresos relativos a las películas mexicanas exhibidas en la Península en el periodo que me interesaba. Además de proveerme de invaluable información que con frecuencia otras fuentes no daban, Lluís me permitió reproducir gratuitamente en el libro muchas de esas piezas, bajo el generoso argumento de que prefería tener un amigo a hacer un negocio.

En 2017 Anna y yo visitamos a Lluís en Capmany, donde nos mostró con orgullo el tesoro de su colección de impresos, documentos, libros, discos y objetos de la más diversa clase. Y yo recibo regularmente la información de las ampliaciones y reorganizaciones que el coleccionista hace a la página web que, basada en el archivo físico, recoge como su aportación más destacada unas 70 mil imágenes relativas a las películas de cualquier nacionalidad estrenadas en España desde 1900 hasta hoy. Ese traslado a la dimensión virtual no evita –como sucede en otros archivos personales o familiares– que lo afanosamente coleccionado durante décadas corra el riesgo de perderse si no encuentra un espacio público o privado que garantice su conservación a largo plazo.

Al preguntarle por el origen de la pasión que lo animó a constituir el archivo, Lluís me respondió con este interesante testimonio:

En 1965, a la edad de 14 años, mi padre me puso a trabajar en una imprenta de Figueres, donde vivíamos. Dicha imprenta era la encargada de reimprimir la parte posterior de los programas de mano donde se anunciaba la próxima programación, los cuales se repartían a la salida de los cines. En aquella época había en Figueres cinco salas donde proyectaban películas los jueves, sábados y domingos. Las salas tenían una elevada audiencia por el motivo de que, aparte de ir al cine, no había en el lugar mucho más que hacer. La sesión consistía en ver el Nodo y dos películas, y cuando salías ya era hora de volver a casa.

Los programas de mano me sedujeron desde el primer día. Fue en aquellos años en que me propuse empezar una colección. Muchas personas guardaban en cajas de zapatos los que iban recogiendo cada semana, sin la intención real de hacer una colección. Sabiendo que yo hacía una, me los cedían. Por otro lado, escribí anuncios en publicaciones locales y revistas especializadas para contactar con otros aficionados y con el tiempo llegué a tener correspondencia con coleccionistas de toda la península. Normalmente las personas que me escribían mandaban listas para intercambiar, pero yo veía que de algunas películas se habían editado dos o más programas y con la lista no podías saber si te faltaba uno o no, por lo que empecé a mandar paquetes con 500 o 1000 piezas para que mis corresponsales escogieran las que les faltasen. Al principio algunos quedaban sorprendidos de la confianza que les daba porque no estaban habituados a esa práctica, pero con el tiempo también optaron por ella. De esta forma pude reunir más de 18 mil programas de mano.

Esos intercambios terminaron a principios de 1980 cuando con mi pareja fundamos una empresa. Fueron años muy duros pues empezamos de cero y con créditos de bancos con comisiones muy altas, por lo que teníamos que trabajar mucho para poder salir adelante. El estrés me provocó en 1995 una depresión que me llevó a consultar a diversos especialistas. Uno me dijo que tenía que buscar alicientes fuera del trabajo, porque durante estos años laboraba de catorce a dieciséis horas diarias, sin días feriados ni vacaciones. Una locura.

La visita al médico coincidió con que el mismo año se celebraba el centenario del cine y hablando con un cliente que era presidente de la Academia de Bellas Artes de Sabadell me propuso realizar una exposición para conmemorar ahí esa fecha. La propuesta me gustó y empecé a pensar en qué tipo de exposición podría realizar con lo que había reunido. Pensé que estaría bien que fuera en torno a las películas ganadoras del Oscar, porque la mayoría son recordadas por los aficionados. El problema vino cuando me di cuenta de que a partir de 1980 no disponía de información, por lo que me puse en contacto con distintos empresarios de cine para pedirles si querían colaborar facilitándome el material que necesitaba. Mi sorpresa fue que la mayoría tenía guardado el material impreso de las películas que habían pasado años atrás en sus pantallas. Al preguntarles por qué lo guardaban su respuesta fue, simplemente, que porque disponían del espacio para hacerlo.

Al final logré encontrar impresos de las películas de que no disponía para hacer la exposición. Entonces pensé en todo lo que había visto almacenado en los cines y me pregunté qué destino le esperaba. Me propuse recuperar dicho material con el objetivo de hacer un archivo. A partir del 2000 muchas salas iban cerrando para dar paso a los multicines que se construían en polígonos comerciales a las afueras de las ciudades. Las visité y tuve la suerte de recuperar abundante material que en otro caso hubiera desaparecido. Estoy contento de haber contribuido a salvar información y tengo que agradecer a los empresarios que creyeron en mi proyecto, pues gracias a ellos he podido reunir miles de carteles, programas de mano, fotocromos, guías publicitarias, diapositivas…

El archivo es una mirada global, lejos de preferencias y prejuicios. Esto ha comportado que la colección sea amplísima y que comprenda la mayoría de las películas estrenadas en España, sin tener en cuenta la crítica que han recibido, ni el género, ni el éxito comercial. Este hecho hace que la colección sea enorme y muy interesante. Con mi mujer hemos viajado más de 15 mil kilómetros recorriendo cines en toda la península. Sobre las piezas que considero más importantes no tengo ninguna preferencia, pero los carteles diseñados por Soligó, Macario, Jano y Zulueta, entre otros, son de muy buena calidad. Al haber trabajado en el mundo de las artes gráficas valoro mucho el diseño, aunque sea el cartel de una película menor.

Se reproducen enseguida algunas piezas como muestra, por un lado, de la riqueza de la colección de Lluís Benejam, y por otro de la variedad de diseños y formatos con que se publicitaban las muy bien recibidas películas y estrellas mexicanas en los años cuarenta.

Programa para el Publi Rio Cinema de Figueres, 29 de mayo de 1941. Archivo-colección Lluís Benejam.
Programa para el Cine Samboyano / Sala Amigán de Sant Boi de Llobregat, 18 y 19 de marzo de 1942. Archivo-colección Lluís Benejam.
Programa para el Cine Ideal de Castelló d´Empuries, 1944 (frente y dorso). Archivo-colección Lluís Benejam.
Programa genérico, 1945. Archivo-colección Lluís Benejam.
Programa genérico. Archivo-colección Lluís Benejam.

Programas genéricos, 1947. Archivo-colección Lluís Benejam.
Programa para los cines Victoria y Zorrilla de Badalona, 1947. Archivo-colección Lluís Benejam.
Programa genérico, 1949. Archivo-colección Lluís Benejam.

Enlaces

https://archivocine.com/

https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20160712/lluis-benejam-no-me-gusta-guardarme-las-cosas-solo-para-mi-5264471

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Cines y cinéfilos

Un día en el cine de Ricardo Torres Alcaraz

De acuerdo con las documentadas investigaciones acerca de los cine clubs mexicanos hecha por Gabriel Rodríguez Álvarez, un año importante en su desarrollo fue 1955, cuando proliferaron al grado de suscitar la fundación de una Federación Mexicana de Cine Clubs, de estimular la edición de la revista Cine Club y de promover la creación del primero de esos espacios en el flamante campus de la Universidad Nacional Autónoma de México. Esto último ocurrió por iniciativa de Manuel González Casanova, entonces estudiante de Teatro, en la Facultad de Filosofía y Letras. Y a ese lanzamiento siguieron otros en las escuelas de Ciencias Químicas, Arquitectura y Artes Plásticas, y en las facultades de Derecho y Ciencias.

Informa Rodríguez que el cine club de Ciencias fue impulsado originalmente por Salvador Ayala y Ramón Agarta, remplazados por otros cinéfilos hasta que se incorporó al grupo Ricardo Torres Alcaraz, más conocido por propios y extraños como el Trin. Su hermano Carlos me envió un correo electrónico en el que contó que ya participaba en la programación cineclubera en 1966, cuando

…me invitó a un ciclo del Gordo y el Flaco (muy bueno) con materiales que consiguió en Televisa otro miembro del cine club del que no me acuerdo físicamente y cuyo apellido creo que era Mier. Yo entré a la Facultad en 1969, pero ya conocía a algunos de sus amigos entre los que se hallaban Mari Carmen Azorín (matemática) y Rafael Úbeda (matemático). El Úbeda siguió siendo amigo del Trin durante muchos años. Al igual que mi hermano, tuvo polio es su primera infancia, pero las dos piernas no le crecieron, por lo que andaba en silla de ruedas. Como por el 66 yo ya manejaba, el Trin me utilizaba de chofer para hacer recorridos de conocedor de cine por toda la ciudad, donde veíamos dos y hasta tres películas en una tarde y en diferentes lugares. Por ejemplo, íbamos al cine Lindavista porque pasaban una de Truffaut, y luego corríamos al cine Jalisco en Tacubaya porque había otra de Truffaut o algún otro director como John Ford o Juan Orol. Generalmente el Úbeda iba con nosotros, y yo era el chalán que subía la silla de ruedas a la cajuela, la bajaba y luego corría a estacionar el coche mientras el Trin y él compraban los boletos.

Algo que recuerdo de aquellos tiempos es que yo “veía” dos películas por una. La primera era como espectador en el cine con palomitas y todo; la segunda era en la taquiza donde entre ellos la comentaban, lo que para mí era como otra película, pues casi todo lo que decían era algo de lo que no me había dado cuenta (el significado de cada escena, el movimiento de la cámara, el sentido y fuerza de las tomas incluyendo datos técnicos, la música elegida, múltiples referencias a los diálogos y su conexión con la política, la filosofía, la literatura y diversas corrientes cinematográficas). Yo actuaba como un chavo apantallado que ponía atención a todo lo que decían para ver la “otra peli” y descubrir todo lo que me había pasado desapercibido.

Sigue el correo electrónico de Carlos, también conocido como el Chuquis:

Entonces tenían una revista que hacían entre ellos y otro cuate de apellido Garmendia. La Revista se llamaba 35 mm y ellos eran los redactores, capturistas, impresores, distribuidores y demás chingaderas. Recuerdo haber leído algunas cosas realmente buenas. Una de ellas era una entrevista que ellos le hicieron a Jean-Luc Godard en la Muestra de Cine de Acapulco. Por desgracia el Trin no conservó ningún número de la revista. Según me dijo, todo se perdió cuando guardó sus cosas en una bodega que se llenó de humedad e incluso se inundó.

Sobre esa revista hay publicado el testimonio de uno de sus hacedores, Arturo Garmendia. Dice, en las páginas 313-315 de su texto “Luz… cámara… acción… La batalla de Nuevo Cine por la cultura cinematográfica”, que en 1967, poco después de su ingreso como estudiante al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (el ya cincuentón CUEC, por cierto también fundado por Manuel González Casanova) estableció amistad con los cinéfilos Óscar Alzaga, Rafael Úbeda, Ricardo Torres, Carlos Carrillo y Juan Mora Catlett, con quienes ante las escasas tareas escolares se propuso editar una revista. Su modelo fue el boletín La Semana en el Cine que había sido publicado entre agosto de 1962 y septiembre de 1966 por Emilio García Riera, Gabriel Ramírez, Jorge Ayala Blanco, Jomí García Ascot y Carlos Monsiváis, y en el que según cuentas del primero se dio noticia de las aproximadamente mil quinientas películas estrenadas en cines o exhibidas en cine clubes en esos años en la capital, además de proporcionarse las fichas de otras diez mil, incluidas en las filmografías de doscientos directores e igual número de actores (nota para La Cultura en México, 20 de julio de 1966).

García Riera, recuerda Garmendia, había sido maestro suyo y de sus amigos en el CUEC, pero por otra parte,

…el hecho fortuito de que Rafael (Úbeda) viviera en la calle de Benjamín Franklin (…) y García Riera en la vía paralela, Baja California, más o menos a la misma altura, propició frecuentes encuentros; el hecho de que ninguno manejara automóvil y coincidiéramos en la parada de autobús de Avenida Insurgentes y Baja California fomentó pláticas en la acera y más tarde reuniones en su departamento a tomar café, o en la cafetería del cine Las Américas, en Insurgentes, donde el tema recurrente era el cine, siempre el cine. No puede decirse que fuéramos amigos porque lo personal no entraba en la relación, pero a nosotros nos caían simpáticos tanto él como su esposa (…) Él nos miraba asombrado de nuestra capacidad de lucubración, en ocasiones externaba su acuerdo con nuestras opiniones y, sobre todo cuando discutíamos sobre cine mexicano, nos miraba atónito pero con respeto: nunca desdeñó nuestros argumentos, por más atrabancados que fueran. (p. 315)

Orientada por el propósito de tratar sobre todo en sus páginas asuntos referidos al cine mexicano, entre 1967 y 1969 aparecieron diez números de 35 mm, que eran distribuidos entre los asistentes a los cine clubs y en unas cuantas librerías. El Trin publicó ahí crítica de películas, al mismo tiempo que presidía el cine club de Ciencias, cargo que conservó hasta 1972. Unos meses después de su muerte a los 52 años, apareció su libro Tres cuentos y un guión de cine (Palabra en Vuelo, México, 1997) de donde se toma el regocijante texto que sigue.

Referencias y enlace

Gabriel Rodríguez Álvarez, Manuel González Casanova. Pionero del cine universitario, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2009.

Arturo Garmendia, “Luz… cámara… acción… La batalla de Nuevo Cine por la cultura cinematográfica”, en Pablo Mora y Ángel Miquel (compiladores), Españoles en el periodismo mexicano, siglos XIX y XX, UNAM y UAEM, México, 2008, pp. 313-337.

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El cine de Tuxpan, Michoacán

El señor Daniel Blanco, de 80 años, nos contó que su padre, Manuel Blanco Rubio (llamado Machicho) puso un primer Cine Tuxpan a un costado del jardín principal, en los años cincuenta. El éxito del negocio propició que se mudara al espacio hasta entonces ocupado por una vieja posada, en otro costado del jardín, donde mandó edificar un galerón muy simple de muros de ladrillo y techo de lámina. Este recinto, más grande que el anterior, tenía capacidad para 1250 espectadores, 850 en planta baja y 400 en un primer piso preferencial. Las funciones eran los jueves y domingos. El primer día, a partir de las 17:00 horas, se pasaban dos películas, una de las cuales se repetía; el segundo las proyecciones iniciaban a las 16:00 horas y se repetían las dos cintas. El precio de entrada era de cuatro pesos, con permanencia voluntaria. No había restricciones para el acceso ni censura, por lo que los niños podían colarse a ver atrevidas obras de adultos.

Blanco dijo que él se encargaba de ir por los rollos a los Estudios Churubusco en la Ciudad de México; que antes de llegar a Tuxpan, las películas se proyectaban en otros pueblos de la zona, Jungapeo, Agostitlán y Ocampo; que eran en su mayor parte mexicanas, porque las extranjeras requerían de un voluntario lector de subtítulos, que se solicitaba, a veces sin éxito, entre el público; que las de mayor popularidad en esa región ranchera eran… las rancheras; y que entre éstas gustaban mucho las interpretadas por Vicente Fernández. Luego contó una anécdota ocurrida en el interior del primer local. En una escena de cantina, el personaje hecho por Luis Aguilar bebía tequila solo, sentado a una mesa, cuando un enemigo se le acercaba solapadamente para golpearlo con una silla. Entonces un espectador gritó “¡Por atrás no!”, desenfundó su pistola y disparó un par de veces sobre la imagen del malvado.

El Cine Tuxpan perdió a su público, como tantos otros, por la irrupción de los videocasetes a principios de los años noventa. Su local se utilizó entonces como pista de baile. Ese negocio también declinó y el amplio terreno se fraccionó. Actualmente alberga a una pensión para autos, una funeraria, una heladería, una farmacia, una zapatería y una oficina de gobierno. En el local que sirve como estacionamiento hay arrumbadas unas butacas. El proyector fue vendido a los “árabes” que itineraban por pequeños pueblos para hacer exhibiciones al aire libre.

Hijo de emigrantes asturianos, Machicho fue presidente municipal de Tuxpan dos veces, en 1957-1959 y 1972-1974. Daniel Blanco orgullosamente nos contó que él, en su juventud, bailó el pericote en el escenario del Palacio de Bellas Artes.

Parte posterior del galerón del segundo Cine Tuxpan. Foto: AM.
Fachada (ya irreconocible) del segundo Cine Tuxpan. Foto: AM.
Interior del segundo Cine Tuxpan, con el barandal que limitaba el primer piso y las ventanas para la caseta tapiadas. Foto: AM.

Enlaces

http://inafed.gob.mx/work/enciclopedia/EMM16michoacan/municipios/16098a.html

https://www.los-municipios.mx/municipio-tuxpan-mic.html

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Cines y cinéfilos

Tres estaciones de los cines de Mérida, Yucatán

Otoño de 1916 – verano de 1917

El semanario ilustrado Revista del Cinema comenzó a aparecer en Mérida el 10 de noviembre de 1916. Su director, Valeriano Ibáñez, expresó en su primera editorial que si hacía cuatro años «apenas si se contaba con tres cinematógrafos» en la ciudad, ese número había aumentado desde entonces de tal forma que era ya «más que suficiente» para ameritar la existencia de una publicación dirigida a orientar al público (por cierto, en el país sólo en la capital hubo en estos tiempos un par de publicaciones especializadas similares, de vida más efímera). Una de las secciones de la revista era un «Indicador de espectáculos» en el que se enlistaban, junto a cuatro teatros, los salones de cine Variedades, Fraternidad, Mérida, Frontera, Pathé, Palacio e Independencia. Y las condiciones generales de éstos así como sus funciones eran juzgadas en la sección «Por los cines» por el crítico Káiser. Como muestra un documento reproducido por Laura Isabel Serna, ofrecieron sus servicios en la revista diversos operarios del nuevo entretenimiento radicados en Yucatán, como Edipo Castillo (“fabricante de las mejores placas para anuncios cinematográficos”), Alfredo Genestas (“operador de la empresa Cines Mérida”), Álvaro Novelo (“electricista operador de cinematógrafo”) y Manuel A. Arias (“operador cinematográfico en disponibilidad”).

Revista del Cinema, 10 de noviembre de 1916, p. 8. Colección: Biblioteca Virtual de Yucatán.

Otra publicación de la época fue Adelante. Semanario Ilustrado de Literatura, Artes y Ciencias. En su número del 25 de agosto de 1917, los lectores de esta revista que aparecía los sábados encontraron que iba a dedicar su penúltima página a anunciar los espectáculos públicos, para que de esa forma tuvieran “las familias una guía segura y a mano de las funciones que se ofrezcan”. Esa novedosa sección estaba destinada tanto a teatros como a cines, pero se convirtió de hecho en un vehículo de los negocios del séptimo arte, pues no sólo eran para entonces muchas más las funciones de películas que las de representaciones escénicas, sino que también se publicaron ahí anuncios de empresarios como Germán Camus y Gonzalo Arrondo, dedicados al alquiler de cintas y a la venta de aparatos y accesorios.

Adelante, 11 de agosto de 1917, p. 27. Colección: Hemeroteca Nacional Digital de México.

Naturalmente, la poderosa presencia del cine en la vida urbana desplazó a otros espectáculos, lo que en el mismo semanario fue comentado así en verso chusco por Santiago Antón Aguayo:

«Pura broma», Adelante, 11 de agosto de 1917, p. 16. Colección: Hemeroteca Nacional Digital de México.

Primavera de 1940

El 23 de marzo de 1940 se inauguró el Cinema Peón Contreras con la exhibición de la película francesa Carnet de baile (Julien Duvivier, 1937) y la actuación en vivo de la cantante Lucha Reyes. El acontecimiento fue considerado un sacrilegio por quienes se habían acostumbrado, desde la inauguración de ese magnífico recinto el 21 de diciembre de 1908, a ver en su escenario representaciones de teatro, ópera, zarzuela y música clásica. Es cierto que eventualmente también se habían exhibido en él películas, pero ésta iba a ser ahora su vocación única. Uno de los decepcionados espectadores, Gonzalo Cámara Zavala, se dio entonces a la tarea de escribir Historia del Teatro Peón Contreras, documentado volumen donde hacía un recorrido que culminaba precisamente –para el autor de manera anticlimática– en su transformación en cine. Decía:

Los que desde sus más juveniles años han tenido, en Mérida, por el teatro especial predilección, no han podido mirar, sino con profunda tristeza, el cambio de nombre (…) Todas las gentes que iban al teatro para gozar de las obras y de su interpretación, no era posible que recibieran con agrado el título luminoso, que apareció en la fachada de nuestro principal Templo del Arte Escénico (…) Estamos seguros de que si el Dr. Peón Contreras pudiera hablar, habría demostrado su inconformidad, desde el alto sitio en que se encuentra colocado su busto, contra la irreverencia que se ha hecho a su muy ilustre personalidad (…)

Por otra parte, si preguntamos al gran público si el cambio estuvo bien hecho o no, seguramente la respuesta sería afirmativa. El público juvenil no ha podido tener afición por el teatro porque casi no lo ha conocido. En cambio, por el cine ha demostrado gran pasión. El público de antaño era muchísimo más reducido que el de hogaño. Lo prueba el hecho de que los nueve cines de Mérida dan función diariamente y los domingos no queda una localidad vacía. (pp. 345-347)

El autor no mencionaba los nombres de esos nueve cines, pero los encontramos (junto con el del décimo y la información de sus cupos) en la p. 969 de la Enciclopedia cinematográfica mexicana editada por Ricardo Rangel y Rafael E. Portas: Peón Contreras, 2200; Cantarell, 1325; Novedades, 2013; Colonial, 1385; Principal, 1500; Encanto, 1500; Rialto, 1200; San Juan, 900; Alcázar, 1000, y Esmeralda, 1032.

El Cinema Peón Contreras ofreció funciones durante unos treinta años. En 1977, convertido en bodega, fue expropiado por el gobierno estatal. Luego de ser remodelado recuperó su destino como espacio para representaciones teatrales y actualmente, como consigna su página web, es un “recinto cultural de artes escénicas”.

Teatro Peón Contreras, calle 60 x 57, abril de 2022. Fotografía: AM.

Primavera de 2022

Unas de El Santo, otras de Capulina, Las ficheras, La guerra de las galaxias, Los cazafantasmas… Estos fueron los recuerdos espontáneos de las películas vistas en su infancia o adolescencia por tres amables guías que, en distintos momentos, nos condujeron a Anna y a mí por las calles del centro de Mérida en busca de vestigios de cines antiguos. Lo que vimos y oímos muestra que, a pesar de su reconversión para los usos más disímbolos, los viejos cines permanecen en la configuración urbana y en la memoria de quienes viven en la ciudad. Algunos datos y anécdotas: el Cantarell tenía aire acondicionado; en el Rex toleraban que se fumara; en el Pedro Infante pasaban películas para niños y en el STIC para adultos pasadas de tono; fuera del centro (en la colonia Alemán) estuvo el Cine Maya; los primeros multicines se instalaron en Plaza Dorada. El único de los del centro que sobrevive como espacio de exhibición de películas tiene muy larga vida bajo los nombres sucesivos de Frontera, Rívoli y Rex.

