Milan Kundera en Uruapan
Hace unos días vi la adaptación de La broma al cine hecha en 1968 por Jaromil Jireš. Es una película muy bien interpretada y fotografiada que cuenta la historia de la lucha inútil de un individuo contra fuerzas que lo superan, encarnadas en autoridades y grupos muy seguros de sus convicciones que no son capaces de tolerar a quienes disienten de éstas, ni siquiera cuando, como sucede con el personaje principal de la obra, las disensiones son planteadas en todo de broma.
La película me recordó mi asombrado descubrimiento, en los años setenta, de las producciones de los países socialistas europeos. En el cine club de la Facultad de Filosofía y Letras o en el del CUC vi Madre Juana de los Ángeles (1961) del polaco Jerzy Kawalerowicz, Los rojos y los blancos (1967) del húngaro Miklos Jancsó, y Los amores de una rubia (1965) y Trenes rigurosamente vigilados (1966) de los checos Miloš Forman y Jiři Menzel, respectivamente. Esas películas realistas, sobrias, de gran atractivo visual y con historias poderosas me mostraron, junto con las posteriores del ruso Andréi Tarkovski, el polaco Andrzej Wajda y otros cineastas del bloque socialista, una alternativa al cine de entretenimiento a la que me aficioné por genuino interés, por afinidad ideológica (entonces leía a Karel Kosik, Ernst Fischer, Agnes Heller y otros marxistas centroeuropeos) y por pose.
Ver La broma también me hizo recordar mi afición juvenil por Milan Kundera. A principios de 1982 me había ido a vivir a Pátzcuaro, impulsado por las causas concurrentes de un desencanto amoroso y la oferta de trabajo en la Biblioteca del CREFAL. Mi jefe en ese empleo, Daniel Márquez Melgoza, se convirtió pronto en mi amigo. No sólo era el eficaz bibliotecario de esa institución regional dedicada a la alfabetización y la educación de adultos, sino también un combativo periodista, un emprendedor agente de la cultura local y uno de los defensores –junto con Teresa Dávalos, Enrique Luft y otros pocos– de la conservación de la traza urbana y las edificaciones tradicionales de Pátzcuaro. Daniel estaba (o está) todo el tiempo inventando proyectos y al saber que me interesaban el cine y la poesía me incluyó en dos: la organización de un cine-club semanal en la Casa de los Once Patios, en el que ejercí de proyeccionista, corre-ve-y-dile y sabihondo conductor de debates; y una tertulia, en la que también estaba su esposa Frida Lara Klahr y otros escritores michoacanos, donde además de hacer lecturas públicas se pretendió sin éxito el lanzamiento de una colección de plaquetas hecha en mimeógrafo para la que preparé un conjunto titulado Kevin Keegan en los llanos del que sólo me queda en la cabeza un verso: “Viking del mar argénteo”.
Un día de noviembre, Daniel me invitó a unos quince años en Uruapan. Era uno de los padrinos, por lo que le era imposible no asistir. Le ofrecían una habitación doble en un hotel y, si lo acompañaba, podíamos comer enchiladas placeras, pasear por ese entonces seguro pueblo y su fantástico parque Cupatitzio, y platicar acerca de otros proyectos. Acepté acompañarlo con la condición de no a asistir a la fiesta de esas personas a las que no conocía. Estuvo de acuerdo. Viajamos en autobús hasta Uruapan y al caer la tarde nos registramos en el hotel. Cuando se fue a su encargo, quedé libre. En ese feliz tiempo sin omnipresentes televisores ni estorbosos aparatos adheridos al cuerpo encontré ocupación en uno de los salones donde había una mesa de billar. Nunca fui hábil para ese juego, en el que invertí muchas horas al escapar con colegas de las aburridas clases de taller durante la secundaria, para recluirnos en un humoso salón cercano a la escuela. Pero me gusta la geométrica belleza de las bolas deslizándose sobre el paño. Me puse a jugar. Para mi sorpresa, encontré que a solo unos pasos había también un pequeño exhibidor vertical con unos diez o doce libros en venta. Por instinto me acerqué. Mi esposa Anna Ribera Carbó dice que hay volúmenes que te atraen con un dedo y así ocurrió entonces con La broma de Milan Kundera. De ese escritor checo conocía La vida está en otra parte (Seix Barral, 1979) gracias a la recomendación que me había hecho de la novela –y también del espléndido prólogo de Carlos Fuentes– mi amiga uruguaya Alcira Soust Scaffo en un pasillo de la Facultad de Filosofía y Letras donde estudié. También conocía el volumen de cuentos Amores risibles (en su versión en inglés, Laughable Loves, Penguin, 1975). De hecho, hacía apenas unos meses que se había publicado la traducción mía de uno de esos cuentos, “Eduardo y Dios”, en el número 7 de Cartapacios.
