De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

Prosa poética (1960-1974) de Ángel Miquel Alcaraz

Este segundo volumen de inminente aparición de la obra literaria de Ángel Miquel Alcaraz (Xixona, Alicante, 1919 – Ciudad de México, 1995), recoge tres libros publicados durante su exilio mexicano: Ángel Francisco. Libro para un niño (1960), Xocoyote (1971) y Alicante. Una ciudad en el recuerdo (1974). En los tres, el autor enfoca el mundo desde la perspectiva infantil; en los dos primeros al ponerse, por así decirlo, en los ojos de sus hijos, a quienes están dedicados, y en el tercero al recordar al niño que fue en la región mediterránea donde nació y creció.

En Literatura alicantina de la posguerra (Manuel Asín editor, Alicante, 1967) escribió Vicente Ramos: “Era Ángel Miquel alto y muy delgado, amable en todo momento, noble y tímido; muy callado. Su mirada era nuncio de una limpia y caudalosa espiritualidad”; y el poeta, ensayista y condiscípulo suyo recordó ahí mismo a dos escritores que, junto con su coterráneo Gabriel Miró, podrían considerarse como las principales fuentes de inspiración de su escritura sutil, precisa, evocadora: “Aún me parece escuchar los parlamentos que sosteníamos acerca de los versos cristalinos de Juan Ramón Jiménez o de las prosas poemáticas, transidas de alta religiosidad, de Rabindranath Tagore”.

Poesía 1946-1955, primer volumen de esta serie, apareció en 2020 y se encuentra disponible en www.edicionessinnombre.com

Se reproducen a continuación textos de cada uno de los libros recogidos en Prosa poética.

Dibujo en portada de Josefina Maynadé.

De Ángel Francisco. Libro para un niño

El cielo de esta tarde es tan azul que parece que haya caído un telón sobre el horizonte tapándonos el hortal de colores del poniente.

Los montes se han puesto morados como el fruto de los zarzales.

Tras los collados sale la noche con su escudo de plata.

Las cimas, las laderas, los valles, se han vuelto oscuros como las rocas de las escolleras y a tramos, llenos de brillos fugaces como los relumbres en los fondos llenos de sol de las caletas.

¿Por qué me acuerdo, ahora, del mar estando tan lejos de él, de su aire tibio y de su sabor fuerte a alquitrán y sal? Es que la luna riela sobre las tierras como en una bahía en donde el leveche ha aquietado las ondas y la espuma no llega a hacerse flor alrededor de los escollos.

Parece que veo la blancura de los balandros pasar frente a mí y el ruido de las motoras, copiosas de pescado, recién sacado de la despensa de las aguas.

La luna se ha amagado en un árbol; parece una gran fruta; el ramaje chisporrotea en un incendio blanco; mil ojos guiñan con sus párpados de hojas movidas por la brisa, pupilas negras llenas de resplandores.

Cuando sale de la prisión del árbol se transforma en hermoso velero; despliega las lonas de la bastarda, de la mayor, de la cruz. ¡Cómo hunde su quilla en la mansedumbre de zafiro y su mascarón de proa!, ¡cómo hiende el espacio!, ¡mira su estela sembrada en el haz de las hojas, en el oriente descubierto de las piedras, en el lomo de los surcos, en las manos de los hombres!

Mi alma dice adiós a este barco ideal con un pañuelo romántico y no me quedo triste pues la mano del Piloto es buena y yo sé que, aunque se pierda en esta lontananza oscura, regresará un día.

La lectura (de Xocoyote)

Desde tu habitación se te oye, voz aguda de pájaro, casi gritar, sílaba a sílaba, las palabras de tu lectura.

Tu mamá dice que estás naciendo al mundo del espíritu y que por eso tus palabras son estridentes como el llanto de un recién nacido.

La apreciación es verdadera.

Te oigo y te imagino un pollo humano picoteando en la artesa de sus primeros libros. Crisálida abriéndose al aire nuevo del pensamiento y de la imagen.

Un artesano que aprende, alegremente, la forja, el manejo de las herramientas y el oficio.

La caña nueva, el fruto primerizo, el verderón. Todos gritan la nueva primavera.

Tú también, Horacio, que lo dices desde esas puertas de tus libros, con la voz del agua de las primeras lluvias, bajando por los torrentes.

Y por esto comprendo ahora por qué el verbo y la palabra siempre emergen, como una luz en el principio de los hechos de los hombres.