Antiguo Cine Alcázar, calle 57 x 52 y 50, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Cantarell, calle 60 x 59, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cinema 59, calle 59 x 68 y 70, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Esmeralda, calle 69 x 50, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Fantasio, calle 59 x 60, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Internacional, calle 59 x 58 y 56, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Mérida, calle 62 x 61 y 59, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Pedro Infante, calle 62 x 95, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine Premier, calle 62 x 57, abril de 2022. Fotografía: AM.
Cine Rex, calle 57-A x 72 y 70, abril de 2022. Fotografía: AM.
Antiguo Cine STIC, calle 56 x 55 y 57, abril de 2022. Fotografía: AM.

Referencias y enlaces

Gonzalo Cámara Zavala, Historia del Teatro Peón Contreras, México, 1946.

Ricardo Rangel y Rafael E. Portas (editores), Enciclopedia cinematográfica mexicana 1897-1955, Publicaciones Cinematográficas, México, 1957.

Laura Isabel Serna, “Revista del Cinema: Silent Cinema in Yucatán”, Film History, 29.1 (2017), pp. 1-29.

https://www.instagram.com/teatropeoncontreras/

CINES ANTIGUOS DE MÉRIDA

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=cine%20maya%20m%C3%A9rida

Destacada

Cines y cinéfilos

Dos cines en Ciudad Mendoza, Veracruz

Ubicado en una zona montañosa del próspero valle de Orizaba, el pueblo de Santa Rosa Necoxtla fue fundado a principios del siglo XX para regularizar los asentamientos a que había dado lugar la construcción y la posterior puesta en marcha de la fábrica textil del mismo nombre. Las enormes dimensiones de esa industria, lanzada por empresarios franceses, dieron lugar a una importante migración de trabajadores en busca de empleo y provenientes de diversas regiones cercanas. Esto hizo imprescindible una planificación urbana y en 1900 el ingeniero Miguel Ángel de Quevedo presentó un proyecto de ciudad. A las calles, banquetas, parques y plazas hechas de acuerdo con ese trazo, siguieron casas, locales para comercios, edificios municipales, la iglesia dedicada a Santa Rosa de Lima e incluso un pequeño teatro en el que se podían ofrecer espectáculos que complementaran los escasos entretenimientos accesibles a los cada vez más numerosos habitantes de la localidad.

La fábrica textil. Fotografía anónima al parecer de principios de siglo, reimpresa cuando la población ya había cambiado de nombre. Colección: Foto Fija / Francisco Montellano.

En ese recinto ofrecieron funciones empresarios itinerantes como Enrique Rosas y Salvador Toscano, hasta que esa práctica cedió frente a la de exhibición en cines permanentes alimentados por distribuidoras. El nuevo sistema se implantó primero en la capital y otras ciudades, para expandirse poco a poco hacia poblaciones de mejor jerarquía y zonas rurales. El proceso había prácticamente concluido en el país cuando, en los años treinta, se dio la transición industrial que convirtió al arte mudo en sonoro.

El Cine Lux era un recinto tributario del nuevo sistema. Es posible que fuera edificado cuando el nombre de Santa Rosa Necoxtla ya había cambiado por el de Ciudad Mendoza para honrar a Camerino Z. Mendoza, héroe regional de tiempos de la Revolución. En cualquier caso una fotografía de 1943, reproducida en la p. 84 del libro Los trabajadores del Valle de Orizaba y la Revolución Mexicana de Bernardo García Díaz e Hilda Flores Rojas, lo muestra como un galerón de un solo piso, sin marquesina y un letrero vertical que lo identificaba. Se encontraba frente al parque Hidalgo –la plaza principal–, flanqueado a un lado por el edificio de la presidencia del municipio y al otro, a unos cuantos metros, por la iglesia.  A fines de 1946 se emprendió una remodelación que continuó hasta fines del año siguiente. Su reinauguración fue casi simultánea al lanzamiento en Córdoba de un negocio de igual nombre de la empresa Cines de Veracruz, lo que hace suponer que pertenecía a la misma cadena. (“Córdoba”, El Dictamen, 14 de enero de 1948, p. 10)

El Lux remodelado de Ciudad Mendoza no tuvo larga vida. A fines de enero de 1948, un periodista escribió que la localidad se encontraba iluminada por el resplandor de las llamas “del más pavoroso incendio que se haya registrado alguna vez aquí”; decía que bomberos de las vecinas Córdoba, Río Blanco y Orizaba, secundados por cientos de ciudadanos, luchaban para reducir el siniestro bajo el que sucumbían establecimientos comerciales, casas particulares y el cine. De acuerdo con ese testimonio, el incendio inició en la calle, al volcarse las brasas de un anafre sobre un bote de gasolina. El fuego pasó a la armazón exterior de madera del cine, que comenzó a arder rápidamente. Había una función en curso y, al advertir que el salón era presa de las llamas, el público “se precipitó en medio de un tremendo desorden a la calle”; sin embargo, “con el valor temerario que surge del pueblo en casos críticos”, algunos audaces se internaron en el espacio que se incendiaba y gracias a ellos sobrevivieron, “salvados por un verdadero milagro, los gabinetes donde se guardan los aparatos y están depositados los rollos de películas”. Gracias a esto el siniestro no creció aún más ni provocó muertes, pero los daños materiales ascendieron, en un primer cálculo, a más de un millón de pesos. (“Pavoroso incendio se produjo ayer en la noche en Ciudad Mendoza”, El Dictamen, 28 de enero de 1948, pp. 1 y 8)

Quedarse sin cine significó una contrariedad para los trabajadores de la fábrica de Santa Rosa y sus familias, que en adelante tendrían que acudir a los vecinos pueblos de Nogales y Río Blanco, o incluso a las más lejanas ciudades de Orizaba y Córdoba, lo que suponía naturalmente mayores gastos en transporte y pérdida del precioso tiempo dedicado al entretenimiento. Por eso se emprendió pronto la construcción de un nuevo espacio de recreación. El lugar elegido fue el mismo solar que había tenido el Cine Lux, donde el arquitecto Humberto Blacher proyectó y edificó un inmueble con capacidad para 3000 espectadores. La obra fue patrocinada por capitales privados, en los que tuvo una participación mayoritaria el Sindicato de Obreros y Artesanos Progresistas de la fábrica de Santa Rosa.

La construcción del nuevo cine fue parte de un auge constructivo de esta ciudad que tuvo como otras manifestaciones perdurables un hospital con área de maternidad para familias obreras, un campo deportivo, una alberca con baños públicos y una escuela. El principal impulsor de estas empresas era Eucario León, dirigente sindical oaxaqueño avecindado en la zona quien, como escribe Bernardo García,

(…) dejó una profunda huella que todavía es visible en el rostro urbano de Ciudad Mendoza (…) Hubo dos obras en las que es particularmente notorio el sello que buscó imprimir en la localidad: la construcción del Cine Juárez y la reconstrucción de la Escuela América, que adquirió entonces su nombre actual de Escuela Esfuerzo Obrero. Con la construcción del Cine Juárez, el líder aspiraba a que las familias de Ciudad Mendoza tuvieran un lugar elegante y cómodo que sirviera para la diversión, el entretenimiento y el disfrute de diversas manifestaciones de la cultura (…) En cuanto a la renovación de la Escuela América, (…) recogió la herencia de los trabajadores que habían fundado el sindicato (…) pero no se conformó con mantener ese gran legado (…), sino que impulsó las energías del sindicato para acrecentar su valor. (La construcción de la Escuela Esfuerzo Obrero (1925-1965), pp. 40-41)

Por otro lado, informa Luis Helguera que el cine adquirió su nombre en homenaje a Manuel Juárez, presidente del Gran Círculo de Obreros Libres y muerto en durante la represión a los trabajadores en huelga de la fábrica de Río Blanco durante el Porfiriato.

Las obras se alargaron hasta 1950, cuando los interiores del edificio pudieron utilizarse para celebrar reuniones, como la velada literario-musical con que se conmemoró el XXXV aniversario de la fundación del gremio que había patrocinado su construcción, el 21 de septiembre de 1950. El amplio local se sumaba así a otros en los que la población proletaria del valle celebraba actos similares, como el realizado en el Teatro Ignacio de la Llave de Orizaba con motivo de la transmisión de poderes de la Confederación Sindical de Obreros y Campesinos del Distrito el 7 de enero de 1950. En ese mismo día, en el que se recuerda en la región la huelga reprimida, se realizó el año siguiente en el Cine Juárez la toma de posesión de la nueva directiva del sindicato de la fábrica de Santa Rosa.

En marzo de 1951 el presidente municipal Primitivo León informó que pronto concluiría la edificación del recinto. En septiembre se anunció por fin su inauguración. La reseña del multitudinario evento, que se hizo coincidir con la celebración del XXXVI aniversario de la fundación del Sindicato de Trabajadores de Santa Rosa, decía:

El acto (…) se efectuó en el monumental Cine Juárez que, con un costo mayor a los dos millones de pesos, han construido los trabajadores, una obra de encomio y el orgullo de la ciudad. Podemos afirmar sin equivocarnos que este coliseo es el mejor de cuantos se han hecho en el estado. Está dotado de todos los adelantos modernos en cuanto a ventilación, acústica y visibilidad se refiere; presenta singular belleza arquitectónica, tanto interior como exterior; todas sus butacas son acojinadas; posee amplios camerinos y vestíbulo; el foro puede ser ocupado para representaciones teatrales; tiene lo máximo en confort tanto en la sala como en los servicios sanitarios y los aparatos de proyección, de manufactura inglesa, son de la mejor calidad. (“Aniversario del Sindicato de la Compañía Industrial Veracruzana”, El Dictamen, 25 de septiembre de 1951, p. 4.)

Eucario León hizo el discurso principal del evento. En él resumió el historial de las obras públicas realizadas por los trabajadores de la ciudad, recordó las que aún estaban en marcha o proyecto, y afirmó que “al pie de las máquinas, empuñando las armas durante la revolución mexicana, en la lucha sindical, en sus actividades sociales o en sus obras materiales como este coliseo”, los obreros habían dado cumplida muestra de su fuerza y disciplina; concluyó afirmando que la obra que se inauguraba era una demostración de que la clase proletaria podía tener “iguales o mejores centros de recreo que los capitalistas”.

A la inauguración informal siguió, en mayo de 1952, la hecha por el gobernador del estado, Marco Antonio Muñoz. En la ceremonia, Eucario León lo recibió con “elocuentes frases laudatorias”, a lo que el gobernador respondió celebrando el buen logro de proyectos patrióticos como los que en esa ocasión inauguraba (además del cine, una maternidad); la prensa informó que en el acto “se tomaron muchas fotografías y films de noticieros”. (“Una benéfica visita del gobernador a Ciudad Mendoza”, El Dictamen, 12 de mayo de 1952, p. 4)

Una vez terminado, el edificio del Cine Juárez igualaba en altura a la torre de la iglesia; su fachada estaba adornada con grecas y arabescos, y la alargada marquesina tenía la anchura suficiente para informar de los espectáculos ofrecidos. Pero si las obras de albañilería y decoración concluyeron en mayo, no fue sino hasta octubre cuando finalizaron las adecuaciones técnicas requeridas para exhibir películas. Por fin, se anunció su “regia inauguración” el jueves 4 de octubre con “proyección continua, sonido perfecto, butacas acojinadas, clima artificial” y también la posibilidad de exhibir las novísimas producciones en Technicolor con el “último y más moderno aparato inglés marca Gaumont Kalee 21 con pantalla de cristal”. La luneta y el anfiteatro costaban dos pesos y la galería uno. Se informaba que habría servicio de camiones después de la función (que terminaba a las 11 de la noche), lo que indicaba que este salón proyectaba atraer, además del público local, al de otras poblaciones de la zona. La función de estreno estuvo integrada por las películas norteamericanas Tiburones de acero (Crash Dive, Archie Mayo, 1943) con Tyrone Power y Ann Baxter, y Mamá, él y yo (Mother Is a Freshman, Lloyd Bacon, 1949) con Loretta Young y Van Johnson, a las que se agregaron un noticiero Emma y un corto. (Estos datos provienen del programa de mano de la inauguración, que se muestra en el Museo de Historia de Mendoza.) Llama la atención que para ese acontecimiento no se eligieran obras mexicanas, con sus muy populares estrellas. El motivo de esta elección tal vez tuvo que ver con que el cine nacional aún se producía en su mayor parte en blanco y negro, y tanto Mamá, él y yo como Tiburones de acero contaban con el fabuloso atractivo del Technicolor.

En el momento de esta toma el edificio del cine había sido concluido, pero el frontón no, por lo que es posible fecharla alrededor de 1951. Fotografía anónima. Colección: Foto Fija / Francisco Montellano.

La edificación del Cine Juárez puede ubicarse en lo que Francisco Alfaro y Alejandro Ochoa consideran en su libro La república de los cines como el “boom nacional” de construcción de salas cinematográficas en los años cincuenta. Sólo en los estados de la costa del Golfo se establecieron casi cuatrocientas en la década: 23 en Campeche; 10 en Quintana Roo; 43 en Tabasco; 113 en Yucatán y 184 en Veracruz. En ese conjunto, como apuntan estos autores, el erigido en Ciudad Mendoza merece destacarse tanto por su amplia capacidad como por la singularidad de su patrocinio por un sindicato y por su emplazamiento principal en el paisaje urbano, que “no deja dudas respecto a su valor como punto de encuentro” (p. 53). En efecto, el gremio patrocinó la creación de un útil espacio comunitario, con una ubicación privilegiada y una vocación múltiple que incluía funciones de cine, conciertos sinfónicos, presentaciones de cantantes populares, conmemoraciones y otros festejos pero también, a diferencia del Cine Lux que lo precedió, reuniones sindicales y políticas. En los años que siguieron a su inauguración, el cine conservó ese registro amplio de usos.

Pero también en su decadencia siguió el mismo patrón que otros en el país. La transformación de las salas de cine –que dio lugar a cierres, subdivisiones o definición de nuevas funciones– inició a partir de los años setenta, debido, entre otras causas, a la retracción del poder adquisitivo de la población y a la competencia de la televisión y otros entretenimientos. Entonces, como escribe Ana Rosas Mantecón:

La difícil situación financiera obligó al cierre de grandes y pequeñas empresas exhibidoras. Los espacios de proyección en barrios y pequeños pueblos aunaban tecnología atrasada al deterioro y fueron a los que dejó se acudir la población de menores recursos. Los de grandes dimensiones (de 1000 a 6000 butacas) no salieron indemnes. Podríamos catalogar a la década de los ochenta como negra para su historia: la crisis económica de 1982 a nivel nacional y los terremotos de 1985 en la Ciudad de México repercutieron sobre su cierre masivo. (Ir al cine, pp. 198-199)

El Cine Juárez fue uno de los afectados por ese proceso de transformación. Al volverse incosteable como centro de espectáculos, cerró en 1991. Posteriormente las autoridades locales instalaron en él la biblioteca municipal. Y más adelante, vendido a particulares, perdió la vocación cultural y política que había tenido, al aprovecharse su amplia estructura para albergar primero a un supermercado y después a una tienda de telas.

Presidencia municipal, antiguo Cine Juárez e iglesia de Santa Rosa de Lima, Ciudad Mendoza, mayo de 2019. Fotografía: AM.
Fachada del antiguo Cine Juárez de Ciudad Mendoza, mayo de 2019. Fotografía: AM.

Referencias y enlaces

Bernardo García Díaz con la colaboración de Hilda Flores Rojas, Los trabajadores del Valle de Orizaba y la Revolución Mexicana. Retratos de grupo, Xalapa, IVEC / Gobierno del Estado de Veracruz / Museo de Historia de Mendoza / Universidad Veracruzana, 2011.

Bernardo García Díaz con la colaboración de Hilda Flores Rojas, La construcción de la Escuela Esfuerzo Obrero (1925-1965), Xalapa, AGN / Museo de Historia de Mendoza / IVEC / PACMyC, 2013.

Francisco H. Alfaro y Alejandro Ochoa, La república de los cines, México, Clío, 1998.

Ana Rosas Mantecón, Ir al cine. Antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas, México, Gedisa, 2017.

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=ciudad%20mendoza

http://wikimapia.org/15182323/es/Cine-Teatro-Juarez

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Cines y cinéfilos

Cuatro textos de Mimí Derba

Nacida en la Ciudad de México en 1893, Herminia Pérez de León adoptó muy joven el seudónimo Mimí Derba con el que sería conocida en sus múltiples facetas de cantante y empresaria de zarzuelas y operetas; actriz de teatro; productora, directora y actriz de cine, y escritora. Esta última se hizo patente, entre 1913 y 1923 (es decir, entre sus veinte y treinta años), en la obra dramática Al César…, representada en un teatro de la capital; en breves narraciones que aparecieron en Bohemia de La Habana, La Revista Gráfica de Monterrey, y Rojo y Gualda, Castillos y Leones, Novedades y El Mundo Ilustrado de la Ciudad de México, y en dos novelas cortas, La mejor venganza y La implacable, publicadas por la empresa de El Universal Ilustrado.

En 1921, la autora recogió en el libro Realidades una treintena de piezas cortas escritas en los años previos. Entonces dijo a un periodista que se trataba de una obra de juventud que no se hubiera atrevido a mandar a la imprenta “a no ser por el empeño benévolo de algunos amigos”; que tenía la costumbre de escribir de noche, después de las funciones de zarzuela, aún agitada por las emociones de la escena y en sesiones que a menudo se prolongaban hasta la madrugada; que intentaba escribir sin rebuscamientos ni artificios, expresando directamente el sentimiento, y que su maestro literario era “el inmenso Queiroz” (El Hombre de los Quevedos, “Mimí Derba habla de literatura, de teatro y de cine”, Zig Zag, 24 de noviembre de 1921, p. 39).

Los personajes de los relatos de Realidades son en su mayoría mujeres, es femenina la voz en primera persona de la narración, y los textos están explícitamente dirigidos a lectoras. Resume esta perspectiva un fragmento del texto “¿Qué escribiré?”:

…mil ideas surgen en mi imaginación y mil asuntos se esbozan en mi cerebro; pero… ¡están todos ya tan gastados! Se ha escrito tanto del amor, de las esperanzas caídas, de las ilusiones deshojadas, de las maldades del mundo… y si no se escribe sobre esos asuntos, ¿sobre qué?… ¡Ciencias, política, religión!… ¡No, por Dios!… No tengo saber bastante para tratar asuntos tan escabrosos, ni debo hacerlo; además… ¡las mujeres no debemos hablar de lo que los hombres han inventado!… ¡Allá ellos! (…) Quisiera escribir algo muy bello, algo muy tierno, que bajara al corazón de mis lectores, de mis lectoras, sobre todo, que para comprender el dolor, la ternura, la pasión, ¡las mujeres!…

Siguiendo este programa, los textos abordan fundamentalmente relaciones entre mujeres. Una pecadora escribe en su lecho de muerte una carta a su madre rogándole que le perdone los sufrimientos que le ha ocasionado; una muchacha recomienda a una amiga que “quiebre” con su novio, pues éste no se muestra celoso y por lo tanto seguramente no la ama; dos amigas frívolas platican en diferentes momentos sobre su vida sentimental; una mujer mayor cuenta a una joven la historia de su deshonra por uno que la engañó; una niña de casa rica se solidariza con la sirvienta que tiene un hijo enfermo… Los personajes no resultan simpáticos, pero a menudo la explicación de sus circunstancias les da relieve y profundidad.

Por el contrario, a excepción de los niños, los personajes masculinos son desagradables, egoístas, viciosos, ruines y desalmados: un fifí inhala cocaína en una cafetería; un oficinista ayuda a su empleada a resolver un problema judicial esperando cobrarse el favor con ella; un poeta bohemio se suicida dejando este mensaje: “Me mato. A nadie importa saber la causa”; un galán apuesta con otros que seducirá a una mujer; un viejo avaro es incapaz de dar a su sirvienta unas monedas con las que salvará la vida de su hijo…

A caballo entre el romanticismo y el naturalismo, esas narraciones descubrieron a Derba como una fina observadora de comportamientos en los ámbitos que conocía y dieron cuenta de su interés por explorar las relaciones en las esferas familiar y laboral. No dejaba de ser un libro primerizo, como reconocía su autora, pero sus piezas, muy bien escritas, tenían la novedad de su orientación de género y la virtud de ir al grano. Sin embargo, el clima literario de la época se transformaba, dirigiéndose hacia otros ideales estéticos encarnados por la búsqueda de símbolos nacionalistas, la recreación de historias surgidas de la Revolución y la experimentación vanguardista, y eso, junto con la distribución de mano en mano de la edición, hizo que Realidades pasara casi desapercibido. Una excepción fue la nota escrita por el cronista que firmaba como Don Fadrique para comentar una primera versión artesanal del libro (titulada Páginas sueltas), en la que decía:

…emana el aroma (…) de una tristeza delicada y aristocrática que (…) pone con la luz lánguida que efunde óleos de una dulce emoción en todo cuanto toca. Son las producciones de Mimí poemas palpitantes, quejas aprisionadas, suspiros condensados, reproches cautivos en la red sencilla y magnífica de su prosa (…) Mimí tiene la gracia del perfume, del ala y de la flor. De su libro brota esa divina armonía que mana del dulcísimo encanto de su voz, de su espíritu distinguido y de la belleza clásica de sus prestigios de mujer (…) Su romanticismo es un viejo e ilustre romanticismo… (La Revista Gráfica, 22 de junio de 1919, p. 11)

Realidades nunca ha sido reimpreso. Se reproducen aquí cuatro piezas que fueron incluidas en él, tal y como se publicaron originalmente en revistas de la época.

Novedades (Ciudad de México), 2 de julio de 1913, p. 1. Colección Hemeroteca Nacional.
El Mundo Ilustrado (Ciudad de México), 23 de noviembre de 1913, p. 8. Colección Hemeroteca Nacional.
La Revista Gráfica (Monterrey), 22 de junio de 1919, p. 10. Colección Hemeroteca Nacional.
Don Quijote (Ciudad de México), 6 de octubre de 1920, p. 8. Colección Hemeroteca Nacional.

Enlaces

https://www.elsoldemexico.com.mx/cultura/cine/mimi-derba-la-actriz-que-rompio-todos-los-esquemas-en-exposicion-de-google-arts-culture-7222220.html

https://wordpress.com/post/angelmiquel.com/1912

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Cines y cinéfilos

Inauguración del Cine Teresa

El domingo 1 de abril de 1926 se celebró la “soberbia inauguración” del Cine Teresa con un programa doble integrado por el drama “de intensas emociones” El ángel de la muerte (The Dark Angel, Georges Fitzmaurice, 1925) con Ronald Colman y Vilma Banky, y la comedia ¿Qué le sucedió a Pamplinas? (What happened to Jones?, William A. Seiter, 1926), con Reginald Denny y Marion Nixon; el anuncio del lanzamiento informaba que el cine había sido construido “para su familia, usted y sus amigos” y ofrecía “Las mejores orquestas de la capital. Irreprochable proyección. Amplio, lujoso y cómodo salón y un gran dancing gratis” (El Universal, 1 de abril de 1916, p. 10). El nuevo centro de diversiones se sumaba al Circuito Máximo que, encabezado por los empresarios del Cine Olimpia, agrupaba a una docena de salones de exhibición capitalinos, en cerrada competencia con el Primer Circuito que, siguiendo a los dueños del Cine Palacio, congregaba a otros tantos. Estos dos grandes circuitos estaban controlados de manera absoluta por las distribuidoras de Hollywood y esta fue una de las razones por las que la embajadora Alexandra Kollontai tuviera que acudir en 1927 a un espacio independiente, administrado por Juan Bustillo Bridat, para estrenar en México La bahía de la muerte (Abram Room, 1926) y otras muestras de la cinematografía soviética.

