De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

La crítica de cine de Emilio García Riera

Cuando lo conocí en los años setenta gracias a mi amistad con su hija Ana García Bergua, Emilio García Riera era un hombre flaco y nervioso, que fumaba constantemente cigarros Del Prado. Fue un acontecimiento decisivo para mí. Emilio era un adulto muy distinto a los demás que había conocido hasta entonces, alguien con quien se podía hablar de películas, libros y futbol, que no usaba corbata para ir al trabajo y que de inmediato me prohibió referirme a él como Sr. García. Emilio platicaba de forma tan amena y ponía tanto entusiasmo en sus opiniones, que no me quedaba ninguna duda de que tendría que ser un destacado profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, donde Ana me dijo que trabajaba. El departamento rentado por la familia se encontraba en un edificio en la calle Ámsterdam de la colonia Condesa, y como estaba lleno de libros, carteles de películas, recortes de periódicos y cuadros de Vicente Rojo, ese espacio tendía a completar y hacer más coherente la imagen que me había hecho de Emilio como profesor universitario. Tiempo después me enteré, supongo que por él mismo, de que a pesar de ser hijo de maestros (exiliados españoles), en realidad no le interesaba gran cosa la transmisión del conocimiento en las aulas. Sólo que en la época en que lo conocí no me lo imaginaba de otra forma porque ni siquiera se me pasaba entonces por la cabeza que alguien pudiera vivir en México de escribir sobre cine.

Y sí, en esas épocas Emilio vivía principalmente de lo que ganaba como columnista del diario Excélsior de Julio Scherer. Tenía ahí el que con seguridad era uno de los espacios periodísticos de opinión más leídos del país. Que esa columna fuera de crítica de películas y no de análisis político es uno de los indicadores del prestigio que había llegado a tener no sólo el cine, sino también el comentario independiente sobre él, que por tanto tiempo había estado secuestrado antes en México por publicistas y cronistas de estrellas interesados sobre todo en acompañar a las redituables industrias de la producción o la distribución cinematográficas surgidas durante la “época de oro”.

En realidad, fue la generación de Emilio la que fundó la crítica de cine independiente, a partir de la edición de la revista Nuevo Cine en 1961-1962. También se debe a esta generación, a la que pertenecieron Jomí García Ascot, José de la Colina, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, Manuel González Casanova, Nancy Cárdenas, Gabriel Ramírez, Julio Pliego y otros, la renovación de la cultura del séptimo arte a través del impulso para filmar películas independientes, de la fundación de las primeras escuelas de cine, de la educación a través de cine-clubes y festivales, y del establecimiento de los principales archivos públicos en el país, la Filmoteca de la UNAM y la Cineteca Nacional. Esta fundación institucional culminó en los años ochenta con la creación del Centro de Investigaciones y Estudios Cinematográficos en la Universidad de Guadalajara y con el lanzamiento en esa misma ciudad de la Muestra de Cine Mexicano, convertida años después en Festival Internacional.

Para la cultura mexicana significó una enorme aportación el surgimiento de una producción constante de pensamiento original sobre el cine, manifiesto, por un lado, en la escritura de libros, y por otro en la publicación cotidiana de crítica independiente. Por supuesto hubo antes escritores como Alfonso Reyes, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Efraín Huerta y Carlos Fuentes que se asomaron con interés y buen juicio al cine. Pero nunca hubo antes de los años sesenta una producción extensa y permanente de ensayos, libros de historia y textos breves centrados en las películas. Durante años García Riera fue un protagonista fundamental de esa corriente, orientada a la doble tarea de ejercer el comentario de la producción contemporánea y de educar al público con noticias del cine clásico, el rescate de realizadores e intérpretes, o el análisis de géneros más o menos desprestigiados como el western y el musical.

Emilio empezó su carrera como crítico a mediados de los años cincuenta en España Popular, un periódico quincenal dirigido a los comunistas españoles exiliados, como él. Después pasó a una publicación con mucho más público, el suplemento dominical del diario Novedades, México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez. Ahí escribía el también desterrado español Francisco Pina, un crítico al que Emilio consideraba como su maestro. Cuando Benítez salió de Novedades, prácticamente todos los miembros de su equipo –incluyendo a Pina y García Riera– se fueron con él a La Cultura en México, el suplemento del semanario Siempre! Al mismo tiempo Emilio publicaba notas en la Revista de la Universidad dirigida por Jaime García Terrés.

Con la experiencia acumulada en todas estas publicaciones, fue natural que saltara, en los años setenta, a la columna diaria publicada en Excélsior –su primer trabajo de escritura bien remunerado, como recordaba. Dado el ascenso constante de su trayectoria, daba la impresión de que sería por largo tiempo uno de los críticos independientes del cine en México. Y así fue: siguió escribiendo en diarios y revistas, y participando en programas de televisión durante muchos años. Pero es indudable que su vocación crítica fue reemplazada, en algún momento, por algo que encontró más apasionante: escribir la historia del cine mexicano. La enorme importancia que concedió a esta empresa, que ocupó el centro de su actividad profesional en sus últimos cuarenta años, tuvo como consecuencia que llegara a considerar su trabajo como periodista como algo que carecía, en el fondo, de importancia. La opinión –en que se basa la crítica– es efímera, mudable, fútil, solía recordar con Borges, para enfatizar, sin decirlo, que el conocimiento histórico no lo era. Esta es la razón por la que Emilio recordaba su etapa como crítico con cierta distancia, como si el joven que había escrito con tanta pasión esos textos hubiera desaparecido.