Els tíos (de Alicante. Una ciudad en el recuerdo)

Siempre estábamos rodeados de tíos: el tío Visent, el tío Peñetes, el tío Daniel, el tío Quico, el tío Toni, el tío Alejo, el tío Gumersindo; y llamábamos así a todas las personas de respeto, cercanas de la familia, poseyeran o no el tal grado de parentesco.

Algunos venían desde los pueblos a la Plaza de Abastos a vender las hortalizas de las huertas y los frutos de los secanos.

Otros eran pequeños fabricantes de turrón; e iban, en temporada, a dispensar la gracia de los dulces en las fiestas de las villas, caseríos y ciudades.

Otros conocían el secreto del helado o eran hábiles para las vendimias y las siegas.

Y algunos de ellos allegaban su industria y sus negocios hasta lejanos países y naciones de los que nos contaban extrañas, exóticas, pintorescas costumbres que eran la delicia de nuestra imaginación y deseos.

Eran personas sin artificios, apegados a las labores del Mas, del Troset o de la Finca; medieros, a veces, de señores a los que llamaban “el amo” y que vivían en las ciudades. Maestros consumados en su oficio y artesanos completos y acabados.

Hombres dados a la palabra, honrados a carta cabal y derechos en el hacer y en el decir.

Parcos en el reír, amables, serios, bondadosos, confiados y cumplidos; tras el aleteo de sus amplias blusas, parecíanme esconder un caudal de ternura reprimido como bajo la costra de los cavallones se encontraba la textura amollar de los bancales.

En algunos de sus viajes, venían a comer y a dormir a casa. Eran sobrios en el yantar y en sus hábitos; y no vi más licencia en ellos que las que las propias costumbres les permitieran. Agradábales comer con cuchara y tenedor de madera y su lujo era preparar en la mesa el aliño de cuarnets con bacalao y aceite; de cuyo aderezo mojaban trocitos de pan que, a la boca, enrojecían la cara del comensal dejándolo sin aliento, por lo picante; hasta que reparaban el ardor con largos tragos de vino, desde el porrón o de la bota.

Para el trabajo, calzaban aspardeñes de careta, de llas o de vetes; siendo les d’aspart, para las labores rudas; pantalones luidos de pana negra sujetos a la cintura por largas y envolventes fajas; camisas abullonadas y semialmidonadas, albeantes siempre; y cubriendo la cabeza, boinas o gorras de suaves fieltros que retiraban y volvían a colocar con gesto de cortesía unidas al saludo.

En los días festivos y en los acontecimientos, semblaban severos personajes arrancados a los cuadros del Greco: zapatos o botas cortas de tacones estrechos, pieles brillantes de charol o de cabritilla, calcetines de seda, restirados con ligas; cuellos duros, postizos; trajes de pana negra, acanalada, susurrante a los menores movimientos y sombreros de ricos paños que de cuando en cuando limpiaban en el antebrazo, con gestos ceremoniosos.

Por su figura y por su trato eran testimonio de la seriedad y la palabra; y ésta dicha era la máxima obligación para el cumplimiento requerido y la seguridad de la oferta y la promesa.

Resistentes a los fríos y a los calores, paliaban los excesos de las épocas extremosas con simplificaciones dichas casi sin importancia: “Fa frescoreta” decían, cuando la helada ya había consumido la hierba en los ribazos. “Fa caloreta” y así atenuaban el horno de las calinas y el bochorno de los mediodías.

Nunca exageraban las situaciones, ni los peligros, ni los logros, ni los hechos, ni los gozos, ni los resultados.

Todo era dicho, comedido, sereno, claro, apegado a la verdad, equilibrado y con mesura; formas que hubieran envidiado los preclaros habitantes de la lejana Ática.

Sumisos al destino exclamaban: “Si Deu vol”; y dejaban los hechos, después de su participación en el esfuerzo, en manos de la Providencia, aceptando aquello que tuviera que ser.

Modelos de austeridad y moderación, nunca se extralimitaron en nada; ni en los afectos, ni en las necesidades, ni en los gozos, ni en los mandatos, ni en las alegrías, ni en lo aciago, ni en lo próspero.

Sentíamos por ellos un gran respeto; y una admiración profunda, por lo que eran; pero estaban lejos de nosotros y los vimos como a un bello sol en la tarde, sobre el mar, ponerse entre una multitud de colores para dejarnos sólo un recuerdo desvanecido, amable y triste.

Acuarela de Gastón Castelló para Alicante. Una ciudad en el recuerdo

Publicado por angelmiquelrendon

Nací en Torreón, Coahuila, México, en 1957. Soy historiador del cine y escritor. Trabajo en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

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