Unos días después de la inauguración del Cine Teresa, Rafael Bermúdez Zataraín escribió una nota sobre ese local construido “con todos los adelantos modernos” y que ofrecía un espacio de digno entretenimiento a quienes vivían en las inmediaciones de la calle San Juan de Letrán; decía en ella:

El pórtico es amplio  da lugar a presentar de manera apropiada la propaganda de las películas, cuyas fotografías y carteles lucen particularmente; la disposición de las taquillas evita las aglomeraciones del público y el acceso inmediato a las localidades favorece al espectador, el cual desde luego puede encontrar magníficos asientos en la enorme sala que abre a la vista sus tres mil butacas en forma de abanico, matizado con un color alegre y discreto y por completo diferente a lo que nos tienen acostumbrados los demás cines.

Hemos buscado todos los emplazamientos de la proyección y podemos asegurar que, no obstante la enorme capacidad, todo el público puede cómodamente apreciar la proyección, la que ha sido estudiada a conciencia, no habiendo distorsión, sin ser extremadamente grandes las figuras de los actores, defecto que se nota particularmente en los cines de grandes dimensiones; la localidad de anfiteatro es muy agradable y sucede que, por no acercarse demasiado los palcos a la pantalla, la proyección tampoco ahí desmerece, agregándose esta nueva ventaja al resto del edificio. Pudimos ver desde luego que es el primer cine que coloca algunos asientos especiales para el caso de ciertos espectadores que quieran tener sus localidades apartadas y en esto se acusa un adelanto de los cines americanos. El local destinado a la galería es perfecto y la inclinación tiene el declive necesario para que todos los espectadores que ahí acudan puedan ver admirablemente la proyección, la cual se destaca desde ahí brillante y bella.

El periodista terminaba felicitando al empresario Guillermo de Teresa, “entusiasta que quiere contribuir con su grano de arena al mejoramiento y embellecimiento de nuestra máxima ciudad”, quien unos meses antes había lanzado el Cine Goya en la calle del Carmen número 44 y ahora ponía al alcance del público este “nuevo y regio local” (“Notas fílmicas”, El Universal, 8 de abril de 1926, p. 9).

Justo antes de la inauguración, el Magazine Fílmico de Rotográfico publicó los siguientes esquemas arquitectónicos y una fotografía de la fachada del cine, informando además que el ingeniero Ángel Torres Torija lo había edificado con «una poderosa y resistente armadura de hierro y forjas para el techo del mismo metal» a un costo «de algo más de medio millón de pesos».

Fachada y entrada monumental
Arco de foro y espacio para la pantalla de cristal
Planta baja
Magazine Fílmico de Rotográfico, 31 de marzo de 1926, pp. 4-5.

Enlaces

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=cine%20teresa

https://www.chilango.com/musica/breve-historia-del-cine-teresa-cdmx/

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=cine%20goya

Eduardo de la Vega Alfaro, La difusión e influencia del cine vanguardista soviético en México, Cineteca Nacional, México, 2013.

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Cines y cinéfilos

Cines de los hermanos Alva

Un funcionario del gobierno de la Ciudad de México elaboró en agosto de 1912 una “Lista de cinematógrafos existentes en la capital” en la que aparecían los nombres y las direcciones de cuarenta y tres establecimientos dedicados a la proyección de películas. De éstos, dos estaban a cargo de la empresa Alva Hermanos: la Academia Metropolitana y el Salón Casino, a los que se añadía el Salón Morelos, ubicado a un costado de la catedral en Morelia, Michoacán; a ese conjunto se sumarían pronto también el Cine Hidalgo y el Teatro María Guerrero capitalinos. Podría decirse así que los Alva estuvieron, junto con los hermanos Jacobo y Bernardo Granat, entre los primeros en mantener una cadena de cines en un periodo crucial para el negocio de la exhibición, durante el que se popularizaron los largometrajes y se creó el sistema de estrellas.

La empresa incorporaba a los hermanos Salvador, Guillermo y Eduardo, y también a José, tío que había trabajado con P. Avelline y A. Delalande, concesionarios en México de Pathé, Gaumont, Film D´Art y otras productoras. Los contactos de los Alva en la esfera de la distribución garantizaban así el abastecimiento eficiente de películas para sus cines, que en algunos periodos fue incluso preferencial respecto a salones de más alta categoría.

La primera sala capitalina de la empresa fue, a partir de 1909, la Academia Metropolitana (antes había sido una Academia Metropolitana de Baile), situada en la plaza Santos Degollado del barrio del mercado de San Juan, con alrededor de ochocientas localidades divididas en 593 lunetas generales, 123 en el anfiteatro, 16 palcos y 17 plateas. El periodista Rafael Bermúdez Zataraín recordaba el sistema de estreno ahí seguido para las producciones que acababan de llegar de Europa:

Mientras la Metropolitana presentaba cada domingo diez y ocho o veinte rollos de estrenos entre “vistas de arte”, cómicas, documentarias y de información, los cines de primera clase tenían derecho de exhibir en el término de una semana, en tres días diferentes (…), los rollos que en un solo domingo eran estrenados en el local del Jardín Santos Degollado (…) Era algo así como una exhibición pública y restringida para un número reducido de espectadores, entre los cuales había sin duda muchos interesados en la explotación de películas (…)

En aquella poética sala (…) asistimos a los primeros grandes éxitos de Gabriela Robinne, de Susana Grandais, de Berthe Bovy, de Mistinguett, de Francesca Bertini, de Vittoria Lepanto, de Alexander, de Capellani, de Max Linder. La devoción gratísima de los jóvenes entusiastas de entonces, hizo que los empresarios mismos se dieran cuenta de la popularidad incipiente de los futuros favoritos de la pantalla (…) La Metropolitana fue la cuna de las primeras estrellas sancionadas por el público de México: la simpatía imponderable de Susana Grandais, la belleza de diosa de Gabriela Robinne, la gracia estupenda de Max Linder, contribuyeron para aquilatar a todos y cada uno de los artistas que después se hicieron populares…

Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 165a.
Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 1215a.
Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2484a.
Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2591a.

En 1912 los Alva ya regenteaban su segundo cine en la capital, el Salón Casino. Situado en la calle Guerrero de la colonia del mismo nombre, tuvo la mala suerte incendiarse a principios de junio. La prensa informó que el siniestro había derivado de una negligencia del proyeccionista, quien huyó de la caseta al darse cuenta de que una chispa había prendido la película que exhibía, que por cierto se titulaba Jugar con fuego. Sin que hubiera otras personas que lo combatieran, el incendio creció, pasando con rapidez al cielorraso y a la sillería, de donde se transmitió a locales contiguos. Las pérdidas fueron cuantiosas, pero no hubo muertos ni heridos porque el público se retiró con orden de la sala y también porque los bomberos llegaron a tiempo para evitar “una horrorosa e imponente catástrofe” (“El incendio de ayer”, El Correo Español, 6 de julio de 1912, p. 4). Se criticó sin embargo que no hubiera extinguidores como exigía el reglamento, que las puertas de seguridad tardaran en ser accionadas y que los dueños del salón tuvieran empleados “que ganan cortísimos sueldos y que, por esa causa resultan a veces demasiado torpes en la materia” (“Formidable incendio del Cine Casino”, El Diario del Hogar, 5 de junio de 1912, p. 2).

Alva Hermanos se dio a la tarea de reparar el daño y ocho meses después anunciaba la reinauguración del recinto en un programa que sugería, con el grabado de un ave fénix, que renacía literalmente de sus cenizas:

Esta empresa se congratula en enviar un cariñoso saludo a esta digna colonia y público, complaciéndose en ofrecerle el nuevo centro de grandes espectáculos completamente morales que hoy inaugura, que ha sido construido expresamente y que reúne todas las condiciones que exige la moderna higiene, además de la magnífica ventilación, toda clase de comodidades, seguridad y lujoso decorado. El crédito bien conocido de esta empresa es la mejor garantía para el público y que está seguro de encontrar los programas completamente variados y seleccionados con las mejores producciones de “films” de arte (…) así como las creaciones de la sin igual casa Alva Hermanos, única en dar a conocer en la pantalla sus “actualidades” y “producciones” de los hechos más recientes y de verdadero interés. (Programa del 1 de marzo de 1913, AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2509a.)

Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2136a.
Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2509a.
Programa. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2559a.
AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2607a.
Fachada del Salón Casino. Imagen aparecida en un programa del 1 de enero de 1914. AHCM, Gobierno, Ramos municipales, Ingresos, vol. 2581a.

La empresa podía efectivamente jactarse de ser la única que tenía una rama de producción asociada a la de exhibición, que había dado lugar a unos cuantos números del noticiero Actualidades Alva Hermanos (1912), a la película cómica de ficción El aniversario de la muerte de la suegra de Enhart (1912), así como a las producciones documentales La entrevista de los presidentes Díaz y Taft (1909), Las fiestas del Centenario (1910), Los últimos sucesos en Ciudad Juárez (1911), Entrada triunfal del señor Francisco I. Madero desde Ciudad Juárez a México (1911), Viaje del señor Madero a los estados del sur (1911), La revolución del norte (1912) y Semana sangrienta en México (1913), entre otros títulos, de los que algunos se conservan. Esta vertiente fue, de hecho, la que ocasionó su ruina, pues durante los embrollos derivados de la Revolución los Alva se vieron orillados a hacer El sitio de Guaymas (1914) y otras cintas de propaganda para Victoriano Huerta, quien había llegado al poder luego del asesinato del presidente Francisco I. Madero.

Aurelio de los Reyes consigna que la empresa Granat, a cargo del Salón Rojo y otros cines importantes en la capital, exhibió cintas pro-Huerta, pero sus dueños pudieron alegar que se los obligó a hacerlo, por lo que fueron respetados por los revolucionarios que vencieron al usurpador. A los Alva, quienes habían filmado para éste cintas probablemente pagadas, no se los perdonó y tuvieron que dejar el negocio. En noviembre de 1914 la Academia Metropolitana se transformó, con otros dueños, en una pista de patinaje. En los siguientes meses Alva Hermanos se desligó del Cine Hidalgo y del Teatro María Guerrero. Cuando el 1 de enero de 1916 publicó en el diario El Demócrata un anuncio deseando feliz año a sus favorecedores, el único cinematógrafo a su cargo era el Salón Casino; tres meses después éste pasó a manos de otros empresarios. Por otra parte, como ha documentado Tania Ruiz Ojeda, el Salón Morelos de Morelia fue destruido durante el mandato de un gobernador revolucionario. A partir de entonces desapareció de anuncios, programas y noticias el nombre la empresa que tanto había estimulado el consumo de películas de calidad con el estreno de producciones extranjeras en sus cines y que tanto contribuyó también al desarrollo de la producción local con la filmación de numerosas cintas.

Fuentes

“Lista de cinematógrafos existentes en la capital”, Archivo Histórico de la Ciudad de México, Gobierno, Diversiones, vol. 1394, exp. 953.

Rafael Bermúdez Zataraín, “Las tardes de la Metropolitana”, Magazine Fílmico de Rotográfico, 6 de julio de 1927, p. 10.

Aurelio de los Reyes, Vivir de sueños, vol. 1 (1896-1920) de Cine y sociedad en México, UNAM, México, 1983.

Tania Celina Ruiz Ojeda, La llegada del cinematógrafo y el surgimiento, evolución y desaparición de la primera sala cinematográfica en la ciudad de Morelia, 1896-1914, tesis de maestría en Historia de México, UMSNH, Morelia, 2007.

Ángel Miquel, En tiempos de Revolución. El cine en la Ciudad de México, 1910-1916, Filmoteca de la UNAM, México, 2013.

https://es.wikipedia.org/wiki/Hermanos_Alva

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=academia%20metropolitana

https://www.facebook.com/groups/171397442903032/search/?q=sal%C3%B3n%20casino

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Cines y cinéfilos

Un cuento sobre el derrumbe del Cine Titán de la Ciudad de México

La tarde del viernes 2 de abril de 1926 corrió como lumbre en la capital la noticia de que había ocurrido una tragedia con muertos y heridos en el interior del Cine Titán, ubicado en Dr. Arce número 12, en la Colonia Obrera. El diario El Demócrata envió a un encargado de escribir un reportaje sobre el suceso, que apareció dos días después. Según la información ahí consignada, el cine había sido construido por el hombre de negocios español José Martínez Etapé quien, sin tener conocimientos de ingeniería, edificó un jacalón muy sencillo con altos muros de tabique y cubierto por un tejado de lámina; el interior, diseñado para albergar hasta dos mil quinientos espectadores, se dividía en una luneta de sillas de madera sin pulir y una galería o tapanco de mampostería soportada por vigas y débiles tubos de metal a modo de columnas.

Al terminar el inmueble, Martínez Etapé lo alquiló a Miguel de la Rosa, empresario que lo explotó durante cerca de un año ofreciendo funciones sólo fines de semana y días festivos, confiando en que “jamás se le habría de llenar el salón, porque las gentes del barrio son demasiado pobres”. Pero ese Viernes Santo el programa atrajo a un número inusual de espectadores, quienes saturaron el espacio acomodándose de forma desordenada en lunetario, galería y pasillos. Integraban el programa una cinta vieja, pero de probado atractivo durante la Semana Mayor, Vida, pasión y muerte de Jesucristo (Ferdinand Zecca y Lucien Nonguet, 1903), y la adaptación italiana reciente de una conocida opereta, Mam´zelle Nitouche (Santarellina, Eugenio Perego, 1923). Justo en el intermedio entre una y otra se vino abajo la galería provocando un “sordo crujido y una gritería espantosa”, y ocasionando, según cuentas posteriores, un centenar de heridos y la muerte de ocho personas; de acuerdo con el juicio del reportero, el derrumbe en ese momento había sido de cualquier modo providencial, porque “de haber ocurrido los hechos durante la proyección, los muertos y heridos hubieran sido millares”. (“¡Ciento cincuenta mil pesos por ocho vidas!”, El Demócrata, 4 de abril de 1926, pp. 1, 11 y 17)

En la Revista de Policía apareció otra nota sobre el derrumbe, en la que se leía:

Una espantosa catástrofe, tal vez única en su género, registrada en esta ciudad, llenó de luto a la populosa Colonia Hidalgo, más bien conocida con el nombre de Colonia Obrera. La galería del cine monumental Titán (…) se derrumbó con estrépito ensordecedor el viernes a las seis y cuarto de la tarde, cuando la localidad se encontraba pletórica de un abigarrado público, formado en su mayoría de mujeres y niños (…) No son para narrarse las escenas de dolor que se desarrollaron entre las familias de los muertos y heridos. Padres, hijos y hermanos con el espanto retratado en el rostro y llorando a gritos, llamaban con desesperación a sus deudos. Muchos de estos infelices fueron retirados del lugar de la catástrofe por sus amigos para sustraerlos de escenas tan macabras. (“Un espantoso derrumbe cubre de luto a la populosa Colonia Obrera”, Revista de Policía, 5 de abril de 1926, p. 22)

En los días que siguieron la prensa dio cuenta de los debates relativos a quién había de atribuirse la responsabilidad del accidente (propietario, arrendador o inspectores del Ayuntamiento), cómo debía resarcirse a los familiares de las víctimas, qué había que esperar de cines en similares condiciones de precariedad y otros asuntos. Pero el suceso también dio pie a la escritura del siguiente cuento, aparecido en el semanario Jueves de Excélsior, en el que a partir de la truculenta imagen (quizá posada) de una pareja bajo las ruinas del Cine Titán, se imaginaba la “imploración cumplida” que originó su muerte. El cuento, de autor anónimo, recuerda una breve narración publicada por Laura Méndez de Cuenca en 1908, en la que, como en este caso, se postulaba el contagio de la poderosa emoción de un personaje hacia su espacio circundante en el interior de un cine.

Jueves de Excélsior, 22 de abril de 1926, p. 15.

Enlaces

https://archive.org/details/silent-la-vie-et-la-passion-de-jsus-christ-aka-the-passion-play

Laura Méndez de Cuenca, «El cinematógrafo», en Ángel Miquel (selección y notas), Cine y literatura. Veinte narraciones, UNAM, México, 2009, pp. 9-15.

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Cines y cinéfilos

Los dos cines Granat de la Ciudad de México

Granat Hermanos fue una de las más trascendentes empresas de la distribución y exhibición cinematográficas en el importantísimo periodo en que se consolidaron los cines permanentes en México. Los hermanos eran Jacobo y Bernardo, nacidos en una ciudad centroeuropea en 1871 y 1885, respectivamente. Sus padres habían emigrado a Estados Unidos y de ahí los hermanos pasaron a principios de siglo a México, donde después de ejercer como comerciantes de maletas y otros artículos de cuero, se orientaron en definitiva hacia el negocio del cine.

Sus relaciones familiares en Estados Unidos facilitaron a los Granat distribuir películas norteamericanas en el periodo de hegemonía del cine europeo previo a la instalación de sucursales de empresas hollywoodenses en México. Entre sus primeras importaciones tuvieron gran popularidad el documental del combate boxístico entre “el blanco Jeffries y el negro Johnson” (como se anunciaba) en 1911, y los cortos que comenzaron a hacer célebre al hasta entonces desconocido comediante Charles Chaplin en 1916. Desde luego, Granat Hermanos también presentaba en los cines a su cargo una amplia oferta de cine europeo y entre sus importaciones destacó la espectacular Cabiria (Giovanni Pastrone, 1915), una de las producciones italianas que demostraron la viabilidad de las películas largas en una etapa donde ir al cine significaba ver entre seis y ocho películas cortas de distintos géneros durante la misma función.

La primera y más célebre adquisición de Granat Hermanos en la Ciudad de México fue el Salón Rojo en 1909 y la más trascendente desde el punto de vista económico, arquitectónico y urbano el Salón Olimpia, inaugurado en 1921; pero con el paso del tiempo llegó a arrendar muchos otros salones en provincia y la capital (a mediados de los años veinte su Circuito Olimpia integraba en ésta doce cines), así como a impulsar la edificación del Teatro-Cine Garibaldi, inaugurado en 1915, y la de dos recintos que tomaron el nombre del apellido familiar.

El 10 de marzo de 1918 se inauguró el primer Cine Granat en las calles de San Miguel y Pino Suárez en el centro capitalino. El primer día de funciones se proyectaron en él Una noche de gala de Chaplin y documentales de la guerra europea, entre otras obras. Se decía que el nuevo centro recreativo se convertiría en el preferido de los espectadores “por su amplitud, comodidad y espléndidas condiciones higiénicas” (El Pueblo, 11 de marzo de 1918, p. 5). Efectivamente, se trataba de un amplio galerón en el que de acuerdo con sus anuncios podían acomodarse hasta cinco mil espectadores y que contaba con un escenario que permitía alternar las funciones de cine con temporadas de teatro, zarzuela, ópera y otros espectáculos.

El Nacional, 10 de marzo de 1918, p. 5. Colección Hemeroteca Nacional Digital de México.

El cine tuvo una vida relativamente corta, pues los enormes gastos ocasionados a la empresa por la edificación del Salón Olimpia obligaron a ésta a deshacerse de él. Así, al mismo tiempo que el Olimpia se inauguraba el 10 de diciembre de 1921, el viejo Cine Granat se anunciaba con su nuevo nombre, Rialto, que mantuvo en ese lugar hasta los años sesenta. Carlos Alberto Robles informa:

El Rialto se encontraba frente a la Parroquia de San Miguel Arcángel, con su entrada en lo que era una calle estrecha que separaba a ambas edificaciones. Pasó por algunas modificaciones, principalmente de la fachada y para reforzar su estructura, la cual era como un hangar, las butacas que llegaban a poco menos de 3000 de aforo eran un poco incómodas y por lo alto que se encontraba la zona de galería se creó aquel chiste de que “no voy a galería porque está ri-alto…” (entrada en la página de Facebook “¡Cácarooo… Los viejos cines de la Ciudad de México”)

En las páginas 341-342 de Sucedió en Jalisco o los Cristeros, Aurelio de los Reyes rescata la información de que a mediados de diciembre de 1925 un ciclón proveniente del Golfo pasó con gran fuerza por la capital, causando numerosos daños, entre ellos el derrumbe de una pared de diecinueve metros de altura y setenta centímetros de espesor de las obras del nuevo Cine Granat. Los daños no fueron irreparables y la construcción continuó. El jueves 27 de mayo de 1926 fue inaugurado con una recepción a la que asistió la comunidad cinematográfica de la ciudad y la posterior proyección de las películas Camino de sombras (On Thin Ice, Malcolm St. Clair, 1925), Elección difícil (Trouping with Ellen, T. Hayes Hunter, 1924), El taller de belleza (con un cómico norteamericano llamado en español Narizotas) y un noticiero Fox.

Poco después apareció en una revista de cine la siguiente nota anónima, en la que además de proporcionarse todos los datos pertinentes, se mostraban fotografías del interior y exterior del inmueble:

Evidentemente el más hermoso teatro-cine que existe en la América Latina, es el Cine Granat, que se levanta airoso en la Avenida Peralvillo número sesenta y cinco, en la Ciudad de los Palacios. Todo se ha puesto a contribución para realizar la majestuosidad de la construcción. En primer lugar, la arquitectura es soberbia y el ingeniero y arquitecto don Carlos Crombé, supo reunir en el magnífico edificio las cualidades esenciales para la seguridad del público, al mismo tiempo que las necesidades correspondientes al bienestar de los espectadores. El arquitecto don Guillermo Zárraga, cuyos largos viajes y especialmente su permanencia en París le han depurado el gusto, ya de suyo excelente, fue el artista que tuvo a su cargo la decoración total del exterior y del interior del salón, obteniéndose un resultado colosal, al grado de que no existe en la ciudad de México un teatro que luzca tan hermoso decorado como el Cine Granat.

La Avenida de Peralvillo se había mejorado notablemente con la pavimentación de la calle, pero evidentemente la construcción del Cine Granat ha venido a transformar el rumbo, elevándolo de categoría y haciendo que los propietarios de los locales empiecen a tratar de mejorar en todo y por todo sus casas comerciales y las de habitación.

Elogios muy considerables merece a empresa de los Sres. Granat Hnos. por haber emprendido una obra de las proporciones que encierra el colosal teatro, que prestigia no solamente a la República Mexicana, sino también a toda la América Latina. (“El más hermoso teatro-cine de la América Latina”, Magazine Fílmico de Rotográfico, 23 de junio de 1926, p. 13)

Vestíbulo
Butacas, palcos y pantalla
Fachada

Este segundo Cine Granat tuvo vida larga con ese nombre. Se mantuvo en funciones hasta mediados de la década de los cincuenta, aunque ya no bajo el cuidado de los hermanos, sino de sus hijos o socios.

