Primeros libros
Junto con mantas, sonajas, peluches y otros objetos, el Álbum biográfico del niño fue uno de mis primeros regalos. Lo hizo la maestra de piano María C. Arias a su alumna Flora Rendón, mi mamá. Sin embargo, la encargada de llenarlo no fue ésta, sino su hermana dos años menor, Odila. Desde mis primeros días y hasta que cumplí tres años, esa amorosa secretaria de actas hizo anotaciones que, junto con fotos tomadas por mi papá y mi abuelo, me permiten asomarme a esa etapa de la que no tengo recuerdos.
En el álbum se conservan dientes de leche y recortes de delgadísimo pelo en sobres de celofán; se consignan datos de crecimiento, alimentación, enfermedades, vacunas; y también, junto con la adquisición de nuevos gestos –risas, gritos–, se dice que disfruté con el descubrimiento de mis manos, de mis pies, del lenguaje. Está ahí el registro de los balbuceos, de las primeras palabras definidas y las frases completas, algunas de éstas, por cierto, aprendidas de mi exiliado y nostálgico padre: “Ya dice algunas cosas en valenciano; por ejemplo, cuidadet, que ahí viene el cochet y pare vosté la burra, amic.” Y en enero de 1960 esta sorprendida anotación: “Ya sabe malas palabras. ¿Dónde las aprendió? Who knows. ¡Ah, y sabe aplicarlas!” No había que ir muy lejos para encontrar al inductor de esa fechoría, indudablemente Carlos, hermano menor de Flora y Odila, que en el mes de ese registro había cumplido 21 años. Para entonces ya estaba por los alrededores también mi hermano Horacio, quien por lo tanto debe haber aprendido ese sector fundamental del lenguaje de dos fuentes cercanas.
Desde nuestra edad más temprana nuestros padres nos acostumbraron al trato con los libros. Hay fotos de Horacio de un año donde se lo ve sosteniendo e intentando descifrar uno de esos objetos con el que parecían entretenerse tanto los adultos. Se ha conservado un cuento que escribí a los cinco años encima del dibujo de un barco y unos inverosímiles seres marinos, y que transcribo porque revela el tipo de propaganda familiar al que estábamos sometidos:
ERACE UN PRINCIPE JOVEN GUAPO ELEGANTE INTELIGENTE E HIJO UNICO DE LOS REYES DE UNA NACION GRANDE Y RICA DESECHANDO LOS GUSTOS CORIENTES Y ORDINARIOS NO LE AGRADABA MONTAR A CABALLO NI CAZAR NI DIBERTIRSE DE NINGUNA MANERA NO LO DISTRAIAN MAS QUE LOS LIBROS PASABASE UNA ORA LELLENDO UN LIBRO FELIZ Y QUE NO PENSABA EN SEMEJANTE COSA LA PRINCESA
Ese príncipe se volvió aún más distraído cuando hacia mediados de los años sesenta apareció en la casa El libro de oro de los niños. Publicado en 1943 por la sucursal en Buenos Aires de la Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana (UTEHA), no era en realidad un libro, sino una auténtica enciclopedia en seis gruesos volúmenes que contenía adivinanzas, acertijos, poemas, fábulas, mitos, leyendas, cuentos, breves obras de teatro y resúmenes de novelas, así como informaciones de ciencia, técnica, arte, religión, geografía, historia y costumbres; también se enseñaba ahí el arte de hacer papirolas, y otros trabajos manuales con fósforos y palillos. El diseño con textos en tipografía bold e interlíneas generosas complementados por ilustraciones a color constituía una atractiva invitación a la lectura, aunque la encuadernación en pasta dura y el uso de un papel grueso hacían los volúmenes pesados y obligaban a una manipulación experta, de adultos o niños ya acostumbrados al trato con libros. En el caso de nuestra familia, recuerdo a Flora contando cuentos o explicando asuntos a sus hijos con los rojizos volúmenes en las manos.
Este “mundo maravilloso para la infancia”, como rezaba el subtítulo de la obra, era en parte adaptación de entregas de la serie La Scala D´Oro, concebida y dirigida por los italianos Vicenzo Errante y Fernando Palazzi y publicada por la Unione Tipografico-Editrice Torinense entre 1932 y 1945. Pero en buena medida también fue obra original de autores como los mexicanos Lucila Baillet Pallán-León (más conocida por su seudónimo Paulita Brook), Ermilo Abreu Gómez y Andrés Henestrosa; el cubano Rafael Esténger; el puertorriqueño Alfredo M. Aguayo; los uruguayos Juana de Ibarborou y Carlos Rodríguez Pintos; las brasileñas Walda y Waleska Paixao, así como los españoles exiliados en distintos países Vicente Solórzano, Eduardo de Ontañón y los directores literario y artístico del proyecto, el escritor zaragozano Benjamín Jarnés y el historiador y cartógrafo sevillano Luis Doporto. La orientación de El libro de oro de los niños hacia un público latinoamericano fue evidente en que las únicas biografías de héroes nacionales aparecidas en sus seis volúmenes fueron las de Simón Bolívar, José Artigas, Antonio José de Sucre, José de San Martín, Bernardino Rivadavia, Domingo Faustino Sarmiento, Benito Juárez y José Martí.
Buena parte del atractivo de la obra se debió a sus ilustraciones. Y en esto ocurrió lo mismo que en los textos: en algunas secciones se reprodujeron obras de quienes habían colaborado para la edición italiana, Filiberto Mateldi, Carlo Bisi y Nino Pagot, pero en otras se solicitaron nuevas colaboraciones. Entre éstas destacaron las de la uruguaya Amalia Nieto y la española Alma Tapia, quienes hicieron encantadores dibujos y acuarelas por completo pertinentes a los temas que ilustraban. De hecho, las imágenes trazadas por esas artistas constituyen algunos de mis más antiguos recuerdos, reafirmados por la repetida consulta, en distintas edades, de los libros. Otros, claro, son los de Walt Disney. No me queda claro si las nutridas aportaciones de este pertenecieron en origen a la serie italiana o si se incorporaron para fortuna de los lectores latinoamericanos a la edición en español.






El libro de oro de los niños tuvo reimpresiones en México bajo el sello de Editorial Acrópolis en 1946 y de UTEHA en 1961 y 1969.
Xochitepec, Morelos, 30 de noviembre de 2021
Enlaces
https://es.wikipedia.org/wiki/Amalia_Nieto
https://es.wikipedia.org/wiki/Alma_Tapia
Preciosa crónica, Ángel. Y pintabas maneras desde chiquito.
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Gracias, querida. Un abrazote
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