Durante mis eventuales viajes a la Ciudad de México me había acercado al grupo de amigos que, en abril de 1979, habían lanzado esa revista de poesía y gráfica. Con diseño de Juan Carlos Mena y un consejo integrado por Beatriz Álvarez Klein, Ana Castaño, Diego Jáuregui, Concha de Icaza, Carlos Mapes, Pablo Mora, Álvaro Quijano y Pedro Serrano, había alcanzado en su número 6 una impresionante nómina de colaboradores que incluía a varias decenas de escritores y artistas gráficos nacidos en la década de los cincuenta, junto con algunos de sus maestros, como Margo Glantz, Gerardo Deniz y Gilberto Aceves Navarro. A esa atractiva publicación propuse la traducción del cuento de Kundera, que fue generosamente retrabajada por Ana Castaño y Ena Lastra. Ese cuento que, como es frecuente en la obra de su autor, bordea en la incorrección política, religiosa y sexual con gran sentido del humor, fue mi carta de presentación para Cartapacios, en la que aparecí por primera vez como integrante de su consejo de redacción. Incorporando al mismo a Manuel Andrade, Alicia García Bergua, Ena Lastra, Carlos López Beltrán, Gastón A. Martínez, Fabio Morábito, Jaime Moreno Villarreal, Fanny del Río, Francisco Segovia, Javier Sicilia y Amelia Vértiz (y a Maricarmen Rion, al diseño), la revista siguió funcionando hasta 1986, cuando salió su último número, el 11. No creo equivocarme al decir que fue uno de los medios literarios más importantes para la formación de vocaciones y relaciones de mi generación.

Así que Kundera no me era desconocido en el billar del hotel de Uruapan, pero sí La broma, su primera novela. Ahora me parece fantástico que llegara hasta ese improbable sitio, donde sacó el dedo y le dijo a su aún más improbable lector “ven por mí”, un ejemplar de la traducción hecha por Cora Belloni de Zaldívar de su edición francesa para la bonaerense Emecé y publicada en 1971. Entonces, ciego a ese regalo de la casualidad, simplemente fui a la recepción a pedirlo, lo compré y cambié la carambola por la lectura.
La broma me gustó, entre otras cosas, por su análisis del funcionamiento premoderno de una sociedad supuestamente inmersa en la creación del hombre nuevo; por la expresión narrativa de un profundo conocimiento musical (luego supe que Kundera es hijo de un célebre musicólogo y pianista, discípulo de Leoš Janáček); y también por la textura de su prosa, densa y reflexiva. En las semanas que siguieron a su adquisición transcribí algunas citas en el diario que había comenzado a llevar en mi mudanza a Pátzcuaro y que son reveladoras de mis intereses y estados de ánimo de entonces:
No son vuestros enemigos, sino vuestros compañeros, los que os condenan a la soledad. (Diciembre de 1982)
Todas las situaciones esenciales de la existencia son sin retorno. Para que un hombre sea un hombre, tiene que atravesar plenamente consciente esa irreversibilidad. Beberla hasta la hez. ¡Que no trampee, sobre todo! ¡Que no se haga como el que no la ha visto! (Enero de 1983)
La mayoría de los seres se entrega al espejismo de un doble candor: creen en la perennidad de la memoria (de los hombres, de las cosas, de los actos, de las nociones) tanto como en la remisibilidad (de las conductas, de los pecados, extravíos, denegaciones de justicia). El uno es tan falso como el otro. La verdad está situada justo en su opuesto: todo será olvidado y nada será reparado. La función de enmienda (ejercicio de la venganza o del perdón) será cumplida por el olvido. Nadie abolirá los errores cometidos, pero todos los errores serán olvidados. (Enero de 1983)
Son muy conocidas las circunstancias de acoso y censura que llevaron a Kundera al exilio en Francia. Me entero ahora en Wikipedia que la exhibición de la película La broma estuvo prohibida en Checoeslovaquia durante veinte años. Que yo sepa, nunca llegó a México.
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Excelente! Soy amigo de uno de esos nombres mencionados por Ángel Riquelme Rendón, me refiero al poeta y compositor-músico Gastón Alejandro Martínez… y es un doble honor saberlo en estás historias de literatura y cultura en el país… Abrazos
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