Bernardo murió a sus cuarenta años y a consecuencia de la malaria en los primeros días de 1928. Entonces el periodista Rafael Bermúdez Zataraín, quien había trabajado con él, escribió una nota para recordar su importante labor realizada en el campo del cine. De acuerdo con su testimonio, a Bernardo se debían las ideas de la reforma arquitectónica que había conducido al éxito del Salón Rojo, el proyecto de construcción del Teatro Garibaldi y del primer Cine Granat, buena parte del proyecto del Cine Olimpia y la construcción del segundo Cine Granat en Peralvillo (estos dos últimos encargados al mismo arquitecto, Carlos Crombé). La nota seguía así:

Bernardo tenía una rara capacidad para los negocios: siempre veía mejor que nadie las ventajas y las desventajas de cualquier proposición; debido a su ojo perspicaz y a que siempre estaba al tanto del movimiento mundial de las películas, supo introducir en México las reformas de mayor importancia. (…) obtuvo siempre las mejores condiciones en los contratos de exhibición; además, introdujo la innovación de los anuncios en los periódicos diarios, que es lo que ha hecho la verdadera revelación del material a los ojos indiferentes del público. (“Bernardo Granat ha muerto”, El Universal, 11 de enero de 1928, p. 6)

Por su parte, Jacobo, como ha contado su biógrafa Alicia Gojman de Backal, a fines de los años veinte vendió las acciones de sus cines para regresar a Europa; infausta decisión que en pocos años lo condujo a la muerte, como una víctima más de la barbarie nazi.

Referencias y enlaces

Aurelio de los Reyes García-Rojas, Sucedió en Jalisco o los Cristeros, vol. III de Cine y sociedad en México, 1896-1930, UNAM / INAH / Seminario de Cultura Mexicana, México, 2013.

Alicia Gojman de Backal, Jacobo Granat. Una vida de contradicciones. Entre la comunidad y el cine, Comunidad Ashkenazi de México A.C., 2012.

Francisco Haroldo Alfaro Salazar y Alejandro Ochoa Vega, Espacios distantes… aún vivos. Las salas cinematográficas de la Ciudad de México, UAM-X, México, 1997.

Ángel Miquel, En tiempos de Revolución. El cine en la Ciudad de México, 1910-1916, UNAM, México, 2013.

http://www.vivomatografias.com/index.php/vmfs/article/view/119

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Cines y cinéfilos

El Cinema La Rambla de Terrassa

En 1944, a sus doce años, José Ribera empezó a coleccionar los programas del Cinema La Rambla, al que iba una vez por semana. Desde los años veinte era costumbre de las distribuidoras peninsulares promocionar sus cintas con atractivos cromos que reproducían de un lado los datos de la película junto con las efigies de los intérpretes principales, reservando el reverso para que los propietarios de los cines pusieran las fechas de exhibición y otras informaciones. José vivía en Terrassa con una pariente, pues su madre había muerto y su padre, Ignasi Ribera, había tenido que exiliarse en México en 1939. Es probable que el origen de su cinefilia estuviera teñido por la necesidad de atenuar su sentimiento de orfandad.

A fines de 1947, Ignasi regresó a Terrassa para llevar con él a su hijo a México. En cuatro años, José había reunido poco menos de doscientos programas, que daban cuenta de alrededor de cuatrocientas películas. Como era común en esos años, en el Cinema La Rambla pasaban dos largometrajes de estreno en cada función, por lo general con una cinta de Hollywood como atractivo principal. Es interesante que en 1946 y 1947 se proyectaran ahí dieciséis cintas mexicanas, tantas o más, en una primera apreciación, que las españolas, y desde luego muchas más que las francesas e italianas. Esta cuantificación muestra, en el caso de una pequeña ciudad catalana, la buena distribución que la industria cinematográfica de México logró en España en la década de los cuarenta, a pesar de que desde el término de la Guerra Civil se habían roto las relaciones diplomáticas entre los dos países.

Entre esas películas había algunas que casi podían pasar por españolas (de toros, religiosas, de zarzuelas), otras que resultaban atractivas por adaptar literatura internacional (Salgari, d´Ennery) y otras más que capitalizaban la popularidad de Fernando Soler, María Félix, Dolores del Río, Jorge Negrete, Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz y las demás estrellas de la cinematografía del otro lado del mar. En conjunto, mostraban a los tarrasenses una industria con propuestas muy diversas en las que por cierto podía verse a actores españoles como Ángel Garasa y Emilio Tuero, mientras que en los créditos se consignaba el trabajo de profesionales exiliados como el escenógrafo Manuel Fontanals, el músico Rodolfo Halffter y los guionistas Jaime Salvador, Paulino Masip y Max Aub. Tres de las cintas vistas por José en esos años fueron las excelentes María Candelaria de Emilio Fernández, Doña Bárbara de Fernando de Fuentes y México de mis recuerdos de Juan Bustillo Oro.

Programas de la colección de José Ribera

Hollywood proporcionó, desde luego, la inmensa mayoría de las películas exhibidas en el Cinema La Rambla. Entre ellas hubo clásicos como El mago de Oz (Victor Fleming, 1940), La sombra de una duda (Alfred Hitchcock, 1943) y Gilda (Charles Vidor, 1946), aunque su impacto artístico debe haberse diluido en algún grado por la desnaturalización del trabajo de los intérpretes con el doblaje al castellano y también porque algunas de sus principales características políticas o eróticas se esfumaron por órdenes del rígido cuerpo de censores del gobierno franquista. Lo mismo sucedió con Casablanca (Michael Curtiz, 1942), exhibida del 6 al 12 de enero de 1947. Esta célebre película antinazi, cuya acción ocurre durante la Segunda Guerra mundial, fue anunciada en el programa respectivo como “una historia de amor y aventuras” con sus protagonistas “viviendo un idilio en medio del peligro más extraño” y en una ciudad de “exótica belleza”. En otras palabras, desaparecía el posicionamiento explícito de la cinta en el conflicto entre las potencias aliadas y las del Eje, lo que, como se enteró José años después, se complementaba con la supresión de algunas de sus escenas.

Casablanca se estrenó en el Cine Lindavista de la Ciudad de México el 4 de marzo de 1943. Su emocionante trama y su excelente factura la convirtieron en la película más gustada por los capitalinos ese año, al permanecer diez semanas en cartelera. Ahí la vieron algunos exiliados y cuando José siguió el mismo camino que su padre y tantos otros, descubrió con sorpresa por uno de ellos que en una de las escenas climáticas de la cinta el protagonista y otros personajes entonaban “La Marsellesa” –algo que él no recordaba haber visto en la versión exhibida en Terrassa. En su libro La censura cinematográfica en España (p. 333), Alberto Gil reproduce las órdenes giradas a los distribuidores de Casablanca por el organismo censor, entre ellas, en efecto, las de “suprimir totalmente la escena en que (…) Laszlo y los clientes cantan La Marsellesa (…) Y suprimir el grito de Yvonne “¡Vive la France!” Aunque cuando se distribuyó Casablanca en España la guerra ya había terminado, los censores conservaron las simpatías que el régimen al que representaban había tenido por las potencias del Eje y, como escribe Gil, sometieron la cinta «a una criba que eliminaba sus alusiones contra los nazis» o, como en este caso, su exaltación de los aliados. Además, enfrentaron otro problema, pues de acuerdo con el argumento de la película Rick (el personaje interpretado por Humphrey Bogart) había combatido en el ejército republicano durante la Guerra Civil española; el asunto fue zanjado con instrucciones para suprimir en el doblaje o el montaje las frases que aludían a ese pasado, mismas que deben haber resonado emotivamente en los exiliados que vieron la película en México.

El Cinema La Rambla ofreció funciones de 1935 al año 2000. Su edificio conserva algunas de sus atractivas características originales, convertido en sucursal de una tienda de ropa.

Programa de la colección de José Ribera

Referencias

Alberto Gil, La censura cinematográfica en España, Ediciones B, Barcelona, 2009.

María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, Cartelera cinematográfica 1940-1949, UNAM, México, 1982.

Ángel Miquel, Crónica de un encuentro. El cine mexicano en España, 1933-1948, UNAM, México, 2016.

https://ca.wikipedia.org/wiki/Cinema_La_Rambla

https://es.foursquare.com/v/zara/4be99192b3352d7f8c1f54d2?openPhotoId=50ba45e1e4b062ae371010c5

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Cines y cinéfilos

El incendio del Cine Obrero de Zacatepec

El lunes 5 de junio de 1939 se publicó a ocho columnas en El Nacional la noticia de la tragedia ocasionada por el incendio de un cine en Zacatepec, Morelos. Las cifras preliminares ascendían a una veintena de muertos y muchos heridos, así como alrededor de doscientas casas consumidas por el fuego, que constituían más o menos la mitad de las que entonces había en esa población integrada por dos mil quinientas almas. El corresponsal del diario escribió:

La horrenda catástrofe […] parece se debió al incendio de un rollo de película en la caseta de proyección […] Circulan rumores de que al exhibirse la película El potro pinto continuamente rompíase dicho rollo, habiendo provocado ello el disgusto de los espectadores que amenazaban con quemar el cine si no se continuaba con la proyección, y a un sujeto cuyo nombre se ignora, así como si pereció durante el siniestro, se le atribuye el haber arrojado una colilla de cigarro en el interior de la caseta […] provocando el incendio. (“22 muertos y 37 heridos en un voraz incendio ocurrido en Zacatepec, Mor.”, El Nacional, 5 de junio de 1939, p. 1)

El potro pinto (The Painted Stallion, 1937) era un serial de aventuras del oeste producido por la Republic, dirigido por William Witney, Alan James y Ray Taylor, e interpretado en los primeros papeles por Ray Corrigan y Hoot Gibson, muy conocidos por los aficionados a las películas de la Serie B. El serial duraba tres horas y media, y estaba integrado por doce episodios. Trataba sobre una expedición, encabezada por el personaje de Corrigan, encargada de negociar un tratado con un gobernador mexicano (la acción ocurría en 1823, cuando México ya era independiente de España). Para esto, viajaban por tren desde Independence, Missouri, hasta Santa Fe, California, y en ese largo trayecto sorteaban peligrosos escenarios naturales, resistían los ataques de los indios y sobre todo peleaban constantemente contra las fuerzas de un villano que, al ver afectados sus intereses, intentaba por todos los medios impedir la firma del tratado. El héroe y sus acompañantes sufrían por eso ataques, explosiones, incendios, choques, avalanchas y otras desgracias, que lograban evitar en buena medida gracias a la ayuda que les prestaba una hermosa india comanche, quien aparecía misteriosamente en los momentos de mayor peligro, cabalgando sobre un potro pinto.

Uno de los atractivos del serial derivaba de que fue filmado en locaciones de una región del sur de Estados Unidos, con escenarios adecuados para un western; otro, muy destacado, de que tuviera esa joven heroína, que por momentos parecía una aparición fantasmal, aunque a fin de cuentas se revelara como una mujer de carne y hueso. El personaje fue interpretado por la rubia de 23 años Julia Thayer, quien según el especialista Tony Thomas, “tenía tanto aspecto de india como Marylin Monroe”, aunque agrega que no hay que tomar muy en cuenta esta absurda personificación, pues “los serials no tenían nada que ver con el buen sentido: eran simples cuentos de hadas” (The West that Never Was. Hollywood’s Vision of the Cowboys and Gunfighters, Citadel Press, Nueva York, 1989, pp. 59-60; traducción propia).

La obra pertenecía a una muy popular corriente de películas en episodios lanzada por productoras europeas y norteamericanas desde los años diez, y que incluyó, ya en la época sonora, otros westerns como Ahí vienen los indios (1930), El Zorro cabalga de nuevo (1937), El llanero solitario (1938), Flecha Negra (1944), El hijo del Zorro (1949) y El hijo de Jerónimo, vengador de los apaches (1952), así como un gran número de obras en los géneros de aventuras en la selva, policías y ladrones, detectives, crímenes, de ciencia ficción y de superhéroes, así como, en el caso de México, de luchadores. Inspirados por otros productos de la cultura popular, como los cómics y las novelas dirigidas a niños y adolescentes, los serials dejaron de ser productos frecuentes a mediados de los cincuenta, al difundirse masivamente la industria de la televisión, en la que de inmediato se aclimataron los géneros de la Serie B. Nacieron entonces las series de la pantalla chica.

Los espectadores del Cine Obrero de Zacatepec veían El potro pinto cuando ocurrió el incendio. Entrevistado en el hospital de la Cruz Verde de la ciudad de México, adonde fue trasladado para ser atendido, el obrero Ricardo Martínez, quien laboraba en el ingenio, contó a un reportero su versión de los acontecimientos:

…el sábado en la noche muchos trabajadores fuimos al cine. Me acompañaba mi esposa Anita. Aquí la tiene usted —señala a la cama donde una joven morena se debate en el dolor que le producen horribles quemaduras—. Estábamos muy contentos viendo una película que se llama El potro pinto. Es de aventuras y nos gustan. Serían como las once de la noche cuando de repente empezaron a salir grandes llamaradas de la caseta y los gritos de dolor y espanto fueron muchos. Yo procuré sacar a Anita, pero la aglomeración y el pánico eran tales, que no fue posible […] Ha sido algo horrible. Nos hemos quedado sin casa y sin familia. (“22 muertos y 37 heridos en un voraz incendio ocurrido en Zacatepec, Mor.”, El Nacional, 5 de junio de 1939, p. 1)

Otra recreación directa, ofrecida muchos años después del percance, es esta de la señora Ángela Lagunas Benítez:

…yo tenía siete años. Solía ir a vender ahí con mi primo hermano Ricardo Popoca Lagunas. Yo vendía chicles y él refrescos. Ese día, cuando yo estaba adentro del cine gritando: “¡chicles!, ¡chicles!”, recuerdo haber volteado a la pantalla y haber visto un caballo blanco que se paraba relinchando. Era bonito […] Yo pienso que mi señor Jesucristo me avisó […] que algo iba a suceder [porque] cuando vi al caballo, me comenzó a doler muy fuerte la cabeza.

Angelita buscó entonces en la oscuridad a su primo, le informó que se sentía mal y que se iba a dormir a la casa. Salió del cine, mientras Ricardo se quedaba en el interior del recinto, también encargado de vender chicles. Al llegar a su casa la niña se durmió, pero al poco tiempo fue despertada por los gritos de su padre, quien, habiéndose enterado del incendio, preguntaba muy alarmado por los niños. Angelita se levantó y burlando la vigilancia paterna, corrió a buscar a su primo. Lo encontró en la calle, donde el niño había podido escapar sin daños graves, brincando por una ventana del local. Angelita se alegró por su buena suerte, aunque enfrentaba un horrible espectáculo:

Casi todo el cine estaba quemado, era algo tremendo. Alcancé a ver montones de muertos, hasta había mujeres embarazadas calcinadas. La manteca de los cuerpos escurría por las calles. Muchas personas perdieron a sus seres queridos y […] sus casas […] A pesar de que fue hace mucho tiempo, aún lloro de pensar en tanta gente que murió en ese cine. (Testimonio incluido en Angélica Tornero Salinas (coord.), Murmullos de Morelos. Textos de tradición oral, UAEM, Cuernavaca, 2011, pp. 171-175.)

La señora María Mejía Franco, otra vecina, también había presenciado de niña el incendio, aunque afirmó que no le gustaba contar lo ocurrido, pues “es muy triste recordar ese suceso”; sin embargo, su testimonio recogido en el mismo libro permite saber los nombres de los exhibidores, Jesús y Manuel Sosa, a quienes las autoridades encarcelaron al día siguiente del siniestro, mientras se deslindaban responsabilidades.

Las averiguaciones determinaron que era correcta la información proporcionada como un rumor por el reportero de El Nacional, es decir, que la causa de la catástrofe había sido la impaciencia por parte de los asistentes al ver que la función no se desarrollaba con fluidez, por lo que alguien “criminalmente encendió un cerillo arrojándolo a distancia y yendo a comunicarse con sustancias inflamables que provocaron enseguida la conflagración” (“El siniestro en Zacatepec”, El Nacional, 6 de junio de 1939, 2ª sección, p. 3). Facilitó la difusión del fuego el que la caseta fuera un pequeño cubículo de tablas que al arder lo transmitió a la techumbre de vigas enchapopotadas, para de ahí pasar a las casas vecinas, hechas de madera, hoja de palma y zacate.

En realidad, tanto el local del cine como las modestas casas que lo circundaban eran espacios provisionales para uso de los trabajadores del ingenio Emiliano Zapata. Creado en 1936 como uno de los proyectos sociales del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, el ingenio comenzó a operar en marzo de 1938 con el doble propósito de incrementar el cultivo de caña de azúcar en la región y ensayar un tipo de producción industrial gestionada directamente por los trabajadores; pero en su seno también se constituyó —tal como afirma Aura Hernández— “el crisol en el que se fundirían diversas formas de pensamiento que combinaban el agrarismo, el magonismo, el comunismo, el cooperativismo, el sindicalismo” (“El ingenio Emiliano Zapata de Zacatepec, el crisol jaramillista”, en Horacio Crespo (director), Historia de Morelos. Tierra, gente y tiempos del sur, t. 8, UAEM/ICM/CIDHEM y otras, Cuernavaca, 2012, p. 404, edición digital).

Para materializar otro elemento de esta utopía obrera, se había iniciado la construcción de una ciudad que tendría “un nuevo tipo de casas para trabajadores, con todas las comodidades que exige la dignidad humana y dotadas con las seguridades del caso […] Lo mismo puede decirse de otra clase de edificaciones u centros deportivos, con piscinas, campos de juego, clubes, bibliotecas, etc.” (“La catástrofe de Zacatepec”, El Nacional, 6 de junio de 1939, p. 3). A mediados de 1939 aún no concluía la fundación de esa moderna ciudad, por lo que seguían en su sitio las tradicionales casas de adobe, palos y palma, y se había permitido la instalación del cine, que brindaba a las familias la posibilidad de tener algunas horas semanales de esparcimiento.

Parte de la prensa metropolitana, inconforme con las políticas de corte social del cardenismo, enderezó sus ataques contra la cooperativa encargada del ingenio, haciéndola responsable de lo ocurrido. El Nacional, órgano periodístico del partido en el poder, publicó entonces un texto orientado a polemizar con esa prensa y también a defender a los trabajadores deslindándolos de la tragedia confiando en que:

…por lo que al ingenio se refiere, se labora intensamente tanto por obtener de la industria los resultados económicos que le son […] característicos, como porque los trabajadores tengan el orgullo de presentar a la faz de la Nación una comprobación tácita de que el obrero está capacitado para levantar no sólo su estandard de vida, sino para intervenir con acierto […] en la economía general de aquellas factorías que son el nervio vital de un país. (“La catástrofe de Zacatepec”, El Nacional, 6 de junio de 1939, p. 3)

El experimento de autogestión funcionó apenas unos cuantos meses, pues cuando Cárdenas dejó la presidencia, su sucesor, Manuel Ávila Camacho, electo en 1940, reorientó la política agraria y convirtió la cooperativa en una empresa paraestatal. Por otra parte, poco a poco creció en los alrededores, más o menos como se había previsto, un centro urbano adecuado para la vida contemporánea. Y el ingenio funciona, casi intocado en cuanto a infraestructura industrial, hasta nuestros días.

En cuanto a la tragedia ocurrida en el cine, pronto fue remplazada en los titulares de los diarios por notas de parecido sensacionalismo que daban cuenta de desastres naturales, accidentes o actos de barbarie ocurridos en México o el extranjero: estaban gestándose los acontecimientos que darían inicio a la Segunda Guerra mundial. Pero en la región de Zacatepec, el suceso produjo tal impresión que en los años que siguieron se fue decantando hasta adquirir carácter legendario. De acuerdo con la recopilación citada de tradiciones orales, los acontecimientos se recuerdan así:

Este relato comienza con el estreno del Cine Obrero. Se presentaba en la función la película El potro salvaje. Todos los lugares estaban ocupados; había niños y señores vendiendo botanas y refrescos a los espectadores.

La película había comenzado; el público estaba fascinado por la proyección. Poco antes de llegar a la mitad, ésta empezó a trabarse y la sala comenzó a oler a quemado. De repente, de la pantalla salió un hombre montado en un caballo. Se dice que venía vestido de charro, con espuelas de oro que resaltaban por lo negro de su traje. Su caballo color azabache era un ejemplar imponente; cualquiera hubiera pagado una fortuna con tal de tenerlo.

Este hombre tan extraño comenzó a decir unas palabras que nadie comprendió, debido a que nadie había escuchado algo similar. Cuando terminó de hablar, la sala empezó a arder en llamas, y como las instalaciones estaban hechas de madera, en cuestión de segundos el fuego se esparció por todo el lugar.

Algunas personas rogaban por salir de la sala, pero la presencia del Charro Negro paralizó a parte de la concurrencia, obstruyendo el paso. La mayor parte de la gente murió calcinada, observando cómo el charro desaparecía del lugar montado en su caballo.

Después de lo ocurrido, el lugar en que había estado el Cine Obrero pasó a ser un terreno baldío. Nadie quiso volver a construir por temor a que volviera a pasar un suceso similar. (pp. 75-85)

Como ocurre en la tradición oral, seguramente existen otras versiones que recrean este acontecimiento de manera distinta. Pero es interesante que en la aquí citada se dieran transformaciones de la información original, probablemente surgidas por la dolorosa huella dejada por la tragedia. Una de ellas es que se acentuara el carácter amenazante del potro pinto del título de la cinta, volviéndolo un potro salvaje; otra, que se inventara que un charro montado a caballo saltó de la pantalla, como si uno de los villanos hubiera escapado del control de la heroína o, más aún, como si la comanche misma hubiera cambiado su imagen —ataviada con un penacho y el resto de la ropa típica de los indios de western, y montada sobre un potro blanco con cabeza negra—, por la de un hombre con vestimenta negra y sobre un caballo azabache.

Para esta traslación se importó de otro campo la figura estereotípica del Charro Negro, presente en productos culturales populares contemporáneos, como el cómic de ese nombre que editaba con gran éxito a finales de los años treinta el dibujante Adolfo Mariño Ruiz, que inspiraría la película del mismo título dirigida y actuada por Raúl de Anda en 1940. Pero si en estos dos casos el Charro Negro realizaba acciones heroicas (era un justiciero de la sociedad civil, al estilo del Zorro), en el caso de la leyenda del incendio del Cine Obrero de Zacatepec el personaje se ocupaba solo de causar perjuicios. Como otras representaciones de la tradición occidental investidas de atributos negros, personificaba a las fuerzas del mal.

La copia de El potro pinto quemada en Zacatepec se había programado para exhibirse después en el Teatro Alameda de la Ciudad de México. Los empresarios publicaron un anuncio en el que informaban que los rollos perdidos habían sido “oportunamente repuestos por vía aérea para no privar al público (…) de este electrizante espectáculo” (Excélsior, 10 de junio de 1939, p. 10). El estreno en la capital se realizó apenas una semana después de la tragedia. El show debía seguir.