Quienes lo conocimos podemos atestiguar que no fue así. Emilio se conservó joven hasta el último día de su vida. Quiero decir: atento, flexible, optimista, dueño de un maravilloso sentido del humor. Ni un solo momento dejó de indignarse ante la injusticia social y de estar interesado por lo que sucedía en el mundo, desde las transformaciones políticas en México, España y otros países, hasta la incorporación de nuevos programas en las barras de televisión, además de seguir apasionadamente lo que sucedía en los campos de la tecnología y el cine. Recuerdo, por ejemplo, que fue el primero al que le escuché decir faxear (aunque usado irónicamente, pues me dijo que me iba a faxear la realidad) y también fue uno de los primeros en adivinar entre nosotros la revolución que significó el desarrollo de la imagen digital. Aunque dejó de ser flaco y nervioso, y también –a regañadientes– de fumar, conservó siempre la espontaneidad y la apertura que asociamos a la juventud, y si bien su trabajo más serio como historiador es una cumplida muestra de madurez profesional, y le garantiza un lugar entre las figuras intelectuales más destacadas de la segunda mitad del siglo veinte en México, no era justo con él al relegar a un segundo plano su escritura juvenil, en la que se manifestaban las mismas cualidades que conservó hasta el fin.

En la contraportada de la Breve historia del cine mexicano (Mapa y otras editoriales, 1998), el último libro que Emilio publicó en vida, se lee que su obra escrita estaba integrada por unos cincuenta volúmenes. La mayor parte de ellos son sin duda perdurables. Unos, como la enciclopédica Historia documental del cine mexicano (dieciocho volúmenes, Universidad de Guadalajara y otras editoriales, 1992-1997) y México visto por el cine extranjero (seis tomos, ERA y Universidad de Guadalajara, 1987-1990), por la minuciosa documentación de hasta el último detalle de los enormes universos que abordan, organizados y comentados brillantemente; otros, como el libro de memorias El cine es mejor que la vida y las novelas Mujeres, amigos y un tío y Polvo enamorado (en los tres casos Cal y Arena, 1990, 1995 y 2000), por contener la honesta, inteligente y conmovedora expresión de la experiencia vital, familiar y profesional del autor. Pero esos alrededor de cincuenta libros no cerraron de ningún modo la obra de García Riera, y desde su muerte en 2002 han aparecido varios póstumos. He tenido el privilegio de participar en dos.

El primero, El juego placentero. Crítica cinematográfica 1955-1961, incluyó una selección de 23 textos publicados en España Popular, México en la Cultura e inéditos provenientes de una colección de notas manuscritas acompañadas de dibujos que se conservaron en el archivo de Emilio. Dividido en tres secciones (“Cine norteamericano”, “Cine europeo” y “Cine mexicano”), hay en él abordajes a películas de Fellini, Resnais, Bardem, Welles, Buñuel, Fernández y otros cineastas. El conjunto representa un interesantísimo episodio de la biografía intelectual del autor, en el que se constituye su oficio como periodista con un punto de vista caracterizado por la sinceridad, la espontaneidad y la agudeza. El libro, con introducción e índices míos, fue diseñado por Juan Carlos Mena e incorpora divertidos dibujos de espectadores hechos por Emilio; fue coeditado en 2003 por la Universidad de Guadalajara, Conaculta, los gobiernos de los estados de Jalisco y Colima y la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

El otro volumen, titulado El juego placentero II. Crítica cinematográfica, años sesenta, reproduce 21 notas que aparecieron originalmente en Revista de la Universidad, La Cultura en México y Nuevo Cine, además del prólogo al guion de la película Iván el Terrible de Sergei M. Eisenstein, publicado en 1968 por ERA. En esos textos, donde se analizan películas de Kurosawa, Buñuel, Resnais, Truffaut, Eisenstein, Chaplin, Hawks, Cukor y otros realizadores, se revela una ya muy definida voluntad autoral, con las preferencias y antipatías, la inteligencia, el sentido del humor, la memoria afectiva y otros rasgos de García Riera, quien por cierto emprendió en esa década su investigación sobre la historia del cine mexicano; también, como expresa el siguiente párrafo de una de las críticas incluidas, hay en ellas un vasto conocimiento del séptimo arte y un deliberado intento por afincar las opiniones en el placer del cinéfilo:

en los cine-clubes hemos aprendido a entender y admirar a Eisenstein y Murnau, pero fue el viejo melodrama norteamericano el que haciéndonos estremecer en los asientos de una sala de segunda categoría unió nuestra vida misma al cine. Dichoso aquel que volviendo a ver Lo que el viento se llevó ha experimentado la triste y dulce nostalgia que nos remite a lo que fuimos y a lo que perdimos para siempre.

El juego placentero II, para el que también escribí el prólogo, lleva unas palabras preliminares de Leonardo García Tsao; la edición, impulsada con entusiasmo por Susana López Aranda, fue ilustrada con stills de las películas que se abordan y apareció con los sellos de la Cineteca Nacional y la Universidad Autónoma del Estado de Morelos en 2007.

Dibujos de Emilio García Riera incluidos en El juego placentero. Crítica cinematográfica 1955-1961 (2003)

Xochitepec, Morelos, 10 de septiembre de 2020

Publicado por angelmiquelrendon

Nací en Torreón, Coahuila, México, en 1957. Soy historiador del cine y escritor. Trabajo en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

3 comentarios sobre “De libros y algunas personas que no pueden vivir sin ellos

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