Anuncio en cartelera, Excélsior, 10 de junio de 1939, p. 10

Otra versión de este texto apareció en Inventio, vol. 10, núm. 22, 2014, pp. 61-66.

Enlaces

https://www.imdb.com/title/tt0029367/?ref_=ttmi_tt

https://www.imdb.com/title/tt0372457/?ref_=ttmi_tt

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Cines y cinéfilos

Breve noticia del Cine Encanto

Xochitepec, 24 de enero de 2004

Pozole verde, tostadas de pata, tacos dorados de picadillo… Ese sabroso menú degustábamos hace un par de noches Patrick Duffey, Eduardo de la Vega y yo en una fonda del centro, lo cual no tendría nada de particular –ni daría motivos para su registro– si no fuera porque la cocinera nos mostró, en una fotografía enmarcada en un muro de su local, algo que nos produjo interés. Nos habíamos acercado a la imagen suponiendo que representaba a fuerzas zapatistas en los años diez, pero la señora nos aclaró que se trataba de un desfile oficial en los cuarenta, donde salía ella de niña. Y entonces, sin que viniera al caso, dijo: “y en ese edificio, que como pueden comprobar ya desapareció, había un cine”. Efectivamente, desde donde estábamos podíamos ver la Plaza Cívica, muy transformada con respecto a la que aparecía en la foto, y en la que ya no estaba esa construcción ni otras casas tradicionales, con muros de adobe y teja. Patrick, Eduardo y yo habíamos participado ese mismo día en un coloquio de historiadores del cine, así que la sorpresiva información era algo así como una extensión lógica, como un postre, de nuestras actividades. ¿Así que había habido un cine en Xochitepec? Atosigamos a la cocinera con preguntas, pero tenía clientes y estaba atareada, por lo que sólo sacamos en claro que el cine se llamaba Encanto, que su dueño era el señor Júpiter y que a ella le gustaban las películas de Pedro Infante.

Aeropuerto «Benito Juárez», 8 de febrero de 2004

Entre los preparativos de mi viaje y otros asuntos, no pude regresar a la fonda para continuar con la plática sobre el cine. Sin embargo, tenía el tema en la cabeza y obtuve más datos de otro informante. El taxista que me llevó a Cuernavaca, hombre jovial y de plática fácil oriundo de Xochitepec, me entretuvo con historias locales, algunas relativas al Encanto. Su dueño, el señor Júpiter, estaba casado con una mujer llamada Conchita, y entre los dos, con algún ayudante, se las arreglaban para las exhibiciones, que eran martes, jueves, sábados y domingos, en función doble. Los domingos había matinés y algunas veces, de noche, pasaban películas para adultos. Un sistema de voceo con grandes bocinas informaba de los programas. El señor Júpiter era de Tlaltizapán, donde tenía otro cine; y al parecer daba funciones también en Acatlipa. Un día de intensa lluvia, él y Conchita fueron a dar en su camioneta cargada de películas al fondo del río Apatlaco, accidente sin consecuencias graves, por suerte. El taxista terminó recordando haber visto en el Encanto El exorcista, que no le impresionó.

9 de febrero de 2004

Hace unos días estuve en un coloquio de historia del cine; ahora viajo para participar en otro. Me parece coherente la sintonización de mi entorno en esos asuntos, que se manifestó hace unos días en el descubrimiento de que en el pueblo donde vivo haya rastros de un viejo cine y también ayer en una escena ocurrida en el autobús en que viajaba a México. Me tocó un asiento en la primera fila, por lo que pude escuchar la conversación entre el chofer, viejo socarrón de grandes bigotes, y la bonita y lista azafata. Sostenían una especie de duelo amistoso, una conversación hecha de pequeñas puyas que no llegaban a ser agresivas. En una parte de la conversación, él preguntó: “¿Qué película vamos a ver hoy, Vanessa?” (antes me había enterado de que Vanessa no era ella, sino otra edecán de la línea de autobuses con la que la muchacha estaba de alguna forma en competencia). “Pues acá dice que El ciudadano Kin”, respondió la azafata, leyendo la caja del videocasete. “No, Vanessa, lee bien: El ciudadano Kane”, corrigió el viejo. Y repitió: “quein”. ¡Kane! ¡En un camión Casino de la Selva – Aeropuerto Benito Juárez! ¡Y puesto en la VHS por una falsa Vanessa! Estaba soñando.

La película no era la de Welles sino una producción reciente que recrea la historia de la filmación, lo que en cierto modo explicaba que la pusieran en el autobús, aunque no, desde luego, el conocimiento por el chofer de la pronunciación correcta del apellido, y tal vez de la persona y la circunstancia del creador de la cinta. Una película sobre Welles, que era Hearst, que era Kane (o Kin) y que, por unos instantes de gran emoción –pues desconocía su existencia– pensé que era Kane. Maravilloso.

18 de febrero de 2004

El fin del viaje también involucró al cine de Xochitepec. En el camión del aeropuerto a Cuernavaca me tocó sentarme junto a un abogado que trabaja en una notaría y quien me contó diversos casos llevados por él, entre ellos el amparo que interpuso el dueño del edificio donde se celebraban las funciones del Encanto para intentar evitar su demolición. Y es que, en los años ochenta, el gobernador Lauro Ortega –expresidente municipal de Xochitepec con amplios intereses en el pueblo– ordenó tirarlo para levantar en el predio las oficinas de gobierno. Puesto que Ortega era muy poderoso, la controversia no duró . El Encanto fue demolido (recordé la foto colgada en la fonda) y el propietario del inmueble obtuvo una indemnización.

Junio de 2019

Gin Lagunas, buena fotógrafa egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, entrevistó recientemente a don Benigno Valle, nacido en 1935, quien le contó algunos de sus recuerdos del cine. Entre éstos, que era «una de las pocas diversiones que se tenían en el pueblo»; que «para ingresar cobraban 50 centavos», y que con alguna frecuencia los espectadores se infestaban «de chinches y pulgas, puesto que las bancas eran de palo». También recordó este xochitepequense que se proyectaban en el Encanto sobre todo películas de vaqueros. Es muy probable que pasaran en él dos parcialmente filmadas en las calles del pueblo o los paisajes de la localidad vecina de Real del Puente: Los Gavilanes (Vicente Oroná, 1956), con Pedro Infante y Lilia Prado, y El Ciclón (Gilberto Martínez Solares, 1959), con Miguel Aceves Mejía y Flor Silvestre; sobre la filmación de la primera, se dice que el máximo ídolo del cine mexicano tomaba cerveza tras cerveza en la cantina del lugar, lo que no es inverosímil dado el calor que suele hacer en la zona.

Gin también hizo el descubrimiento de que hubo otro cine en Xochitepec, el “Leopoldo Reynoso”, impulsado a su retiro por el general zapatista del mismo nombre, y que funcionó en fechas que están por determinar en una casa hoy deshabitada de la que sobreviven sólo los muros; en uno puede apreciarse la hechiza y rudimentaria caseta de proyección. Este cine, cuyo espacio también fue utilizado para prácticas de boxeo, estaba a un costado de la Plaza Colón, donde se ubicaban las oficinas municipales antes de la demolición del Encanto.

Casa donde estuvo el Cine «Leopoldo Reynoso», Xochitepec, Morelos, 6 de enero de 2022. Foto de Eulalia Ribera Carbó.

Enlaces

https://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Reynoso_D%C3%ADaz

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Periodistas españoles exiliados en México comparan a Cantinflas con Charlot

Cuando los exiliados de la Guerra Civil española comenzaron a llegar a México en 1939, una de las industrias donde encontraron trabajo fue la del periodismo. Venían entre ellos hombres de letras maduros que dejaban a sus espaldas el mundo de la cultura que habían contribuido a crear, así como jóvenes con relativamente poca experiencia, pero formados en sólidas tradiciones de lectura y escritura. Buena parte de esos exilados pronto se insertó en los diarios y revistas que se publicaban en distintas ciudades, o bien participó en la creación de editoriales como Séneca y de publicaciones periódicas propias como Romance, España Peregrina, Avance y España Popular.

Por otra parte, muchos españoles del exilio aprovecharon el amplio espacio laboral abierto por el desarrollo reciente del cine sonoro. En el segundo lustro de los años treinta, éste había encontrado los géneros populares y los intérpretes que lo volvieron redituable desde la perspectiva de los negocios; las pequeñas compañías surgidas a principios de la década pudieron así capitalizarse, crecer e instaurar programas de producción y distribución más o menos permanentes, y con eso posibilitaron también el surgimiento de un conjunto de empresas subsidiarias entre las que estaban la de la fotografía de estudio y stills; la de los carteles y lobby-cards, y la del periodismo cinematográfico.

Las primeras revistas fílmicas mexicanas, surgidas en los años treinta, como Mundo Cinematográfico (1930-1934) y Filmográfico (1932-1938), se enfocaban en promover al cine norteamericano y en ventilar asuntos de las esferas de la distribución y la exhibición. A éstas siguieron Cinema Reporter (1938-1965), Novelas de la Pantalla (1940-1947), México Cinema (1942-1947) y otras, situadas en la cauda de la industria local de producción de películas y que se dirigían a un público amplio con los fines principales de promover el recientemente creado sistema de estrellas y estimular el consumo de cintas nacionales.

Los principales géneros en los que se apuntaló el cine sonoro mexicano, el melodrama ranchero y la comedia urbana, tenían como personajes centrales al charro provinciano, en el primer caso, y al habitante de los suburbios populares, en el segundo. En la representación de esos personajes comenzaron a destacar los intérpretes Tito Guízar y Mario Moreno Cantinflas, que pueden por eso contarse entre las primeras figuras masculinas del sistema de estrellas local; por diversas circunstancias, este último fue quien tuvo una carrera cinematográfica más larga.

Moreno provenía del mundo de la carpa. Ahí lo “descubrió” Arcady Boytler, cineasta ruso radicado en México, quien lo hizo aparecer en las películas de 1937 ¡Así es mi tierra! y Águila o sol (1937), alternando con Manuel Medel, su pareja cómica habitual. Las cintas de Boytler no tuvieron mayor repercusión, como tampoco la tuvo El signo de la muerte (1938), dirigida por Chano Urueta y en la que los dos cómicos volvieron a aparecer. En su siguiente película, Ahí está el detalle, dirigida por Juan Bustillo Oro en 1940, Cantinflas fue separado de Medel y con tan buena fortuna que se convirtió a partir de entonces, como escribe el historiador Emilio García Riera, “en la figura de mayor popularidad no sólo entre las propuestas por el cine nacional, sino entre todas las del cine en castellano”.

En Ahí está el detalle Moreno alternó con actores de gran presencia escénica como Joaquín Pardavé y Sara García; después, se desligó de otros intérpretes que pudieran competir con él y realizó una carrera centrada en su figura, empezando por Ni sangre ni arena (Alejandro Galindo, 1941), El gendarme desconocido (Miguel M. Delgado, 1941), Los tres mosqueteros (Miguel M. Delgado, 1942), El circo (Miguel M. Delgado, 1943) y Romeo y Julieta (Miguel M. Delgado, 1943). Con estas producciones su imagen se volvió ubicua en la prensa y su personaje una referencia frecuente en los comentarios de los periodistas encargados de las columnas de cine. Entre ellos estuvieron algunos españoles que habían llegado recientemente al país.

Portada de Cinema Reporter, diciembre de 1943. Colección Cineteca Nacional.

En realidad, tanto por su apariencia como por su desempeño lingüístico, Cantinflas no tenía modelos cinematográficos en la Península, por lo que una de las líneas de interpretación de esos periodistas fue compararlo con el célebre personaje lanzado desde los años diez por Charles Chaplin. Uno de los primeros en explorar esa línea fue Max Aub, quien poco después de llegar a México a fines de 1942 comenzó a diseminar notas relativas al teatro, la narrativa y la poesía en los suplementos de El Nacional, Últimas Noticias y otras publicaciones, así como a colaborar como guionista en productoras de películas nacionales. Como consigna una anotación en su diario del 19 de febrero de 1943, Aub se interesó en escribir un ensayo para comparar a Charlot con Cantinflas. En él contrastaría por un lado la universalidad gestual del primero con la mexicanidad lingüística del segundo, y por otro la postura “poética y resignada” del casi siempre derrotado Charlot, con la de Cantinflas, victorioso “en un mundo lleno de aprovechados y sinvergüenzas a quien él torea con la espléndida muleta de sus muletillas”. Aub no desarrolló las ideas esbozadas en ese apunte debido, entre otras cosas, a que otro español del exilio, Paulino Masip, publicó unos meses más adelante un texto con ese tema.

Con gran experiencia en el ámbito periodístico peninsular, donde llegó a ser director de los diarios El Heraldo Riojano de Logroño, y La Voz y El Sol de Madrid, Masip llegó a México en 1939 y, como otros desterrados, de inmediato se incorporó a medios impresos impulsados por mexicanos o españoles. Recordó tiempo después que a mediados de 1941 publicaba “en una revista que me pagaba bien (…) y tenía proposiciones suficientes para ver mi porvenir color de rosa. Nunca desde que llegué a México había estado tan económicamente seguro y boyante” (carta a Max Aub del 8 de mayo de 1943). En ese mismo periodo Masip amplió el ámbito de sus trabajos incorporándose a la industria del cine como argumentista y, a partir de marzo de 1942, como colaborador de Cinema Reporter. A diferencia de la mayor parte de los cronistas fílmicos mexicanos, quienes escribían sobre estrellas o películas, Masip exploró en la docena de notas entregadas a esa revista temas generales como el cine y el idioma, las aportaciones de los escritores al séptimo arte o el cine y la guerra; y en uno de sus textos comparó a los personajes de Moreno y Chaplin.

Sus principales argumentos fueron expresados con frases que sintetizaban diferencias. La primera, “Cantinflas tiene raíces; Charlot, no” derivaba de una percepción que sólo alguien que vivía en México podía advertir, pues el primero –escribió Masip– “pertenece a una nación y, dentro de ésta, a una región y, dentro de ésta, a una ciudad, y dentro de ésta a un barrio”, mientras que el segundo “no es de ninguna parte. No tiene patria. Pudo haber nacido en Londres, en Madrid, en París, en Berlín, en Roma, en Nueva York.” Esta primera distinción de algún modo determinaba la siguiente, “Cantinflas es un héroe; Charlot es una víctima”, porque al surgir de un suburbio urbano o llegar a él proveniente “de la aldea o el jacal”, Cantinflas tiene la “ambición de mejorar en estado y fortuna”, y sus acciones constituyen un ingenioso dispositivo dirigido al ascenso o al acomodo social, y con el que al menos obtiene recompensas inmediatas como una comida gratis o el beso de una bonita muchacha; en cambio, “Charlot es un derrotado, un cesante, un parado, un hombre que se ha quedado al margen, en la cuneta. Pertenecía a la clase media –su atavío lo declara–, y cayó, rodando por los escalones hasta la miseria del suburbio. (…) es pícaro a la fuerza, obligado por la necesidad y, por eso, al final, siempre pierde”. La tercera diferencia establecida por Masip, “Cantinflas es teatro; Chaplin es circo”, remitía a sus respectivos medios de expresión, la palabra y el gesto, lo que a la vez llevaba a las diferencias entre el cine silente y el sonoro, de los cuales los dos fueron de algún modo emblemáticos. (Como puede advertirse, en este texto se desarrollaban las mismas distinciones esbozadas por Aub en su diario, referidas a los rasgos de expresión característicos de los personajes y a los resultados de sus acciones.)

Masip, entonces, definió las características de Cantinflas al contrastarlas con las muy distintas del personaje de Chaplin. En ese mismo sentido, otro periodista español en México, Manuel Albar, escribió un texto en el que reconoció que no era posible situar en un plano equivalente a los dos cómicos, ni por la obra que habían realizado ni por sus cualidades como intérpretes, además de que sus personajes representaban dos tipos humanos “no ya equivalentes, sino antagónicos”, pues Charlot simbolizaba “lo universal y eterno” y Cantinflas “lo provinciano y transitorio” (en este punto coincidía con una de las distinciones establecidas por Masip). Sin embargo, este socialista zaragozano que durante su exilio fundó en el país el periódico mensual Adelante y la revista España encontraba a fin de cuentas un punto de contacto entre ellos:

Si viendo a Chaplin se siente uno identificado con todos los pobretes del mundo, viendo a Cantinflas (…) se siente uno identificado con el peladito mexicano a quien treinta años de revolución hecha en su nombre no han sabido quitarle aún el hambre ni la mugre. Ahí sí que se igualan Cantinflas y Chaplin. Los dos simbolizan un mismo espíritu de protesta contra una realidad ingrata y dura. Cantinflas (…) es el hombre humilde de México, con sus penas ahogadas en alcohol, sus ilusiones recónditas y siempre vivas, sus picardías dictadas por la necesidad y sus arrebatos heroicos cuando la hombría se pone en juego, sin que para ello sea menester andar a balazos cuando no hay necesidad.

Caricatura de Francisco Rivero Gil incluida en Manuel Albar, Cartas, artículos y conferencias de un periodista español en México, Impresiones modernas S.A., México, 1958, p. 104.

Es interesante que la forma de aproximarse al personaje de Moreno hecha por estos tres españoles en México, no fue la de quienes recibieron sus películas en España. Como se muestra en el libro Crónica de un encuentro, los periodistas de la Península acogieron favorablemente las cintas de Cantinflas no por los atuendos, fiestas o costumbres comunes a los dos países incorporados a ellas –como había ocurrido hasta antes de su irrupción con las comedias rancheras–, sino más bien por las singularidades locales expresadas en el aspecto físico y la jerga plagada de tipismos de su protagonista. Por eso a ninguno se le ocurrió comparar al personaje con Charlot. Sólo H. Sáenz Guerrero vinculó los dos nombres al escribir que todavía era necesario esperar a que la industria mexicana diera a  Moreno “…alguna ocasión para que se salga del marco de lo vulgar y lo trillado y nos demuestre su valía en una película que sea algo más que una astracanada, porque la comicidad sólo alcanza altura humana cuando sirve para simbolizar un estado de conciencia, un modo de ver y sentir la vida –el caso de Charlot– y hasta ahora Cantinflas no ha hecho nada o casi nada en ese sentido, probablemente porque no se le ha dado la ocasión” (La Vanguardia Española, 19 de diciembre de 1944, p. 12). En otras palabras, ese periodista consideraba imposible establecer un vínculo comparativo entre los personajes, no tanto por los desempeños actorales de Chaplin y Moreno, como por la calidad de los argumentos y otros aspectos de las cintas interpretadas por éste.

Naturalmente, también hubo periodistas exiliados en México a quienes no interesó la figura de Cantinflas (ni, en términos amplios, el mundo de las estrellas locales). Entre ellos destacó Francisco Pina quien entre 1946 a 1949 practicó el periodismo en el suplemento de El Nacional, y después en México en la Cultura, La Cultura en México y la Revista de la Universidad. Podría decirse que Aub, Masip y Albar, más volcados hacia la literatura o la política que al cine, sólo se asomaron eventualmente al periodismo fílmico; por el contrario, Pina vivió durante varias décadas de él. La siguiente generación de periodistas cinematográficos, que publicó entre 1961 y 1962 la revista Nuevo Cine e impulsó la renovación de la cultura del séptimo arte haciendo, entre otras cosas, un duro juicio a la industria local productora películas de baja calidad, lo consideró como su único antecedente de su pretensión de objetividad en el amplio gremio creado alrededor de los negocios de la llamada “época de oro”.

Pina escribió numerosas notas sobre las obras de los directores italianos que irrumpieron después de la Guerra Mundial en el movimiento neorrealista, de los franceses que constituirían la “nueva ola”, de los norteamericanos que impulsaron un cine independiente de los temas y las rutinas de Hollywood, así como de los de industrias que mostraron gran poder expresivo en los años cincuenta como la sueca y la japonesa. Pero entre sus cientos de textos, sólo unos cuantos trataron indirectamente acerca del cine de México, al abordar trabajos de otros españoles en el país como Luis Buñuel o León Felipe; y entre ellos, por consiguiente, no hubo ninguno sobre Cantinflas. Esto resulta aún más sorprendente en el contexto de la argumentación de este texto, porque en 1952 Pina publicó en la Colección Aquelarre su libro Charles Chaplin. Genio de la desventura y la ironía, obra insólita en el panorama de la cultura local, en la que los pocos libros de cine previos trataron fundamentalmente acerca de estrellas. Al comentar su aparición, escribió el periodista y poeta Efraín Huerta: “…en México no se ha publicado un libro sobre cine más importante (…) Y si exceptuamos el de(l venezolano) Carlos Augusto León, La muerte en Hollywood (…), se puede y debe decir también que el libro de Pina es el más importante libro sobre cine que se ha editado en América Latina” (Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, 29 de junio de 1952, p. 3). Como sea, en sus trescientas cincuenta páginas no se dedicaba una sola línea a comparar a Charlot con Cantinflas, ni a Charles Chaplin con Mario Moreno.

Portada de Francisco Pina, Charles Chaplin. Genio de la desventura y la ironía, Colección Aquelarre, México, 1952.

Podemos resumir diciendo que los tres exiliados españoles que se interesaron en uno de los primeros lanzamientos estelares del cine mexicano se aproximaron a él comparándolo con el referente cinematográfico que les pareció más próximo, el personaje de Chaplin de las cintas silentes. Esa comparación provino de escritores que opinaban acerca de una amplia variedad de asuntos culturales y su aproximación estuvo inevitablemente mediada por sus conocimientos. Manifestó su formación literaria su enfoque en los personajes, cercanos evidentemente a los pícaros de la tradición teatral y novelesca. Por otra parte, para ellos Chaplin tenía una densidad que no se reducía al mimo. Estaban sin duda familiarizados con su figura pública y conscientes del mensaje social que pretendía dar como director de sus cintas, algo ostensible en la aproximación de corte sociológico hecha por Albar. Y también sabían que en el ámbito hispanoamericano Charlot había migrado copiosamente a la poesía, la narrativa y las artes visuales, fenómeno que Masip hizo explícito en su texto aquí citado para deplorarlo y desear que no sucediera lo mismo a Cantinflas, pues en esa operación se había despojado a aquél, según opinaba, de su origen popular. En suma, las comparaciones que estos tres periodistas hicieron entre Charlot y Cantinflas tuvieron una profundidad rara vez vista en las notas de los cronistas cinematográficos locales quienes, inmersos en el mecanismo del sistema de estrellas, estaban sobre todo pendientes de la vida de los intérpretes, las incidencias de las filmaciones y otros aspectos superficiales del mundo de las películas.

Títere de Cantinflas. Colección de Margarita Carbó.

Presentado como ponencia en el XII Encuentro de la Red de Historiadores de la Prensa y el Periodismo en Iberoamérica, el 9 de julio de 2021.

Referencias

Albar, Manuel, “Chaplin y Cantinflas”, Cartas, artículos y conferencias de un periodista español en México, Impresiones modernas S.A., México, 1958, p. 104-105.

Aub, Max, Nuevos diarios inéditos (1939-1972), edición, prólogo y notas de Manuel Aznar Soler, Renacimiento, Sevilla, 2003.

De la Colina, José, José Miguel García Ascot y Emilio García Riera, “Francisco Pina”, Nuevo Cine, 1962, p. 9.

García Riera, Emilio, Historia documental del cine mexicano, tomo 1, Universidad de Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco, Conaculta e Imcine, Guadalajara, 1992.

Masip, Paulino, “Chaplin y Cantinflas”, Cinema Reporter, 20 de agosto de 1943, pp. 22, 23 y 34.

Meyer, Eugenia (edición y estudio preliminar), Los tiempos mexicanos de Max Aub. Legado periodístico, 1943-1972, Fondo de Cultura Económica y Fundación Max Aub, Madrid, 2007.

Miquel, Ángel, Crónica de un encuentro. El cine mexicano en España, 1933-1948, UNAM, México, 2016.

Pina, Francisco, Charles Chaplin. Genio de la desventura y la ironía, Colección Aquelarre, México, 1952 (segunda edición en Biografías Gandesa, Grijalbo, 1957).

Pina, Francisco, Praxinoscopio (hombres y cosas del cine), UNAM, México, 1970.

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-exilio-literario-de-1939-actas-del-congreso-internacional-celebrado-en-la-universidad-de-la-rioja-del-2-al-5-de-noviembre-de-1999–0/html/ff94149c-82b1-11df-acc7-002185ce6064_72.html#I_28_

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

El primer libro mexicano de cine

Carlos Noriega Hope (1896-1934) fue uno de los principales animadores de la cultura cinematográfica mexicana en las décadas de los veinte y treinta. Dirigió durante casi tres lustros el popular semanario El Universal Ilustrado, donde entre otras cosas impulsó la profesionalización del periodismo fílmico al mantener columnas de las que se encargaban Marco Aurelio Galindo, Cube Bonifant, Rafael Bermúdez Zataraín y otros críticos. Él mismo fue durante largos años, bajo el seudónimo de Silvestre Bonnard, cronista cinematográfico del diario El Universal. Y su pasión por las imágenes en movimiento se manifestó también en que, al igual que otros escritores contemporáneos como Arqueles Vela, Jaime Torres Bodet y Juan Bustillo Oro, incluyó a personajes y situaciones del cine hollywoodense en sus narraciones, aparecidas primero en El Universal Ilustrado y coleccionadas después en los libros La inútil curiosidad (1923) y El honor del ridículo (1924); esto ocurrió a tal grado, de hecho, que, como escribió el comentarista Franco Carreño, se pensó en el medio que el joven escritor nunca podría deshacerse “del complejo psíquico de lo yanqui” (“Novela corta y noveladores en México”, Biblos, 1 de junio de 1925, p. 9).

Portada de El honor del ridículo, Talleres Gráficos de El Universal Ilustrado, 1924, con dibujo de Audiffred

En diciembre de 1919 El Universal envió a Noriega Hope a reportear el gran mundo del arte silencioso en Hollywood. En la nota en que anunciaba el viaje, el periodista dijo que pensaba “visitar todos los studios de Los Ángeles, inquirir los secretos de la técnica y entrevistar a las estrellas, cometas y nebulosas de este firmamento”, lo que, confiaba, le permitiría “tornarse en un maestro de la crónica cinematográfica”. Sus experiencias durante sesenta intensos días se reflejaron en una docena de artículos (“Apuntes de viaje de un reporter curioso”), que a su regreso recogió, junto con otros pocos textos, en el primer libro sobre el séptimo arte escrito por un mexicano: El mundo de las sombras. El cine por dentro y por fuera (1921).

Portada de El mundo de las sombras, Ediciones Andrés Botas e Hijo, 1921.

La sección más sustanciosa del libro la conformaban los capítulos en que el asombrado viajero describía Hollywood, y en particular las particularidades de las filmaciones en los estudios:

¡Por Dios! ¡Estaba en una calle artificial, rodeado de edificios artificiales, con tranvías eléctricos (o al menos tal me parecían) artificiales! Había creído, falsamente, en la realidad de esa calle y a la postre todo resultaba de cartón y de papier maché (…) ¡Oh, poetas, artistas, literatos: por desgracia no conocéis un studio! (…) Aquí, en estos lugares, sin bambalinas, sin telones, se reproduce al aire libre cualquier pasaje creado por la imaginación de un escritor; por primera vez en la historia del mundo las fantasías de los poetas, los vuelos imaginativos de los novelistas, los foros lejanos de hechos que guarda la Historia, ha sido posible mostrarlos, reales, tangibles, gracias al cinematógrafo… Poetas, artistas, literatos: la imaginación creadora de cosas bellas ha sido vencida por la ciencia, y Pegaso, en vez de remontarse al infinito, galopa, hoy por esta tierra de maravilla… ¡Bendito sea el cinematógrafo! (El mundo de las sombras, pp. 25-26)

Durante su estancia en Los Ángeles, Noriega Hope entrevistó a personalidades célebres, entre quienes se encontraban Antonio Moreno, Mabel Normand, Douglas Fairbanks, Max Linder, Mack Sennett y Clara Kimball Young, y vio a algunas de ellas desempeñarse ante las cámaras. Simultáneamente, pudo “inquirir los secretos de la técnica” en cuanto a fotografía, maquillaje y otros asuntos, lo que le sirvió por lo pronto para conocer los términos con que se designaban ciertas actividades propias del cine. Así, en El mundo de las sombras aparecen, quizá por primera vez juntos en una publicación local, los neologismos studio, set, make-up, casting, cameraman, close-up y extras (“comparsas que van de la ceca a la meca en busca de trabajo y que, por cinco dólares diarios, hacen ´atmósfera´ en cualquier película”).

Por otra parte, al atender aspectos relacionados con la comercialización del cine, el periodista valoró la importancia de la publicidad, elaborada por “los emborrona-cuartillas adscritos a cada studio”, tanto para el lanzamiento de una cinta, como para el cultivo del sistema de estrellas:

¡Oh, nosotros no conocemos aún el valor del réclame, de la prensa, de la publicidad, en fin! Creemos en México, que con un anuncio desplegado de pequeñas dimensiones, sobra y basta para lanzar una película, un artista, pero esto, señores alquiladores, es en realidad demasiado primitivo. Las compañías de cinematógrafo cuentan siempre entre su personal (…) con individuos de experiencia literaria o periodística, que manejan desde un cuarto tapizado de anuncios, fotografías y manuscritos, toda la publicidad, toda la popularidad, el éxito, en fin, de la gigantesca empresa. Mientras más inteligentes son estas ratas de imprenta, mayores beneficios inmediatos reciben los actores (…) Ellos distribuyen, por todos los periódicos del mundo, información gratuita, retratos idem y truculentas historias de marcado sabor folletinesco en las cuales se va narrando, con épica elocuencia, la vida, aventuras y disgustos conyugales de las estrellas. (El mundo de las sombras, p. 73)

En su breve paso por Los Ángeles, Noriega Hope calibró, en resumidas cuentas, el complejo universo de una industria grande y próspera. Nada más natural que a su regreso intentara contribuir a la edificación de algo similar en México y pronto participó en la escritura del argumento de Viaje redondo (José Manuel Ramos, 1920) y dirigió La gran noticia (1923). Sin embargo, era evidente que su admirado cine hollywoodense resultaba un competidor aplastante para cualquier iniciativa local. Desilusionado por eso y absorbido por la dirección del Ilustrado, la escritura de obras dramáticas y otras empresas, dejó por un tiempo el cine, que por lo demás vivía en el país un periodo de profunda crisis. Pero la transición del mudo al sonoro hizo creer de nuevo a Noriega Hope en la posibilidad de un lanzamiento industrial y regresó a sus actividades promocionales a través, en primer término, del anuncio y la crítica de películas. Además, convencido de que había tradiciones vernáculas que podían dar lugar a géneros cinematográficos populares, colaboró con entusiasmo hasta el año de su muerte en la escritura de los argumentos de Santa (Antonio Moreno, 1931), La Llorona (Ramón Peón, 1933), Clemencia (Chano Urueta, 1934) y otras cintas.

Carlos Noriega Hope (abajo a la derecha) en la despedida a la actriz Patsy Ruth Miller en la estación Colonia, c. 1930. Mediateca del INAH, fondo Casasola, 77_20140827-134500:21796

Xochitepec, Morelos, 21 de diciembre de 2021

Adaptado de Por las pantallas de la Ciudad de México. Periodistas del cine mudo, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1995, pp. 75-90.

Bibliografía mínima

Carlos Noriega Hope (1896-1934), INBA-SEP, México, 1959.

18 novelas de El Universal Ilustrado, con prólogo de Francisco Monterde, Ediciones de Bellas Artes, México, 1969.

Carlos Noriega Hope, Las experiencias de Miss Patsy y otros cuentos, Premiá Editora, México, 1986 (reúne ocho narraciones aparecidas en La inútil curiosidad y El honor del ridículo).

Ángel Miquel, Los exaltados. Antología de escritos sobre cine en periódicos y revistas de la Ciudad de México, 1896-1929, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1992.

Rosa Casanova, «De semanario artístico y popular a semanario mexicano con espíritu», Alquimia, núm. 33, mayo-agosto de 2008, pp. 12-22.

Yanna Hadatty Mora, Prensa y literatura para la Revolución. La Novela Semanal de El Universal Ilustrado, UNAM / El Universal, 2016.

Antonio Saborit (coordinador), El Universal Ilustrado. Antología, Fondo de Cultura Económica / El Universal, México, 2017.

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Primeros libros

Junto con mantas, sonajas, peluches y otros objetos, el Álbum biográfico del niño fue uno de mis primeros regalos. Lo hizo la maestra de piano María C. Arias a su alumna Flora Rendón, mi mamá. Sin embargo, la encargada de llenarlo no fue ésta, sino su hermana dos años menor, Odila. Desde mis primeros días y hasta que cumplí tres años, esa amorosa secretaria de actas hizo anotaciones que, junto con fotos tomadas por mi papá y mi abuelo, me permiten asomarme a esa etapa de la que no tengo recuerdos.

En el álbum se conservan dientes de leche y recortes de delgadísimo pelo en sobres de celofán; se consignan datos de crecimiento, alimentación, enfermedades, vacunas; y también, junto con la adquisición de nuevos gestos –risas, gritos–, se dice que disfruté con el descubrimiento de mis manos, de mis pies, del lenguaje. Está ahí el registro de los balbuceos, de las primeras palabras definidas y las frases completas, algunas de éstas, por cierto, aprendidas de mi exiliado y nostálgico padre: “Ya dice algunas cosas en valenciano; por ejemplo, cuidadet, que ahí viene el cochet y pare vosté la burra, amic.” Y en enero de 1960 esta sorprendida anotación: “Ya sabe malas palabras. ¿Dónde las aprendió? Who knows. ¡Ah, y sabe aplicarlas!” No había que ir muy lejos para encontrar al inductor de esa fechoría, indudablemente Carlos, hermano menor de Flora y Odila, que en el mes de ese registro había cumplido 21 años. Para entonces ya estaba por los alrededores también mi hermano Horacio, quien por lo tanto debe haber aprendido ese sector fundamental del lenguaje de dos fuentes cercanas.

Desde nuestra edad más temprana nuestros padres nos acostumbraron al trato con los libros. Hay fotos de Horacio de un año donde se lo ve sosteniendo e intentando descifrar uno de esos objetos con el que parecían entretenerse tanto los adultos. Se ha conservado un cuento que escribí a los cinco años encima del dibujo de un barco y unos inverosímiles seres marinos, y que transcribo porque revela el tipo de propaganda familiar al que estábamos sometidos:

ERACE UN PRINCIPE JOVEN GUAPO ELEGANTE INTELIGENTE E HIJO UNICO DE LOS REYES DE UNA NACION GRANDE Y RICA DESECHANDO LOS GUSTOS CORIENTES Y ORDINARIOS NO LE AGRADABA MONTAR A CABALLO NI CAZAR NI DIBERTIRSE DE NINGUNA MANERA NO LO DISTRAIAN MAS QUE LOS LIBROS PASABASE UNA ORA LELLENDO UN LIBRO FELIZ Y QUE NO PENSABA EN SEMEJANTE COSA LA PRINCESA

Ese príncipe se volvió aún más distraído cuando hacia mediados de los años sesenta apareció en la casa El libro de oro de los niños. Publicado en 1943 por la sucursal en Buenos Aires de la Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana (UTEHA), no era en realidad un libro, sino una auténtica enciclopedia en seis gruesos volúmenes que contenía adivinanzas, acertijos, poemas, fábulas, mitos, leyendas, cuentos, breves obras de teatro y resúmenes de novelas, así como informaciones de ciencia, técnica, arte, religión, geografía, historia y costumbres; también se enseñaba ahí el arte de hacer papirolas, y otros trabajos manuales con fósforos y palillos. El diseño con textos en tipografía bold e interlíneas generosas complementados por ilustraciones a color constituía una atractiva invitación a la lectura, aunque la encuadernación en pasta dura y el uso de un papel grueso hacían los volúmenes pesados y obligaban a una manipulación experta, de adultos o niños ya acostumbrados al trato con libros. En el caso de nuestra familia, recuerdo a Flora contando cuentos o explicando asuntos a sus hijos con los rojizos volúmenes en las manos.

Este “mundo maravilloso para la infancia”, como rezaba el subtítulo de la obra, era en parte adaptación de entregas de la serie La Scala D´Oro, concebida y dirigida por los italianos Vicenzo Errante y Fernando Palazzi y publicada por la Unione Tipografico-Editrice Torinense entre 1932 y 1945. Pero en buena medida también fue obra original de autores como los mexicanos Lucila Baillet Pallán-León (más conocida por su seudónimo Paulita Brook), Ermilo Abreu Gómez y Andrés Henestrosa; el cubano Rafael Esténger; el puertorriqueño Alfredo M. Aguayo; los uruguayos Juana de Ibarborou y Carlos Rodríguez Pintos; las brasileñas Walda y Waleska Paixao, así como los españoles exiliados en distintos países Vicente Solórzano, Eduardo de Ontañón y los directores literario y artístico del proyecto, el escritor zaragozano Benjamín Jarnés y el historiador y cartógrafo sevillano Luis Doporto. La orientación de El libro de oro de los niños hacia un público latinoamericano fue evidente en que las únicas biografías de héroes nacionales aparecidas en sus seis volúmenes fueron las de Simón Bolívar, José Artigas, Antonio José de Sucre, José de San Martín, Bernardino Rivadavia, Domingo Faustino Sarmiento, Benito Juárez y José Martí.

Buena parte del atractivo de la obra se debió a sus ilustraciones. Y en esto ocurrió lo mismo que en los textos: en algunas secciones se reprodujeron obras de quienes habían colaborado para la edición italiana, Filiberto Mateldi, Carlo Bisi y Nino Pagot, pero en otras se solicitaron nuevas colaboraciones. Entre éstas destacaron las de la uruguaya Amalia Nieto y la española Alma Tapia, quienes hicieron encantadores dibujos y acuarelas por completo pertinentes a los temas que ilustraban. De hecho, las imágenes trazadas por esas artistas constituyen algunos de mis más antiguos recuerdos, reafirmados por la repetida consulta, en distintas edades, de los libros. Otros, claro, son los de Walt Disney.  No me queda claro si las nutridas aportaciones de este pertenecieron en origen a la serie italiana o si se incorporaron para fortuna de los lectores latinoamericanos a la edición en español.

Obras de Alma Tapia y Amalia Nieto para El libro de oro de los niños.

El libro de oro de los niños tuvo reimpresiones en México bajo el sello de Editorial Acrópolis en 1946 y de UTEHA en 1961 y 1969.

Xochitepec, Morelos, 30 de noviembre de 2021

Enlaces

https://es.wikipedia.org/wiki/Amalia_Nieto

https://es.wikipedia.org/wiki/Alma_Tapia

https://it.wikipedia.org/wiki/La_Scala_d%27oro

https://es.wikipedia.org/wiki/UTEHA

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Manuel P. de Somacarrera escribe sobre cine mexicano

A mediados de 1928, el bilbaíno Manuel Pérez de Somacarrera comenzó a colaborar en El Heraldo de Madrid. Tenía 26 años y probablemente vivía en Zaragoza, pues en sus columnas comentaba aspectos de la vida literaria en esa ciudad. Al año siguiente, el joven periodista se mudó a Barcelona, donde se convirtió en colaborador de la página teatral del periódico La Noche y puso en escena su sainete El eterno amor, escrito en colaboración con A. Sanz Casanova. Otro fruto de esa incursión en el mundo de la cultura barcelonesa fue la publicación a fines de la década de dos breves novelas, Una Margarita Gautier (del dietario de una modistilla) y Supo vengarse, por Ediciones Bistagne y Ediciones de La Revista Blanca, respectivamente.

La irrupción del cine sonoro causó en España, como en otros países de Hispanoamérica, una reformulación de la cultura fílmica que entre otras cosas se reflejó en el incremento de columnas dedicadas al comentario de películas y estrellas en las publicaciones locales. Entonces Manuel P. de Somacarrera –como adaptó su firma– también transformó sus intereses periodísticos iniciales, que habían incluido la literatura, los toros y el reportaje de contenido social, para volcarse al cine. Así, entre 1930 y 1936 salieron numerosas notas y muy documentados reportajes suyos sobre diversos aspectos del séptimo arte español y norteamericano en las revistas madrileñas ¡Tararí! y Cinegramas, y en las barcelonesas Cine-Art, Filmes Selectos y El Cine.

La Guerra Civil, iniciada a mediados de 1936, produjo un nuevo giro en la trayectoria profesional de Somacarrera, en dos sentidos. Por un lado, se entrenó en el oficio de documentalista sumándose a la filmación de Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona (1936) como auxiliar del director Mateo Santos. Y esta experiencia le permitió acceder unos meses después a la realización de la película propagandística de guerra Aragón trabaja y lucha (la vida en el frente aragonés) (1937), en cuyo centro aparecía la figura del dirigente anarquista Buenaventura Durruti.

Capturas de pantalla del título y los créditos de Aragón trabaja y lucha (Manuel P. de Somacarrera, 1937). Archivo de Promotora Cultural Fernando Gamboa, A.C. / Filmoteca UNAM

Por otro lado, Somacarrera radicalizó su postura como periodista, relegando la información y el comentario frívolos característicos de la mayor parte de las columnas de cine para enfocarse en piezas de contenido político. Esto ocurrió en Mi Revista, publicada quincenalmente en Barcelona durante los años de la guerra, y que de acuerdo con la descripción que aparece en la página de la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España tenía las siguientes características:

Subtitulada “ilustración de actualidades”, en su saludo señaló que, “en los momentos en que empieza la nueva reconstrucción de España”, nacía, no como una publicación de empresa, sino de un “grupo de compañeros”, a los que se califica de “francamente revolucionarios”. Estuvo dirigida por el periodista de la CNT Eduardo Rubio Fernández y su redacción estaba integrada por periodistas de este sindicato, de la UGT, comunistas y republicanos, siendo autodefinida como una revista de “combate antifascista y no partidaria”. De periodicidad quincenal, apareció los días 1 y 15 de cada mes, y su paginación la fue ampliando, desde las 32 hasta casi el centenar de páginas.

(…) fue sobre todo un magazine con una gran calidad de edición que, junto a crónicas y reportajes de los frentes y la retaguardia, ofrece otras destacadas informaciones sobre la industria cinematográfica y del teatro. También incluye artículos de política, economía, sociedad y cultura y sobre el desarrollo de la contienda, con páginas también dedicadas al mundo financiero, la ciencia, la educación, la mujer o el deporte (…)

Encontramos reportajes de Somacarrera en Mi Revista desde abril de 1937. A fines de año publicó uno en el que se propuso denunciar a los artistas e intelectuales que, adornados de “un falso prestigio”, habían apoyado la rebelión contra el gobierno de la República. Decía: “Todas esas figuras, figurines y figurones desfilarán por estas páginas como en un carnaval mordaz y grotesco. Procuraremos retratarlas lo más fielmente posible, valiéndonos de la pluma y haciendo de sus vidas la caricatura novelada de su triste condición de hombres al servicio de Franco.” (Mi Revista, 1 de diciembre de 1937, p. 25) En seguida, el periodista dirigía duras palabras contra algunos de quienes, en su opinión, “valiéndose de su arte, hacen propaganda fascista” en el campo del cine: los directores Benito Perojo y Florián Rey, y los intérpretes Imperio Argentina, Juan de Landa y Fernando Fernández de Córdoba. Otra muestra de esa toma de partido fue la publicación contemporánea de un nuevo libro de Somacarrera, Rosita Díaz, la perseguida del fascismo, publicitada como “la novela más sensacional y emocionante que refleja la ferocidad del fascismo contra una artista española, prestigio de la pantalla nacional” (Mi Revista, 10 de enero de 1938, p. 46).

Portada publicada en Mi Revista, 10 de enero de 1938, p. 46. Colección de la Biblioteca Nacional de España.

En enero de 1938 Mi Revista dedicó un número de casi doscientas páginas a México, uno de los pocos países que ofrecieron ayuda moral y material al bando republicano durante la Guerra Civil. En ese número, que abría en la portada con un dibujo de Salvador Bartolozzi, aparecieron conmovidos textos de agradecimiento y obras gráficas de una cincuentena de políticos, intelectuales y artistas españoles, entre ellos muchos que a partir de 1939 tendrían que exiliarse en México, como ocurrió también con Rosita Díaz Gimeno, luego de la derrota republicana: Fabián Vidal, Enrique Díez-Canedo, Gabriel García Maroto, Magda Donato, Salvador Bartolozzi, Pedro Bosch Gimpera, Antonio Zozaya, Ángel Samblancat, José García Narezo…

Somacarrera aportó a ese número un largo reportaje titulado “El cinema mexicano”, en el que hizo un excelente resumen de la situación de la industria en la década de los treinta. El periodista describía fundamentalmente la producción privada de películas de ficción y también el impulso oficial a los documentales, consignando sus principales títulos y artífices. “Lo más admirable de la labor realizada por el país hermano –decía– es cuanto se refiere a la propaganda de la cultura y la difusión de las ideas. En este aspecto se han llevado a cabo obras magníficas que dicen mucho en favor de la economía, del arte, de la ciencia y de los sentimientos humanos.” (p. 102) Entre esas obras destacaba los documentales Tierra, La irrigación de México, México progresa, Monte Albán, Las ruinas de Mitla, El santo desierto de Cuajimalpa y Tehuantepec, y las cintas de argumento Janitzio, Redes y Rebelión; curiosamente no mencionaba Allá en el Rancho Grande que, estrenada en 1936, se convertiría en el primer éxito internacional de esa industria.

Cuando apareció este texto ya se habían exhibido en la Península unas cuarenta películas mexicanas (no Rancho Grande, que llegaría hasta 1940), pero Somacarrera se documentó menos en el conocimiento directo de esas obras que en información tomada de revistas especializadas mexicanas como Mundo Cinematográfico. Es posible incluso que el consulado en Barcelona le proporcionara datos y también que entrara en contacto con Fernando Gamboa, uno de quienes asistieron al Congreso de Intelectuales Antifascistas celebrado a mediados de 1937 en Valencia, Madrid, Barcelona y París; y es que Gamboa llevó a México, para exhibirla en el Palacio de Bellas Artes y otros sitios, una amplia muestra de propaganda gráfica y cinematográfica republicana en la que se contaba su cinta Aragón trabaja y lucha.

Manuel P. de Somacarrera permaneció en España después de la Guerra Civil. Otro de sus libros de los años treinta fue Carlos Gardel. El ídolo roto. En los cuarenta colaboró para El Noticiero Universal y en los sesenta envió eruditos artículos a Otro Cine, trascendente revista publicada en Barcelona bajo el lema “Al servicio del cine amateur y del buen cine profesional”.

Xochitepec, Morelos, 7 de noviembre de 2021

Portada de Mi Revista, 1 de enero de 1938, con dibujo de Salvador Bartolozzi. Colección de la Biblioteca Nacional de España.
Fotografía dedicada de Lázaro Cárdenas. Mi Revista, 1 de enero de 1938, p. 115. Colección de la Biblioteca Nacional de España.
Dibujo de Mari Batlle para Mi Revista, 1 de enero de 1938, p. 141. Colección de la Biblioteca Nacional de España.

Fuentes y enlaces

Magí Crusells Valeta, Directores de cine en Cataluña. De la A a la Z, Universitat de Barcelona, Barcelona, 2009.

Ángel Miquel, Crónica de un encuentro. El cine mexicano en España, 1933-1948, Filmoteca de la UNAM, México, 2016.

http://www.laopiniondecabra.com/ampliar.php?sec=especiales&sub=colaboraciones&art=1467

http://hemerotecadigital.bne.es/details.vm?q=id:0004152848&lang=en

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Películas de Bajo el volcán

En la introducción a la edición hecha en 1965 por la canadiense New American Library de la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, Stephen Spender escribió que sus técnicas narrativas son esencialmente cinemáticas. “La influencia más directa de este libro extraordinario –dice– no es de otros novelistas, sino de películas, sobre todo quizá las de Eisenstein. El cine se siente en todo el libro.” Tal vez esa influencia se muestre sobre todo en la especie de montaje polifónico que forman los diálogos, interrumpidos a cada momento por pensamientos, recuerdos y digresiones; por voces circunstanciales, que incluyen las de personajes reales y las de seres invisibles durante las alucinaciones alcohólicas de su personaje principal, Geoffrey Firmin (o el Cónsul), y también por las intromisiones de textos simbólicos que están en el entorno físico donde se desarrolla la acción, como el letrero de un jardín, el menú de un restaurante, el cartel de la película norteamericana Las manos de Orlac (Mad Love, Karl Freund, 1935).

Además de estar incorporado a su técnica narrativa, el cine es en Bajo el volcán parte decisiva de la historia que se cuenta. Uno de sus personajes, el francés Jacques Laruelle, llega en 1935 a Quauhnáhuac después un “viaje largo, insensato y hermoso” desde Los Ángeles. Tiene 42 años y se propone cambiar el mundo con su cine, aunque acota el narrador que “esos sueños parecían absurdos y presuntuosos”, pues Laruelle había hecho grandes películas “dentro de lo que fueron las grandes películas del pasado y, no obstante –lo sabía–, en nada habían cambiado al mundo” (las citas remiten a la traducción de Raúl Ortiz y Ortiz para Ediciones ERA). Laruelle trabajaba en Hollywood, pero no consideraba haber hecho ahí sus obras importantes, sino antes, en Europa. Una, filmada en Francia, se había basado en Alastor o el espíritu de la soledad, poema de Percy Bysshe Shelley publicado en 1816.

El Cónsul, quien relata esta parte de la historia, informa de algunas características de esa película al decir que Laruelle

…hizo las tomas que pudo en una bañera y (…) montó el resto recurriendo a secuencias de ruinas de viejos documentales de viajes, y a una selva que aparecía en Im dunkelsten Afrika y a un cisne proveniente del final de algún antiguo film de Corinne Griffith… Creo que también Sarah Bernhardt tomaba parte mientras que el poeta permanecía todo el tiempo en la playa y la orquesta hacía sus mayores esfuerzos con el Sacre du Printemps.

Para aclarar el denso párrafo hay que decir, en primer lugar, que Im dunkelsten Afrika sería el título de una adaptación alemana del libro In darkest Afrika, publicado en 1890, en el que explorador Henry Morton Stanley contó un episodio de guerra colonialista ubicado en lo que ahora es Sudán. Luego, que Corinne Griffth era una estrella del cine de Hollywood y Sarah Bernhardt una actriz de teatro francesa que eventualmente apareció en películas. Por último, que Sacre du Printemps (o La consagración de la primavera) es una de las piezas maestras de Igor Stravinsky. Lo que puede rescatarse de esta descripción es sobre todo el sentido general de la película. Trataba sobre un poeta, a quien tal vez se veía leer o escribir en la playa, e incluía escenas tomadas de otras obras para armar un conjunto que se acompañaba con música de Stravinsky. Es decir, se trataba de una cinta que ahora llamaríamos de vanguardia o experimental, con una estructura emparentada con las que algunos cineastas propusieron a partir de los años veinte para enfrentar al modelo narrativo hegemónico del cine basado en la forma de la novela decimonónica. Nacieron así obras inspiradas por la pintura, la música o la poesía. Entre estas últimas estuvieron las que “adaptaban” poemas, por ejemplo, Manhatta (1921) de Paul Strand y Charles Sheeler, o La estrella de mar (L´étoile de mer, 1928) de Man Ray, que aludieron respectivamente a versos de Walt Whitman y Robert Desnos. Pero también surgieron cintas a cuya textura visual se pretendía incorporar metáforas, alegorías y otras cualidades poéticas, como las conocidas obras de Luis Buñuel, Jean Cocteau y René Clair que inauguraron el camino por el que andarían después muchos otros.

Lowry era un ávido lector de poesía y también escribió versos que fueron reunidos de manera póstuma en sus Selected Poems. Dante, los isabelinos y el romanticismo inglés inervan de muchas formas Bajo el volcán. No es extraña por eso la invocación al poema de Shelley, quien caracterizó así su obra de 720 versos en el Prefacio a su primera edición:

El poema titulado “Alastor” puede ser considerado alegórico de una de las situaciones más interesantes de la mente humana. Representa a una juventud de sentimientos puros y de genio audaz, a la que impulsa a contemplar el universo una imaginación inflamada y purificada a través de la familiaridad con todo lo que es excelente y majestuoso. Abreva hondamente de las fuentes del conocimiento, pero aún queda insatisfecho. La magnificencia y la belleza del mundo externo calan profundo en el marco de sus creencias, y le permiten modificarlas de forma interminable. Y se encuentra feliz, tranquilo y completo en tanto que a sus deseos les es posible apuntar hacia objetos infinitos e inconmensurables. Pero llega un momento en que esos objetos ya no le bastan.

De pronto su mente despierta al fin y anhela el intercambio con una inteligencia similar a la suya. Se representa a sí mismo el Ser que ama. Familiarizado con las especulaciones de las sublimes y más perfectas naturalezas, la visión en la que encarnan sus propias imaginaciones une todo lo asombroso, lo sabio o lo bello que pudieran trazar el poeta, el filósofo o el amante. Las facultades intelectuales, la imaginación y las funciones de la percepción hacen sus respectivas exigencias para encontrar poderes correspondientes en otros seres humanos. (…) reúne esas exigencias, y las condensa en una imagen única. Busca en vano un ejemplar de su idea. Marchitado por su desilusión, desciende a una tumba prematura. (Traducción propia)

Es posible que Lowry adjudicara la adaptación de Alastor o el espíritu de la soledad a la ficticia película vanguardista de Laruelle para aludir secretamente al destino de su propio personaje Geoffrey Firmin quien, como el del poema, es esencialmente un solitario que muere sin haber sido capaz de comunicarse con un alma semejante. Por otro lado, no parece que haya existido una cinta sobre una obra de Shelley en la que Lowry se inspirara, además de la que W.A. van Scoy hizo en 1919 en Estados Unidos con imágenes de nubes y paisajes que acompañaban a su poema “The Cloud” escrito en los intertítulos. (Mucho más célebre haría el cine a una obra de la pareja de Shelley, Mary Godwin Wollstonecraft, a partir de la adaptación de James Whale de Frankenstein o el moderno Prometeo en 1931.)

Leemos en Bajo el volcán que Laruelle se había acostumbrado al buen cine “en sus tiempos de estudiante tardío, los días de El estudiante de Praga, y Wiene, y Werner Krauss y Karl Grüne; los días de la UFA, cuando una Alemania derrotada se ganaba el respeto del mundo culto con las películas que producía”. Era el tiempo de la primera madurez del cine alemán, hecho por la productora UFA durante la República de Weimar y en la que surgieron películas como El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1919) y El Golem (Der Golem, Paul Wegener, 1920). Luego Laruelle se había ido a Hollywood, donde filmó obras de las cuales no se sentía orgulloso. De ahí viajó a México para encontrarse en Quauhnáhuac con su amigo de infancia Geoffrey Firmin, y conoció entonces a la ex esposa de éste, la hawaiana Yvonne Constable, con la cual tendría una relación que resultaría desastrosa para los tres.

De acuerdo con la novela, Yvonne también tenía experiencia cinematográfica, pues en los tempranos años veinte había sido en Hollywood la dama joven (el personaje se llamaba Yvonne la Terrible) del vaquero Bill Hodson. En tres películas fue, por eso, “sumergida en lagos candentes, suspendida en lo alto de precipicios, ha bajado barrancas montada a caballo, y es experta en el doblaje de ´raptos al galope´.” Se volvió medianamente célebre, pero cuando estaba casi por cumplir 18 años su padre murió, e Yvonne se vio obligada a regresar a Hawái. Allá ingresó a la universidad, y se casó y divorció. Entonces, a sus 24 años, intentó volver a Hollywood para probar suerte en papeles dramáticos, esta vez sin suerte.

En México, donde intenta reconciliarse con su segundo exmarido (aunque vive atormentada por su alcoholismo), Yvonne encuentra en Laruelle a alguien con quien compartir parte de su pasado. Leemos: “Sólo con él había podido hablar sobre Hollywood, (…) en términos, comunes a ambos, de desprecio y de fracaso sólo en parte admitido.” Además, descubren que estuvieron allí en 1932, y que incluso asistieron, sin conocerse, a una misma fiesta. Esa cercanía circunstancial los vuelve cómplices, y ella muestra a Laruelle algo que siempre había ocultado con pena al Cónsul: “las viejas fotografías de Yvonne la Terrible vistiendo camisas de cuero adornadas con flecos, pantalones de montar, botas de tacón alto y sombrero de ala ancha”; para corresponder, Laruelle le enseña fotos de sus antiguas películas francesas, una de las cuales Yvonne había visto en Nueva York.

Si bien los dos personajes comparten el universo del cine, en ese mismo espacio no pueden ser más distintos. Laruelle es un pretencioso, alguien que habiéndose traicionado por dinero tiene aún las falsas ilusiones de hacer películas importantes, como una vida de León Trotsky que confiesa querer filmar. Yvonne, por el contrario, es una mujer sencilla que ha sido feliz con su mediano éxito juvenil en películas de vaqueros, y que a su fallido regreso a Hollywood no aspira sino a volver al estrellato. ¿Cómo podrían entenderse? En efecto, se acercan, pero no se entienden, y ese es uno de los elementos de la tragedia que la novela traza magistralmente.

Lowry parece haber deseado la filmación de Bajo el volcán. Esto ocurrió al fin mucho después de la muerte del escritor canadiense el 27 de junio de 1957, en una obra de John Huston filmada en México en 1984 con guion de Guy Gallo, fotografía de Gabriel Figueroa, e interpretada por Albert Finney como el Cónsul y Jacqueline Bisset como Yvonne.

Una primera versión de este texto se publicó en el Periódico de Poesía de la UNAM, número 54, noviembre de 2012.

Popocatépetl, 2 de enero de 2019
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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Ramón Novarro en Cuernavaca

En su número de agosto de 1933, la revista Filmográfico publicó un anuncio a doble página en el que se mostraban imágenes del Gran Casino La Selva, en la ciudad de Cuernavaca, Morelos. Esas fotografías daban cuenta de una construcción monumental, con visitantes que llegaban en elegantes coches para disfrutar de viandas suponemos que regionales en un amplio restaurante. El anuncio era parte de una campaña publicitaria a través de la que se intentaba dar a conocer ese centro turístico, cuya creación había sido impulsada desde 1929 por la Compañía Hotelera Hispano-Mexicana S.A. Esa empresa había sido constituida poco antes en Cuernavaca por una decena de socios y parece haber tenido injerencia en ella el general sonorense Abelardo L. Rodríguez, quien unos cuantos años antes había creado con otros socios el Hotel y Casino de Agua Caliente en Tijuana, Baja California.

Anuncio en Filmográfico, agosto de 1933, s/p. Colección Cineteca Nacional.

El Hotel de la Selva fue proyectado para realizarse en una superficie de casi sesenta mil metros cuadrados pertenecientes a la comunidad de Ocotepec. En 1931 ya estaba parcialmente en funciones, pero fue hasta los primeros meses de 1933 cuando se dieron por terminadas las más importantes instalaciones del conjunto. Entonces contaba con una infraestructura que entre otras cosas incluía un comedor donde podían instalarse hasta doscientos cincuenta comensales, dos albercas, cabañas y un salón para eventos; poco después se añadiría a esto un frontón y un casino, aprovechando que Vicente Estrada Cajigal, gobernador de la entidad desde 1930, había promovido una legislación ad hoc en la que se autorizaba la operación de juegos de azar –iniciativa que se beneficiaba de que Abelardo Rodríguez hubiera asumido en septiembre de 1932 la presidencia del país.

El centro recreativo era utilizado para bodas y otros festejos por las élites morelenses, pero también recibía, sobre todo los fines de semana, a capitalinos que podían darse el lujo de viajar en automóvil los más o menos cien kilómetros que mediaban entre la Ciudad de México y Cuernavaca. Escribe Eduardo Alarcón Azuela: “una gran fuente recibía a los visitantes y daba paso a una calle principal marcada por dos bloques de habitaciones a los costados, que remataba en la nave principal que albergaba la sala de juego” (pp. 69-70). Y todo rodeado por una exuberante vegetación.

Hotel de la Selva, Cuernavaca, Morelos, 1934.
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Hotel de la Selva, Cuernavaca, Morelos, 1934.
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Hotel de la Selva, Cuernavaca, Morelos, 1934.
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El principal imán del conjunto era desde luego el casino, inaugurado el 8 de abril de 1933 con la asistencia del gobernador Estrada Cajigal y prominentes personalidades del gobierno y la sociedad locales.Como muestra el anuncio de Filmográfico, la promoción del hotel había pasado a un segundo plano respecto del centro de juego. Según consigna Lilia Urcino Viedma en un trabajo dedicado a la cultura y el entretenimiento en Morelos en ese periodo, ahí podía jugarse “ruleta, klondike, albures, baccarat, black-jack, póker abierto y crabs” (p. 165). Y, como en cualquier casino, ocurrieron en él historias trágicas. El escritor asturiano Alfonso Camín consignó en una de sus colaboraciones:

…ví en La Selva, Montecarlo suntuoso, con sus características nativas, perder a los generales sus fortunas a una carta de albures bellacos, mientras que las ruletas, como molinos chinos, van moliendo la lumbre de los ojos en vela, arrebatando “culebrones” de oro y grandes “fajos” de billetes… (“De Cuernavaca a Acapulco”, La Libertad, Madrid, 15 de febrero de 1934, p. 3)

Pero no todo era juego. El Diario Oficial del Estado, Morelos Nuevo, consigna en distintos números que los empresarios diversificaron su oferta con la celebración de eventos como desfiles de modas, bailes de sociedad, representaciones escénicas y torneos de ajedrez, y con la contratación de músicos, bailarinas y cantantes para amenizar las veladas; entre éstos estuvieron entre 1933 y 1934 Flora Isla Chacón, Virginia Zurí, Elizabeth Casaubon, Lolita Gálvez, Alejandro Meza y su Quinteto Clásico, la Marimba Morelense y el Jazz Selvático del maestro Jaramillo.

Puede suponerse que Chano Urueta, Miguel Contreras Torres y Fernando de Fuentes se hospedaran o al menos visitaran el centro turístico cuando en 1933 buscaron locaciones o filmaron escenas de sus películas con historias total o parcialmente ubicadas en el estado de Morelos: Enemigos, Juárez y Maximiliano, El compadre Mendoza y El Tigre de Yautepec. Pero apenas despuntaban las carreras de estos directores dentro de la naciente industria del cine sonoro –como ocurría también con las de los intérpretes principales de esas y otras películas–, por lo que sus estancias en el Hotel de la Selva, si es que ocurrieron, no fueron capitalizadas publicitariamente. Otra cosa ocurrió con Ramón Novarro, el actor mexicano que había adquirido celebridad en el cine de Hollywood al protagonizar Scaramouche (Rex Ingram, 1923), Ben-Hur (Fred Niblo, 1925), Mata-Hari (Georges Fitzmaurice, 1931) y otras cintas.

En septiembre de 1934, Novarro fue invitado por la Secretaría de Educación Pública –junto con su célebre prima, Dolores del Río, también residente en Hollywood– a asistir a la inauguración del Palacio de Bellas Artes. Un reportero consignó que el regreso al país del actor luego de 16 años de ausencia había despertado la curiosidad de “numerosísimos admiradores” que fueron a recibirlo a la estación Colonia, dando como resultado “un arribo triunfal y una recepción tan cálida como jamás se había dispensado en México a artista alguno” (Revista de Revistas, 30 de septiembre de 1943). A partir de la llegada del actor, sus entusiastas seguidores, los fotógrafos de prensa y los redactores de columnas cinematográficas no dejaron de acompañarlo en sus visitas a Palacio Nacional, la Villa de Guadalupe y otros lugares; por distintas notas sabemos que durante su estancia en la capital Novarro hizo un donativo para un orfanatorio, se retrató con un anciano de 104 años y fue declarado comandante honorario de la policía.

Llegada de Ramón Novarro a la estación Colonia, Ciudad de México, 1934.
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Ramón Novarro y acompañantes en Palacio Nacional, Ciudad de México, 1934.
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Ramón Novarro y acompañantes en la Ciudad de México, 1934.
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Ramón Novarro y acompañante en la Ciudad de México, 1934.
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El 29 de septiembre el astro estuvo en un palco con Dolores del Río y otros representantes de la cultura local como Salvador Novo y Adolfo Best Maugard, aplaudiendo la serie de actos con que se inauguró Bellas Artes. Durante esa velada se representó La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón y a partir de las nueve de la noche la Orquesta Sinfónica de México y el coro del Conservatorio Nacional de Música interpretaron la Sinfonía proletaria de Carlos Chávez, bajo la dirección del propio compositor (El Universal, 30 de septiembre de 1934, segunda sección, p. 1). El periodista Rafael Bermúdez Zataraín, quien había hecho un registro crítico de la trayectoria de los dos principales intérpretes mexicanos en Hollywood al comentar los estrenos de sus películas, escribió entonces:

Lo que no se pudo obtener en años de constante empeño, durante los cuales innumerables amigos y admiradores de Dolores del Río y Ramón Novarro hicieron lo imposible por convencerlos de que debían visitar su patria para recibir el homenaje directo a que eran acreedores dado el prestigio artístico que han venido brindando a México por medio del arte, acaba de obtenerse gracias a la inauguración del Palacio de Bellas Artes. (…) y aunque ellos no cooperen directamente al espectáculo en sí, su presencia en la sala (…) el día de la inauguración le dio un relieve inestimable. (El Universal, Magazine para Todos, 7 de octubre de 1934, p. 2)

El cronista comentaba, además, que Del Río se había entusiasmado a tal grado con el “progreso material de nuestra gran ciudad de recreo, Cuernavaca”, que había hecho planes para fincar una residencia ahí. En cuanto a Novarro, Filmográfico consignó en sus números de septiembre y octubre que el nuevo gobernador de Morelos, José Refugio Bustamante, le brindó un homenaje durante el cual se lo designó huésped de honor del estado. El acto, realizado en el Hotel de la Selva, se inscribía en un viraje en la política interna que obedecía a cambios amplios y profundos de la política nacional.

Bustamante había asumido el cargo a mediados de junio, pero su triunfo en las urnas ya se había dado a conocer cuando Lázaro Cárdenas pasó por Cuernavaca, en mayo, durante su gira como candidato a la presidencia. Escribe Ricardo Pérez Montfort en su biografía del político michoacano que éste se entendió bien con el gobernador electo y que externó una dura crítica al mandatario saliente, que registró también de este modo en sus Apuntes:

Deja (Estrada) Cajigal la lacra de haber permitido se estableciera en Cuernavaca el Casino de la Selva, lugar de vicio donde ya se han perdido fortunas y causado la desgracia de quienes han perdido sus ahorros y fondos ajenos. Este centro de vicio destruye por completo todo lo bueno que haya hecho durante su administración (…) El vicio nada lo justifica. La Revolución debe poner fin a esto. Cuando esté en mis manos lo haré. (citado en Pérez Montfort, p. 67)

El homenaje a Novarro, realizado los primeros días de octubre, anunció el cambio en los usos del centro turístico, pues el registro publicitario del evento mostraba a los invitados al banquete en el Hotel (y no en el Casino) de La Selva. Cárdenas había sido declarado ganador de las elecciones el 12 de septiembre y, como podía advertirse en éste y otros indicios, sus ideas comenzaban a ponerse en práctica, afectando los intereses económicos del poderoso grupo al que pertenecían Vicente Estrada Cajigal y Abelardo L. Rodríguez.

Los gestos simbólicos fueron seguidos por acciones legales. Pocos días después de que el gobierno cardenista iniciara formalmente con la toma de posesión el 1 de diciembre, se difundió la noticia de la clausura del Casino de la Selva. Esto se realizó a través de una iniciativa del gobierno estatal que condujo a la cancelación de la concesión para que se realizaran ahí juegos de azar; pero era evidente que la instrucción había llegado desde la presidencia. En cualquier caso, a partir de entonces, de la mano de un nuevo dueño –el empresario español Manuel Suárez– el negocio sería explotado por largos años como hotel, restaurante y centro turístico orientado a la sana recreación y el deporte.

Trabajo presentado como ponencia en el XI Coloquio de Historia Regional del Cine en México celebrado por vía remota entre el 8 y el 10 de septiembre de 2021

Fuentes

Lilia Urcino Viedma, Arte y cultura en el Estado de Morelos, 1930-1934, tesis de maestría en Historia del Arte, UAEM, Cuernavaca, 2005.

José Alfredo Gómez Estrada, Gobierno y casinos. El origen de la riqueza de Abelardo L. Rodríguez, México, Instituto Mora-UABC, 2002.

Eduardo Alarcón Azuela, “Aquella primavera perdida… La historia del hotel Casino de la Selva en Cuernavaca”, Bitácora Arquitectura, número 43, julio-noviembre 2019.

Ricardo Pérez Montfort, Lázaro Cárdenas. Un mexicano del siglo XX, tomo 2: El hombre que cambió al país, Debate, México, 2019.

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Un cuento infantil y de cine de Magda Donato

Los madrileños Carmen Eva Nelken y Salvador Bartolozzi se unieron en 1917. A ella, que pronto adoptó el seudónimo de Magda Donato, le gustaba escribir; a él, dibujar y pintar. Con notables trayectorias personales en los ámbitos del periodismo, la escenografía y las artes plásticas, también hicieron juntos tiras cómicas y libros infantiles. Informa Margherita Bernard:

los dos artistas trabajaron juntos escribiendo historias ilustradas para niños cuyos dibujos eran firmados por Bartolozzi mientras los textos eran fruto de la colaboración. Entre estas creaciones se encuentran Las aventuras de Pipo y Pipa (un niño y su perrita) (…) y luego Pinocho, reelaboración del protagonista de la novela del escritor italiano Collodi, un muñeco de madera que vive en España nuevas aventuras. Más adelante, estos personajes abandonaron el papel impreso y se convirtieron, gracias a sus creadores, en personajes teatrales: había nacido el “Teatro Pinocho” que se inauguró en Madrid en la Navidad de 1929. En un primer tiempo los espectáculos fueron creados para marionetas y luego actores en carne y hueso interpretaron los distintos papeles. Este teatro para niños, que aplicaba una fórmula renovadora, tuvo un éxito extraordinario. Algunos de sus textos teatrales se publicaron como El bloqueo del castillo de Catapún (1924), El duquesito de Rataplán (1925) y Pipo, Pipa y el lobo tragalotodo (1936).

Publicados por Editorial Calleja, esos libros se distribuyeron por todo el mundo hispanoamericano, llevando alegría y alimentando la sensibilidad de infinidad de niños a ambos lados del Atlántico.

Donato y Bartolozzi, de filiación republicana, se vieron obligados a salir de España al término de la Guerra Civil. Después de hacer estaciones en París y Casablanca, se exiliaron definitivamente en México a fines de 1941. Una de sus primeras empresas fue trasladar al país de acogida su experiencia teatral y con otros exiliados montaron matinés infantiles en el Palacio de Bellas Artes. De ahí surgió el proyecto de película Aventuras de Cucuruchito y Pinocho, que comenzó a filmarse en octubre de 1942. Inspirada por historias de Bartolozzi y Donato, la cinta fue dirigida por Carlos Véjar Jr. y producida por Gonzalo Elvira y Miguel Mezquíriz. Sus intérpretes fueron Francisco Jambrina (Pinocho), Alicia Rodríguez (Pipa), Marta Ofelia Galindo (Cucuruchito), Maruja Griffel (la Bruja Pirulí) y Amparo Villegas (Doña Cucufata), Enrique García Álvarez y Marta Gallardo. La fotografía estuvo a cargo de Ross Fischer; la escenografía de Carlos Toussaint y Vicente Petit, y la música de Francisco Gabilondo Soler y Juan García Esquivel. El estreno de esta desacostumbrada producción infantil, que además fue producida en “colores naturales” (de hecho, fue el primer largometraje mexicano a color), se realizó en el Cinema Palacio capitalino el 18 de marzo de 1943.

La película no era de animación sino con actores, pero quienes la llevaron a España unos años más adelante se valieron de los célebres dibujos de Bartolozzi para promoverla; de forma sintomática (y triste), la censura franquista obligó a suprimir en los créditos de la cinta y en sus programas y carteles publicitarios los nombres de sus creadores, debido obviamente a que Bartolozzi, Donato, Petit y los intérpretes (y sus familias) habían tenido que exiliarse huyendo del régimen dictatorial vigente en la Península.

Publicidad española para el lanzamiento de Aventuras de Cucuruchito y Pinocho, c. 1946. Cortesía del Archivo Cine de Lluís Benejam.
Interior de programa de mano español para el lanzamiento de Aventuras de Cucuruchito y Pinocho, c. 1946. Cortesía del Archivo Cine de Lluís Benejam.

La celebridad previa de sus dibujos e historias indujo a que Bartolozzi y Donato fueran contratados en el semanario Mañana, dirigido por José Pagés Llergo. Ahí mantuvieron entre 1943 y 1947 la página “Para los niños”, integrada por las secciones “Cuentos de ayer contados hoy”, en la que narraban e ilustraban obras clásicas, y “Aventuras de Pipo y Pipa”, historieta de creación propia. Otros frutos de su colaboración en esa etapa fueron los libros infantiles La estrella fantástica (1944), El niño de mazapán (1944) y Pinocho en la isla de Calandrajo (1945).

Mañana, 18 de septiembre de 1943, p. 80. Colección de la Hemeroteca Nacional de México.
Mañana, 18 de septiembre de 1943, p. 80. Colección de la Hemeroteca Nacional de México.

Los dos artistas también continuaron en México con sus trayectorias personales. Él, en 1949, presentó la exposición “Madrid en el recuerdo”, en la que reunió obras realizadas durante su exilio. Y poco después de su muerte el 9 de julio de 1950, la que había sido su compañera durante treinta y tres años organizó en el Ateneo Español capitalino una muestra póstuma; fue entonces, probablemente, cuando el también exiliado Ignasi Ribera Vilaseca adquirió la acuarela titulada “Manolas”, destinada a engalanar su casa.

Salvador Bartolozzi, «Manolas», c. 1949. Colección familia Ribera Carbó.

En cuanto a Donato, en los años que corrieron entre fines de los 40 y mediados de los 60, tuvo una constante participación en el teatro de la capital. Por un lado, proporcionó traducciones para las puestas en escena de Jaque a don Juan de Claude André Puget, Las sillas de Eugene Ionesco, La dama de corazones de Gabriel Aurot y Canasta de niños de André Roussin. Por otro lado, fue más que competente actriz en obras tradicionales como Don Juan Tenorio de Zorrilla, Tartufo de Molière y Cyrano de Bergerac de Rostand, y también en propuestas innovadoras como Amor de don Perlimpín con Belisa en su jardín de Federico García Lorca, Estrella que se apaga de Rafael Solana, Infamia de Lillian Helman, Colombe e Invitación al castillo de Jean Anouilh, La vidente de André Roussin y Rinocerontes y Las sillas de Eugène Ionesco; por esta última, por cierto, recibió de la Agrupación de Críticos de Teatro de México el premio a la mejor actuación femenina de 1960. En esas y otras obras, trabajó bajo la dirección de Fernando Wagner, Salvador Novo, Lew Riley, Rafael Banquells, André Moreau, Maruxa Villalta y Alejandro Jodorowsky.

Entre 1950 y 1963, la actriz apareció en papeles secundarios de unas cuarenta películas y un puñado de telenovelas, incorporada al conjunto internacional de intérpretes de reparto forjado en el seno de la industria audiovisual mexicana. Su inconfundible rostro apareció así en obras de los más diversos géneros (comedia, drama, ciencia-ficción, terror, vaqueros…), cuyos protagonistas eran Cantinflas, Pedro Infante, Libertad Lamarque, Pedro Armendáriz, Sara Montiel, Tin-Tan, Elsa Aguirre, Antonio Aguilar, Silvia Pinal, Emilio Tuero, Rita Macedo, Lilia Prado…  Entre otras cintas, actuó en La liga de las muchachas (Fernando Cortés, 1950), El ceniciento (Gilberto Martínez Solares, 1952), Piel canela (Juan José Ortega, 1953), Los Gavilanes (Vicente Oroná, 1956), La mujer que no tuvo infancia (Tito Davison, 1957), El hombre que me gusta (Tulio Demicheli, 1958), Caperucita y Pulgarcito contra los monstruos (Roberto Rodríguez, 1962), El barón del terror (Chano Urueta, 1962), El extra (Miguel M. Delgado, 1962), Tres balas perdidas (Roberto Rodríguez, 1962), El beso de ultratumba (Carlos Toussaint, 1963) y Yo, el mujeriego (José Díaz Morales, 1963).

El trabajo escénico en México de Magda Donato relegó una escritura personal que en su periodo español había dado lugar a la publicación de las narraciones La carabina (1924) y Las otras dos (1931), y de la farsa cómica ¡Maldita sea mi cara! (1929), amén de numerosos textos periodísticos reunidos y comentados por Margherita Bernard en Reportajes (Editorial Renacimiento, 2009). También Donato publicó entonces cuentos como el encantador “Buby quiere ser detective” reproducido abajo, que probablemente salió en una revista peninsular antes de aparecer en el número de enero-febrero de 1925 de Elegancias, dirigida desde un par de años antes en la capital mexicana por el periodista español Pacífico Redondo (Don Quieto).

Magda Donato murió en 1966. Por disposición testamentaria, instituyó en su país de acogida una distinción que debía otorgarse a un escritor cuya obra tuviera un sentido humanista y universal. El Premio Magda Donato se dio, entre otros, a Ikram Antaki, Beatriz Espejo, Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco, Ramón Xirau, Augusto Monterroso, María Luisa Mendoza, Tomás Segovia, Luisa Josefina Hernández, Margo Glantz, José Luis González, Angelina Muñiz-Huberman, Enrique Krauze y Gabriel Zaid.

Xochitepec, Morelos, 24 de octubre de 2021

Elegancias, enero-febrero de 1925, pp. 66-67. Colección de la Hemeroteca Nacional de México.

Fuentes y enlaces

http://www.escritorasenlaprensa.es/carmen-eva-nelken/

https://davidblogcartoon.blogspot.com/2009/08/salvador-bartolozzi-notas-para-una_03.html

http://criticateatral2021.org/html/2find.php?busqueda=Magda+Donato

http://www.elem.mx/institucion/datos/1470

L. Pastor, “Las aventuras de Cucuruchito y Pinocho”, Jueves de Excélsior, 18 de marzo de 1943, p. 36.

https://archivocine.com

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Grimorios y crisolines

Año: 1985. Lugar: Buenos Aires o, más específicamente, un edificio del barrio de San Isidro donde vivían Elizabeth Alexander y Ricardo Lucotti, quienes entonces eran mis suegros. Una anciana vecina suya, llamada Azucena, me contó algo que me hizo desear escribir una novela en el centro de la cual estaba un grimorio, es decir, un libro de hechicería, en este caso tan pequeño que podía ser ocultado dentro de un puño. La novela, que iba a incluir como personajes a un astrólogo argentino, un anarquista mexicano, un músico uruguayo y naturalmente a la fascinante Azucena, no llegó a ser escrita. Sin embargo, gracias a esa charla en una vereda porteña aprendí la palabra grimorio y me enteré de que podía haber libros incluso más pequeños que los que conocía.

Cuando niño acompañé muchas veces a mi padre, Ángel Miquel Alcaraz, a adquirir el lanzamiento anual de la Serie Extra de la Colección Crisol de Editorial Aguilar, que si no me equivoco durante largo tiempo sólo se vendía, en la Ciudad de México, en la Librería Universal de Avenida Reforma. El que esos libros de obras clásicas de autores hispanoamericanos llegaran alrededor de Navidad daba un sabor especial al traslado a ese sitio relativamente alejado de nuestra casa, que se reforzaba al ver la emoción de mi padre al comprarlos.

Esos objetos llamados crisolines por su tamaño minúsculo (6.5 centímetros de ancho por 8 de alto) estaban evidentemente menos destinados a la lectura que a los placeres concurrentes de hojearlos, poseerlos y reunirlos con sus congéneres en la misma sección de la biblioteca. Su aparición anual quizá daba también a mi padre la sensación de un orden que, sobre todo en los primeros tiempos de su destierro, contribuiría a aliviarlo de la ruptura con otras desordenadas situaciones en su patria. Su colección inició con la adquisición de La ruta de don Quijote de Azorín, número 4 de la serie publicado en 1951, dos años después de llegar al país y cuatro antes de que conociera a la joven chihuahuense que se convertiría en su esposa, y terminó con la de Imagen de Gerardo Diego, número 50 aparecido en 1987. Luego de treinta y seis años de practicar el ritual de recorrer un largo tramo de la ciudad con el único fin de adquirir el ejemplar del año, dejó de hacerlo, probablemente por el cierre de la Librería Universal.

Ángel murió en 1995 y Aguilar dejó de publicar crisolines en 2018, al llegar al número 80. Yo tengo mis propias manías como coleccionista, pero en el periodo marcado por esas dos fechas adquirí también de vez en cuando ejemplares (que tomaron el nombre de Crisol XXI, cambiaron de colores en las pastas y se hicieron más voluminosos que sus antepasados) para continuar lo emprendido por mi padre. En parte, como una forma de recordarlo a través del cultivo de una de sus aficiones y también porque al comprarlos revivía, de algún modo, la felicidad de mi experiencia infantil.

Xochitepec, Morelos, a 17 de septiembre de 2021

Enlaces

https://elpais.com/cultura/2019/02/04/actualidad/1549298085_233321.html

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Versos traspapelados de Pedro Garfias

Escribió el licenciado Santiago Roel en Pedro Garfias, poeta (Monterrey, 1962) que su biografiado vivió en la Sultana del Norte entre 1943 y 1948. Había llegado ahí después de vivir una primera estación de su exilio en Inglaterra, donde escribió una de sus obras mayores, Primavera en Eaton Hastings (Poema bucólico con intermedios de llanto). Pero en el mismo 1939 Garfias pasó a Francia y subió ahí al Sinaia, para convertirse en uno de los 1800 pasajeros que en ese primer barco de la libertad buscaban un nuevo destino en América luego de la derrota republicana en la Guerra Civil. Durante ese traslado el poeta colaboró en el diario de a bordo con el emotivo “Entre España y México” que se haría célebre entre los exiliados.  

A la etapa de Garfias en Monterrey siguió otra de itinerancia por diversas ciudades mexicanas. Los centros culturales de la capital, Guadalajara, Torreón, Chihuahua, Puebla, Campeche, Veracruz y Mérida se alternaban, como escribe Roel, “la dicha de oír al poeta”; y es que “su franciscana bondad cautivaba a todos y escuchar a Pedro era siempre una fiesta y una devoción”. A veces también conseguía Garfias patrocinadores que le permitieran editar sus libros, como ocurrió con Poesías de la guerra española (Ediciones Minerva, México, 1941), De soledad y otros pesares (Universidad de Nuevo León, Monterrey, 1948) y con la antología Viejos y nuevos poemas (Ediciones Internacionales, México, 1951). Un ejemplar de este último se conservó en la biblioteca de Jaume Simó i Bofarull, sabio catalán exiliado en Torreón, con la siguiente cuarteta como dedicatoria:

Cuando están tristes los pobres,

que casi siempre lo están,

no es porque den lo que tienen,

es porque no tienen nada que dar.

En 1955 Garfias conoció en Guanajuato a Flora Rendón Casavantes, joven chihuahuense que se había mudado con su familia a Torreón. El galante escritor improvisó entonces estos versos, que podrían agregarse al abundante conjunto de su obra que Roel clasifica como “de amor y circunstancia”:

A Florita

Del Norte del Noroeste,

llegó Flora a Torreón.

Con su asombro y su presencia

a Guanajuato llegó.

Primero llegó su aroma,

su presencia la esplicó.

Que las presencias de Flora

alumbren mi corazón

y vuelvan a mi humildad

como el aroma a la flor.

El poema no está fechado, pero fue escrito en el reverso de un menú de fonda que consigna la fecha del 4 de mayo de 1955. Garfias tenía entonces 53 años y Flora 21.

La frecuente edición en España, Argentina y México de poemarios, antologías y obras más o menos completas de Pedro Garfias da cuenta del atractivo y la perdurabilidad de sus versos. Además, debemos a la UNAM –en la colección Voz Viva de México, entonces a cargo de otro escritor exiliado, Max Aub– la grabación de una selección de sus poemas, en la grave y apasionada voz de su autor.

Entre otras obras, Santiago Roel García publicó Nuevo León. Apuntes históricos (Monterrey, 1938, con varias reediciones), Malinchismo nacional (Monterrey, 1956) y La experiencia constitucional de México de Zitácuaro a Querétaro, 1811-1917 (Monterrey, 1970); también editó y prologó Correspondencia particular de don Santiago Vidaurri, gobernador de Nuevo León, 1855-1864 (Monterrey, 1946). En su calidad de secretario de Relaciones Exteriores entre 1976 y 1979, Roel fue uno de los principales impulsores del restablecimiento de las relaciones diplomáticas de México con España, interrumpidas en 1939.

       Xochitepec, Morelos, a 14 de septiembre de 2021

Pedro Garfias. Dibujo a lápiz de Alfonso Reyes Aurrecoechea incluido en Pedro Garfias, poeta (Monterrey, 1962) del licenciado Santiago Roel.

Enlaces

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/191-088-pedro-garfias?start=12

https://libros.uanl.mx/index.php/u/catalog/book/44

https://es.wikipedia.org/wiki/Santiago_Roel

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Álbum

Imágenes de gente que aparece en este blog

Al centro, Reynaldo Casavantes Márquez. Ciudad Guerrero, Chihuahua, años cuarenta. Colección familia Rendón Hinterholzer.
Sentados: Montserrat Rameta «Monsín», Remedios Navarro de Sánchez, Isidro Sánchez, Amalia Miquel Alcaraz, Pedro González Guillén, Remedios Sánchez, y hermanos Paz y Manuel (hijos de Monsín). De pie: Montserrat Cremades, Ángel Miquel Alcaraz y Juan José Cremades. Ciudad de México, 31 de diciembre de 1953. Colección familia Miquel Rendón.
María Alcaraz con sus bisnietos Conchita y Enrique García Monerris. Xixona, Alicante, c. 1955. Colección familia Miquel Rendón.
Jaime Santos Martín del Campo. Norte de México, c. 1955. Colección familia Miquel Rendón.
Flora Rendón Casavantes. Torreón, Coahuila, c. 1956. Colección familia Miquel Rendón.
Hermanos Carlos y Odila Rendón Casavantes. Torreón, Coahuila, 5 de julio de 1957. Colección familia Miquel Rendón.
Teresa Dávalos y Fernando Gamboa. Bruselas, Bélgica, 1958. Archivo de Promotora Cultural Fernando Gamboa, A.C.
David N. Arce y niños Miquel Rendón. Puebla, 1960. Colección familia Miquel Rendón.
Pedro González Guillén y Amalia Miquel Alcaraz. Alicante, años 70. Colección familia Miquel Rendón.
Ángel Miquel Alcaraz y Francisco Rendón. Hidalgo, c. 1975. Colección familia Miquel Rendón.
Alfonso Simón Pelegrí, Horacio Miquel y Susana Reyes del Campillo. Ciudad de México, c. 1981. Colección familia Miquel Rendón.
Cristina Cavalcanti y Felipe Leal. Pátzcuaro, Michoacán, 1982. Colección Ángel Miquel.
Diego de Villalobos. Ciudad de México, 1982. Colección familia Miquel Rendón.
Con Alfonso Simón Pelegrí. Atlixco, Puebla, 1996. Colección Ángel MIquel.
José Pareja, Alain Derbez, Peque Muñohierro, Marcela Campos, Marcela Capdevila y Jonás Derbez. Xalapa, octubre de 2006. Colección Ángel Miquel.
Con Daniel Márquez Melgoza. Morelia, Michoacán, 2008. Colección Ángel Miquel.
Amanda García Martín y Cristina Martín Sarrat. Xochitepec, Morelos, diciembre de 2008. Colección Ángel Miquel.
Con Flora Rendón Casavantes y Anna Ribera Carbó. Xochitepec, Morelos, 2012. Colección Ángel Miquel.
En primer plano, Margarita Carbó y José Ribera. Biblioteca del Orfeó Català de Mèxic, Ciudad de México, 2015. Colección Ángel Miquel.
Con Juan Carlos Mena, Pablo Mora, Ena Lastra, Pedro Serrano, Carlos Mapes y Ana Castaño. Ciudad de México, noviembre de 2016. Colección Ángel Miquel.
Horacio Miquel y Jaime Santos Martín del Campo. San Miguel de Allende, Guanajuato, 2019. Colección Horacio Miquel.

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De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Arcadi Artís Gener en Cuernavaca

La derrota republicana en la Guerra Civil española orilló el exilio del comediógrafo, editor, periodista e impresor catalán Avelí Artís Balaguer, quien en julio de 1939 pisó tierra veracruzana con otros integrantes de su familia luego de cruzar el mar en el barco Ipanema. El Viejo Artís, como se lo conocía, fue a partir de entonces uno de los responsables de la conservación de la lengua catalana (amenazada en la Península por las políticas del franquismo) a través de la edición de colecciones de libros y publicaciones periódicas culturales como La Nostra Revista, con 75 números aparecidos entre 1946 y 1954.

Uno de sus hijos, Avelí Artís Gener, más conocido por su seudónimo Tísner (1912-2000), desarrolló en México actividades como editor, pintor, dibujante y escenógrafo. “Era jovial, era entretenido, era inteligente y sensible”, escribió sobre él Margarita Carbó, quien lo conoció en el grupo de danza del Orfeó Català donde ella bailaba y él hacía los diseños escenográficos; y añadió:

Las cartulinas, con los bocetos y los dibujos que representaban parejas o conjuntos ataviados con vestidos de las distintas regiones de Cataluña, o con ropajes de época, tenían una gracia y una maestría extraordinarias, pero mi asombro fue aún mayor al ver, poco después, los decorados de teatro que Tísner diseñaba, ejecutaba y finalmente levantaba ante nuestros ojos, recreando en ellos los castillos medievales, las aldeas de pescadores, los pueblos de montaña, las plazas y las cabañas rústicas que habrían de dar marco a las distintas danzas.

Compañero en este oficio de otros catalanes exiliados, Ramón Batlle y Manuel Fontanals, Tísner trabajó en obras de teatro, películas y sets de televisión. Entre sus libros publicados en México destacó La escenografía en el teatro y en el cine (Editorial Centauro, 1947), obra pionera para el estudio de esas materias en el país. Como editor, continuó el trabajo catalanista de su padre, con los 32 números de La Nova Revista, publicados entre 1955 y 1958.

La Nostra Revista y La Nova Revista. Colección de José Ribera.

Otro hijo de El Viejo Artís fue el arquitecto Arcadi Artís Gener (1914-1993), quien además de poner una marmolería, hizo trabajos de decoración de inmuebles. Uno de los más importantes fue el que culminó en 1946 con la inauguración del Cine Ocampo de Cuernavaca.

En un folleto en formato grande publicado con motivo de este acto, se asentaba que el arquitecto Leopoldo del Portillo dividió el proyecto en tres partes: un cine con capacidad para tres mil espectadores; un hotel con restaurante y cantina, roof-garden y estacionamiento para coches, y finalmente un cabaret con sus dependencias. En la edificación final, de nueve pisos, cada una de esas secciones tenía total independencia de las otras, habiéndose construido la sala de espectáculos con una estructura metálica, y el cabaret, el hotel y sus anexos, de concreto armado. En los sótanos se alojaron los servicios sanitarios del cine, el tanque de almacenamiento de agua contra incendios, la subestación eléctrica, las calderas, los servicios del hotel y el estacionamiento.

Portada del folleto publicado con motivo de la inauguración del cine. Cuernavaca, 1946.